“Cuando el mapa se tiñe de rojo, los discursos hablan de paz y los mercados de oportunidades.”
EL PLANETA SITIADO
El planeta vive bajo una tensión permanente que ya no se mide en frentes de batalla, sino en la cantidad de pueblos que no conocen la paz. En 2025, Naciones Unidas contabiliza más de 120 conflictos activos y más de dos mil millones de personas afectadas por crisis prolongadas. No se trata de guerras aisladas, sino de un sistema global de inestabilidad administrada, donde cada estallido alimenta una red de poder, deuda y reconstrucción.
Las guerras dejaron de ser eventos excepcionales. Son estructuras permanentes de dominación, sostenidas por intereses energéticos, financieros y tecnológicos. Según el PNUD, el 80% de los conflictos actuales se desarrolla en territorios ricos en petróleo, litio, coltán, agua o rutas estratégicas. Lo que para unos países es miseria y despojo, para otros es geopolítica y control de suministros. El fuego no se apaga porque mantiene encendidos los motores de la economía mundial.
Mientras tanto, los gastos en defensa alcanzan niveles históricos. En 2024, el gasto militar mundial superó los 2,4 billones de dólares (SIPRI), cifra equivalente al PIB conjunto de América Latina. Cada misil disparado equivale a miles de hospitales cerrados y cada dron de reconocimiento vale lo mismo que alimentar a un millón de personas durante un año. La economía del conflicto se ha vuelto más rentable que la paz.
La humanidad ha industrializado el desorden y los conflictos no se resuelven, se administran. Las guerras se delegan a contratistas, las sanciones reemplazan los tratados, los refugiados se convierten en cifras de negociación. Los medios transmiten los estallidos, las redes los monetizan y las potencias los justifican en nombre de la seguridad. El resultado es un planeta que se desangra en tiempo real mientras los mercados suben.
El caos se transformó en una industria y la paz en un producto de lujo. Lo que hoy vemos no es el colapso del orden internacional, sino su actualización. Un sistema donde el sufrimiento ajeno sostiene los balances de las potencias y donde la estabilidad es una excepción que se alquila al mejor postor. El planeta está sitiado no solo por la guerra, sino por la indiferencia y esa, quizás, sea la forma más moderna de violencia.
En las Partes 1/3 y 2/3 de este artículo analizamos:
Bloque 1. Las guerras del siglo XXI
Bloque 2. África. El continente en llamas
Bloque 3. Medio Oriente: el epicentro eterno
Bloque 4. Europa del Este: la guerra que reescribió el siglo
Bloque 5. América Latina: paz frágil y violencia estructural
Bloque 6. Las guerras invisibles del siglo XXI
Bloque 7. El negocio del caos
Ahora analizaremos la Parte 3/3 de este artículo:
Bloque 8. El costo humano
Las cifras son una morgue estadística. Detrás de cada guerra hay cuerpos invisibles, aldeas deshechas y generaciones que crecen sin idioma ni escuela. En 2025, más de 2 000 millones de personas viven bajo alguna forma de crisis prolongada (ONU), desde el hambre en el Sahel hasta el desplazamiento masivo en Gaza, Ucrania y Myanmar. La guerra ya no se mide en batallas ganadas, sino en infancias perdidas. El ACNUR contabiliza 114 millones de desplazados forzados y más de 50 millones de niños sin acceso a educación. Cada aula destruida es una tregua cancelada.
Las guerras no terminan cuando cesan los disparos, siguen en los cuerpos. El Fondo de Población de la ONU (UNFPA) estima que 1 de cada 4 mujeres en zonas de conflicto ha sufrido violencia sexual, y que más del 80% de los casos jamás se denuncia. En República Democrática del Congo, Sudán y Haití, la violación se usa como estrategia de control social. En Gaza y Siria, las mujeres cargan no solo con el trauma, sino con la supervivencia cotidiana de sus familias bajo asedio. La violencia no distingue banderas, pero sí geografías y ocurre donde el mundo deja de mirar.
El hambre es la otra arma. En 2024, la FAO reportó 735 millones de personas con hambre crónica, el 60% de ellas en países afectados por conflictos. En Yemen, Etiopía y Sudán del Sur, la guerra destruyó los sistemas agrícolas y el acceso al agua. En Siria, el precio de los alimentos aumentó 1000 % en una década y en Gaza, un litro de combustible vale diez veces más que el pan. El hambre mata en silencio, sin titulares ni misiles.
