18 de noviembre 2025, El Espectador
Las cuatro niñas y los tres niños nunca debieron estar ahí. Ni vivos, ni mucho menos, muertos. El Estado debió protegerlos desde siempre, y evitarles el riesgo de ser reclutados. Iván Mordisco jamás debió tenerlos en sus filas; el alto mando militar no debió ordenar un bombardeo sin saber si ahí había o no menores de edad; y tampoco es coherente con el gobierno que tenía la ambiciosa consigna de convertir a Colombia en la potencia mundial de la vida, que el presidente haya autorizado el bombardeo.
Lo de Calamar, Guaviare, es el resultado de una cadena de errores, y no me refiero solo a lo militar, sino a lo social y a lo político. La peor violación, la cometida por el grupo armado ilegal contra los tratados sobre Derecho Internacional Humanitario, como el Protocolo Facultativo de la Convención sobre los Derechos del Niño (año 2000) y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (año 2002). El reclutamiento de menores es un delito con todas sus letras. No hay que ser experto “violentólogo” para saber que un menor de edad no debe bajo ninguna condición ni circunstancia estar en las filas de un grupo armado, ni como escudo humano, ni como mensajero, ni en calidad de “campanero”, de amante o de combatiente.
Eso es obvio. Pero la fuerza legítima de un Estado tampoco debería justificar sus propias equivocaciones apelando a las barbaridades cometidas por otros; no es correcto apalancar los niños muertos que causan las operaciones militares en los innegables delitos consumados por los grupos al margen de la ley.
Iván Mordisco es una pesadilla criminal para nuestros territorios y el ejército tiene el deber institucional de proteger la vida de los colombianos; pero ni lo uno ni lo otro nos puede llevar a aceptar como una calamidad inevitable que a siete menores les llovió la muerte desde los aviones A-29 super Tucano y cazas Kfir, de la Fuerza Aeroespacial colombiana.
Es obvio que el ejército tiene que actuar contra todos los armados ilegales que despreciaron la oferta de paz concertada, y día y noche cometen acciones que intimidan, matan, extorsionan y desplazan a campesinos, indígenas y afros. Pero, pregunto, ¿estamos dispuestos a volver a la época del todo vale en aras a la seguridad? ¿Los bombardeos estarán nuevamente al orden del día (mejor dicho, a orden de la muerte)? ¿Vamos a volver a decir que los niños reclutados son “máquinas de guerra” y/o vamos a cohonestar con el concepto de “combatiente es combatiente” sin importar la edad que tenga?
Hoy (a diferencia del gobierno antecesor) está al frente de la cartera de Defensa un buen ser humano; alguien que —contra viento y marea— le ha dedicado compromiso, conocimiento y voluntad a respaldar la política de paz. A las voces que ahora piden su renuncia, les sugiero recordar que al actual ministro de la Defensa le debemos una de las operaciones más audaces, persistentes y exitosas: el rescate con vida de los niños indígenas accidentados en la avioneta de la selva. Y ya desde su alto cargo ha sabido —como civil— compaginar el mandato fundacional de la Fuerza Pública, con el derrotero social del presidente; ha comprendido la magnitud de lo que se está acordando en las mesas de paz, y ha acompañado con entereza, respeto y solidaridad, los procesos que demuestran avances.
A la Inteligencia del Estado le corresponde garantizar que la persecución y desarticulación de los grupos armados que no se acogieron a los procesos de paz no cueste la vida de ningún otro niño. Ningún triunfo militar puede incluir el cadáver de un menor de edad, el cuerpo inerte de una niña de 13 años a quien todos le fallamos.













