Un gesto que habla más que mil discursos

En Bolivia el poder vuelve a jurar rodeado de símbolos que dividen más que unen. El vicepresidente Edmand Lara, ex capitán de la policía, ha decidido asumir su cargo vestido con uniforme de gala, y este no es un detalle menor.

En un país donde las heridas entre militares, pueblos originarios y movimientos sociales siguen abiertas, ese uniforme no representa solo una trayectoria personal sino un mensaje político. El gesto resume un clima que atraviesa buena parte del continente, donde las botas vuelven a sonar más fuerte que las palabras.

Lara sabe lo que hace.

Conoce el peso del símbolo y la historia de los uniformes en Bolivia. El país ha vivido golpes, dictaduras y masacres en nombre del orden. Por eso, aparecer con una chaqueta verde y condecoraciones no es una simple elección estética y sí es una declaración de fuerza en un tiempo donde la legitimidad política se mide más por la capacidad de control que por la confianza ciudadana.

El mensaje detrás del traje

Bolivia no está bien, pero las botas a través de su historia no han arreglado a Bolivia. Los índices de pobreza suben, la minería se estanca, las exportaciones de gas se reducen y el descontento social se expande desde El Alto hasta Santa Cruz. La economía informal sostiene a más del 70% de la población.

El racismo, la corrupción y el desencanto con la política son parte del paisaje diario. En ese contexto, un vicepresidente vestido de militar es un recordatorio de quién tiene realmente el poder y el mensaje es claro. El poder no está en el voto sino en la disciplina, no en la palabra sino en la orden.

Para los pueblos indígenas que protagonizaron la historia reciente del país, esa imagen es un retroceso. Evoca las décadas en que las comunidades eran tratadas como amenaza interna. El uniforme que hoy luce Lara se parece demasiado al que entraba a las minas, a las aldeas y a las universidades con balas y no con diálogo. El poder que no escucha vuelve a uniformarse.

Un país en disputa

Bolivia es un país fracturado. La tensión entre regiones, entre clases, entre visiones de país, ha regresado con fuerza. El nuevo gobierno intenta mostrarse como moderado y pragmático, pero el tono del vicepresidente indica otra dirección. El discurso del orden se impone sobre el de la inclusión. La democracia vuelve a tener miedo de sus propios ciudadanos. En este escenario, Estados Unidos observa…

Trump tiene una visión clara del hemisferio. En su mapa geopolítico, Bolivia no es un socio ni un aliado: es una ficha. Un territorio con litio, gas y reservas de agua. Un país pequeño en poder militar pero grande en recursos estratégicos.

La imagen de un vicepresidente uniformado no pasa inadvertida en Washington. Habla de control interno, de estabilidad autoritaria y de un posible alineamiento con la agenda de seguridad continental que posiblemente busca frenar la influencia de China y Rusia en América del Sur.

La guerra invisible

La nueva política de seguridad en Bolivia se disfraza de modernización institucional. Pero detrás de ese discurso asoma la vieja doctrina del enemigo interno. Lara jura su cargo con uniforme porque necesita representar poder, porque el país carece de rumbo económico y porque el gobierno necesita mostrar firmeza ante una población agotada. No hay política social sin autoridad, repite el discurso oficial, pero en Bolivia esa frase tiene historia de sangre.

El verdadero desafío del nuevo gobierno no será mantener el orden sino reconstruir la confianza. Las comunidades originarias, los sindicatos mineros y los jóvenes urbanos no quieren guerra, quieren oportunidades. El riesgo es que el gobierno confunda silencio con paz. Los uniformes imponen silencio, pero no generan justicia. Cada vez que la autoridad decide vestirse de guerra, el pueblo recuerda que la democracia también puede morir de uniformidad.

El poder de la forma

Un uniforme no se elige al azar. Es una piel política. Lara se viste de verde olivo para mostrar que el poder civil puede mimetizarse con el poder armado. Para muchos ciudadanos ese gesto significa orgullo y disciplina. Para otros es una advertencia. En sociedades heridas por la violencia, la forma es fondo.

Y cuando el fondo es la incertidumbre, los símbolos se vuelven más peligrosos que las palabras. El nuevo gobierno tiene la oportunidad de demostrar que su promesa de estabilidad no significa represión. Pero la señal inaugural no es alentadora. Bolivia necesita modernidad, transparencia, educación y soberanía tecnológica, no un desfile militar en el Palacio Quemado.

El país requiere un liderazgo civil capaz de unir a una nación cansada de ser laboratorio de poder ajeno. El uniforme de Lara no simboliza unidad, sino mando.

Entre el pasado y el futuro

Los pueblos que han sufrido represión no olvidan los colores de quien los oprimió. Por eso, un vicepresidente vestido de militar no representa renovación sino nostalgia autoritaria. Bolivia tiene derecho a reinventarse, pero no bajo el peso de las botas. Cada generación debe elegir qué imagen quiere dejarle a la siguiente.

Si la primera imagen de un nuevo gobierno es un uniforme, la democracia comienza coja. El mundo mira con atención. Trump y los halcones de Washington ven en ese uniforme una señal de orden. Los pueblos latinoamericanos lo miran como una advertencia. El continente sabe lo que viene cuando los civiles se disfrazan de soldados. Bolivia puede resistir otra crisis económica, pero no otra crisis moral. La democracia no necesita uniforme, necesita conciencia.

Y la verdadera patria no se viste de guerra, se viste de pueblo…