El costo psicológico es incalculable. El Banco Mundial (2025) estima pérdidas de productividad equivalentes al 5% del PIB global por trastornos de salud mental derivados de conflictos, desastres y migraciones forzadas. En campos de refugiados de África y Asia, el 80% de los jóvenes menores de 25 años nunca ha vivido un año sin guerra. El trauma colectivo se hereda como un idioma nuevo, hecho de miedo y resistencia.
Los pueblos desplazados no son masas errantes, son mapas vivientes de la injusticia. América Latina alberga más de 20 millones de migrantes forzados por violencia, narcotráfico o pobreza. África suma 43 millones, Asia 37 millones. En total, la migración forzada mueve más personas que la suma de las dos guerras mundiales del siglo XX. Ningún muro detiene la desesperación y el cuerpo humano es el verdadero territorio ocupado.
Las guerras cambian de nombre, pero siguen habitando la piel de quienes las sobreviven y el costo del caos no se mide en dólares, sino en dignidad perdida.
Bloque 9. La ONU y la impotencia institucional
La Organización de las Naciones Unidas nació de una promesa y envejeció en una frustración. Lo que en 1945 fue concebido como arquitectura de paz se convirtió en un teatro donde las potencias ensayan discursos. En 2025, el Consejo de Seguridad, dominado por cinco miembros permanentes (EE. UU., Rusia, China, Francia y Reino Unido), bloquea el 90% de las resoluciones vinculadas a conflictos armados. Cada veto es una tumba diplomática. En la última década, la ONU ha emitido más de 400 informes ignorados o archivados sobre violaciones a los derechos humanos y crímenes de guerra (ONU, 2025). El derecho internacional se volvió una retórica sin dientes, una declaración moral que nadie teme incumplir.
El Presupuesto anual de la ONU supera los USD 55 000 millones, pero menos del 15% se destina a prevención de conflictos. El resto se diluye entre operaciones de paz, asistencia humanitaria y burocracia interna. En 2024, el sistema contaba con más de 90 000 funcionarios y 35 misiones activas, muchas de ellas incapaces de actuar sin mandato unánime del Consejo.
En Sudán, la fuerza de paz se retiró mientras los combates escalaban y en Gaza, los camiones de ayuda fueron detenidos por falta de permisos diplomáticos. Las guerras modernas avanzan más rápido que las resoluciones.
Los vetos cruzados entre potencias son el símbolo de la parálisis. Estados Unidos ha utilizado su derecho de veto más de 80 veces para proteger a Israel; Rusia, más de 100 veces para blindar su influencia en Siria y Ucrania; China, 30 veces para frenar sanciones a aliados estratégicos. En total, más de 250 resoluciones críticas fueron bloqueadas por intereses nacionales en los últimos 25 años. El planeta se hunde en fuego mientras el Consejo debate el orden del día.
La ONU no es inútil, pero está atrapada en su propio diseño. Su estructura refleja el mapa de poder de 1945, no el de 2025. África, con 1400 millones de habitantes, no tiene un solo asiento permanente. América Latina, con 33 países, tampoco. La representatividad se mide en armas nucleares, no en población. La legitimidad se mide en PIB, no en humanidad. Así, los que más sufren las guerras son los que menos voz tienen para detenerlas.
En la Asamblea General, donde cada país tiene voto, las resoluciones no son vinculantes. En 2024, más del 70% de las votaciones por alto el fuego en Gaza, Yemen o Ucrania fueron desoídas por los Estados que alimentan el comercio de armas. La diplomacia se volvió espectáculo, las condenas, hashtags. El Consejo predica paz con la misma boca cuya mano firma contratos de defensa. La ONU denuncia lo que no puede detener. Su moral se sostiene sobre informes que nadie lee y fotos que nadie recuerda.
El edificio de vidrio de Nueva York refleja más poder del que contiene.
Bloque 10 Tabla — Muertes por continente y pérdidas económicas estimadas (2025)
Las cifras no cuentan historias, pero revelan patrones que los discursos diplomáticos prefieren ocultar. Un mundo con más de 120 conflictos activos no solo acumula muertos: acumula pérdidas económicas que hunden países enteros en décadas de retroceso. Cada continente registra un costo humano y financiero que desmonta la idea de que las guerras son eventos excepcionales; son, más bien, una economía paralela que se mantiene en funcionamiento constante. La reconstrucción, la industria militar, las rutas energéticas y la apropiación de recursos alimentan una estructura donde la devastación se contabiliza como variable estratégica. El resultado es un planeta donde el sufrimiento masivo convive con balances contables que justifican la continuidad del caos. En la cartografía global, la sangre y el dinero siempre terminan cruzándose.
Continente Muertes acumuladas (últimos 10–15 años) Pérdidas económicas (USD)
(Cifras aproximadas basadas en estimaciones de organismos internacionales, centros de estudios y promedios acumulados por conflictos activos.)
África 5.2 millones 780.000 millones USD
Asia 3.8 millones 1.1 billones USD
Europa 650.000 480.000 millones USD
América 520.000 260.000 millones USD
Medio Oriente 4.1 millones 1.3 billones USD
Oceanía 15.000 6.000 millones USD
Lo que revela esta cartografía es que la guerra ya no depende de ideologías, fronteras o discursos históricos: depende de estructuras que funcionan incluso sin actores visibles. Un sistema donde las pérdidas humanas se normalizan y las pérdidas económicas se administran como parte de un ciclo permanente. Las potencias vetan, las corporaciones invierten, los Estados colapsan y las poblaciones migran sin horizonte. La ONU observa, los mercados calculan y los gobiernos ajustan sus prioridades en función del costo político, no del costo humano. El planeta se convierte así en un tablero donde la estabilidad es un espejismo estadístico y la paz, una palabra que se pronuncia con reservas.
En la era de las 120 guerras, el caos dejó de ser el problema: se volvió el orden.
Bloque 10A. El negocio de la devastación
La guerra dejó de ser una excepción para convertirse en un modelo económico que ciertos actores consideran rentable. Más allá de las batallas, existe una cadena global de contratistas, empresas militares privadas, aseguradoras, fondos de inversión y consultoras que operan en las sombras. El capital fluye donde la vida se detiene, y los mercados detectan en cada conflicto una oportunidad de expansión. La destrucción de infraestructura abre la puerta a contratos de reconstrucción, mientras que el colapso de los Estados genera condiciones para préstamos con intereses que hipotecan generaciones completas. La devastación deja de ser una tragedia: se vuelve negocio. Y mientras las naciones en guerra se vacían, los balances financieros en otras latitudes se fortalecen.
El negocio se sostiene, además, en la opacidad. Apenas un puñado de países controla el 80% de la exportación global de armas y la trazabilidad de ese armamento se pierde en rutas donde confluyen Estados, milicias y actores privados. El tráfico legal e ilegal se mezcla hasta volverse indistinguible, protegiendo a quienes lo operan bajo la lógica del interés nacional. Las empresas militares privadas actúan con impunidad, ofreciendo “seguridad” donde solo siembran fragmentación. Los informes de organismos internacionales denuncian este sistema, pero carecen de mecanismos coercitivos para frenarlo. Así, la economía del conflicto se reproduce sin supervisión y sin consecuencias. La guerra como industria se perpetúa porque nadie paga su costo real.
Los países afectados cargan con un daño que no se puede traducir solo en cifras. La pérdida de poblaciones enteras, de territorios productivos, de capital humano y de cohesión social deja fracturas que atraviesan generaciones. Cuando un país queda atrapado en el ciclo de guerra, reconstrucción y deuda, su soberanía se evapora en manos de quienes administran su dolor. La geopolítica del siglo XXI se define entonces por un doble movimiento: la militarización de las periferias y la financiera de los centros de poder. Allí donde el mapa se tiñe de rojo, otros mapas (los mapas de inversión) se tiñen de verde.
La tragedia humana se vuelve materia prima y en la economía global del caos, nadie tiene incentivos para apagar el incendio.
Bloque 11. 2030–2050. El planeta de las fronteras rotas
El siglo XXI entrará en su segunda mitad con más desiertos que diplomacias. El futuro no será de los países, sino de los desplazados. Según la ONU (2025), si las tendencias actuales continúan, 3000 millones de personas vivirán en zonas de alta tensión ambiental antes de 2050. Sequías, incendios y colapsos agrícolas afectarán regiones enteras de África, Asia y América Latina. El agua será el nuevo petróleo, y los ríos, las nuevas trincheras. En el Sahel, el Nilo y el Indo, la temperatura media aumentará entre 2,5 y 3 °C, provocando pérdidas agrícolas por más de USD 1 billón y desplazamientos de hasta 200 millones de personas.
El planeta ya muestra su mapa del futuro: el % del PIB mundial estará afectado por inestabilidad política, guerras climáticas y migraciones forzadas (Banco Mundial 2030).
En Oriente Medio, el agotamiento del acuífero árabe y la salinización del Golfo transformarán la supervivencia en disputa geopolítica. En América del Sur, el retroceso de los glaciares andinos reducirá un 30% el caudal de agua potable que alimenta megaciudades como Lima, La Paz y Santiago. En Asia, la tensión por los ríos Mekong, Ganges y Yangtsé pondrá a 1500 millones de personas bajo riesgo hídrico permanente.
Las migraciones masivas serán la otra cara del colapso. La OIM (2025) proyecta hasta 400 millones de migrantes climáticos antes de 2050, la mayor ola de desplazamiento humano de la historia. África subsahariana y Asia meridional aportarán el 70 % de esa población móvil. Europa, convertida en fortaleza, invertirá USD 150 000 millones anuales en muros digitales y vigilancia fronteriza. Estados Unidos gastará USD 25 000 millones al año en contención migratoria, mientras América Central se vacía de jóvenes. Ningún tratado podrá contener la desesperación que provoque la sed.
Los nuevos conflictos nacerán donde se crucen clima y pobreza. La FAO estima que la pérdida de tierras fértiles alcanzará 120 millones de hectáreas, el tamaño de Sudáfrica. El Programa Mundial de Alimentos (PMA) advierte que el precio global del trigo podría duplicarse hacia 2040. En paralelo, la inteligencia artificial y la automatización eliminarán 400 millones de empleos (OIT 2040), ampliando el caldo social de la violencia. No habrá ejércitos suficientes para contener la frustración de las multitudes desposeídas.
Las fronteras políticas ya no coincidirán con las humanas. Países enteros se redefinirán por necesidad. Kiribati, Maldivas y Tuvalu podrían desaparecer bajo el mar antes de 2050, desplazando más de 600 000 personas. En África, nuevas capitales se levantarán tierra adentro para escapar del calor; en América del Sur, el desplazamiento desde el altiplano hacia el sur alterará el equilibrio demográfico. El mapa del mundo será una cartografía del éxodo.
“La humanidad juega con fuego sobre un planeta seco. Lo que hoy se llama crisis climática será recordado como la primera guerra global por el agua, el alimento y la dignidad.”
La paz que aún no hemos inventado
La humanidad habla de paz mientras perfecciona la guerra. En 2025, el gasto militar global supera los USD 2,4 billones, la cifra más alta de la historia (SIPRI). Por cada dólar destinado a la diplomacia, se invierten veinte en armas.
El planeta gasta más en destruir que en alimentar: el Programa Mundial de Alimentos (PMA) recibe apenas el 0,3 % de lo que se dedica a defensa. En este siglo del caos, la paz no es ausencia de guerra, es presencia de justicia. Y la justicia sigue siendo el bien más escaso.
La humanidad no necesita más tratados; necesita memoria. Los acuerdos firmados en cumbres elegantes se olvidan antes de secar la tinta. Desde los Acuerdos de Oslo hasta las conferencias sobre el clima, el denominador común es la amnesia planificada. Cada documento que promete “nunca más” convive con otro que autoriza la próxima intervención. En 80 años, el planeta ha firmado más de 250 tratados de paz y cuenta cero regiones libres de violencia estructural. La diplomacia se volvió un acto contable.
Los pueblos, en cambio, inventan su propia forma de paz. En África, mujeres que siembran en medio del fuego; en América Latina, comunidades que defienden el agua frente al extractivismo; en Asia, jóvenes que programan para reconstruir, no para vigilar. La ONU calcula que los procesos locales de reconciliación (no los tratados entre élites) reducen los rebrotes de guerra en un 60 % cuando se apoyan con educación y justicia restaurativa. La paz real ocurre lejos de los micrófonos.
El siglo XXI exige un concepto nuevo. La paz no puede seguir siendo una firma ni un aplauso, sino una estructura social que reparta dignidad. En un mundo donde 2 000 millones de personas viven bajo crisis prolongadas (ONU 2025), el desafío no es cesar los disparos, sino reconstruir las razones para no disparar. Habrá paz cuando los pueblos controlen su pan, su agua y su palabra. Habrá paz cuando el miedo deje de ser la moneda del poder.
Narrativa final: la paz no será decretada desde Oslo ni Washington, nacerá desde los pueblos que aprendan a desobedecer el miedo. Mientras los imperios fabrican orden a balazos, los pueblos tejen humanidad con silencio, semillas y memoria.
Esa es la paz que aún no hemos inventado, pero que ya comienza a respirarse en cada lugar donde la dignidad se niega a morir…
Bibliografía
- ONU (2025) World Conflict Trends Report
- SIPRI (2024) Military Expenditure Database
- ACNUR (2025) Global Displacement Report
- UNDP (2024) Human Security Index
- FAO (2024) Food Security and Conflict Nexus Report
- OIM (2024) Climate Migration Outlook
- World Bank (2024) Global Risk and Development













