El Imperio nunca desapareció, solo cambió de forma – Anónimo contemporáneo

Cuando los mapas dejaron de pintarse de rojo británico tras la Segunda Guerra Mundial, muchos creyeron que el Imperio había muerto. La India se independizó en 1947, África se liberó en los años sesenta y la Union Jack bajó de mástiles en medio planeta. Pero la desaparición fue un espejismo. Londres había diseñado otra forma de dominio, menos visible que los cañones y los barcos de guerra pero infinitamente más rentable.

La City de Londres se convirtió en el nuevo centro de gravedad. Banqueros, abogados y contadores trazaron un mapa distinto: el de los paraísos fiscales y jurisdicciones secretas. Mientras las antiguas colonias celebraban sus banderas, los flujos de riqueza seguían atrapados en una red que desembocaba en Londres. Bermudas, Islas Caimán, Gibraltar, Jersey o Guernsey dejaron de ser nombres exóticos y pasaron a ser nodos de un sistema financiero opaco que guardaba fortunas y las protegía de impuestos, controles y responsabilidades.

Lo que surgió fue una auténtica telaraña financiera. No había gobernadores coloniales ni ejércitos en uniforme pero sí contratos redactados en bufetes británicos, cuentas anónimas en bancos de la City y miles de sociedades pantalla. El viejo imperio territorial mutó en un imperio invisible donde la soberanía de los Estados se diluía frente al poder del capital móvil.

Hoy se estima que más del 30% de la riqueza offshore global está vinculada a esta red británica. Trillones de dólares se mueven cada año por estas rutas ocultas mientras países en desarrollo pierden más de 500.000 millones de USD en ingresos fiscales anuales. La desigualdad mundial no se entiende sin este sistema que privatiza beneficios y socializa pérdidas.

La telaraña no nació por accidente, fue la reinvención deliberada de un imperio que se negaba a morir.

La City de Londres, imperio dentro del imperio

La City de Londres es un territorio diminuto de apenas dos kilómetros cuadrados en el corazón de la capital británica. No es un barrio cualquiera: desde la Edad Media posee un estatuto especial que la convierte en una ciudad dentro de otra ciudad. Allí no manda el alcalde de Londres, sino la Corporation of London, una institución milenaria que mantiene autonomía frente al Parlamento y que decide sus propias reglas fiscales y de gobernanza.

En lo formal, la City reconoce la soberanía de la Corona. El monarca es jefe de Estado, pero en la práctica su poder se reduce a símbolos. Cada vez que el rey o la reina entran en este enclave, deben detenerse y pedir permiso al Lord Mayor of London, el representante ceremonial de la City. Esa tradición encarna lo esencial: la City obedece al trono en lo protocolar, pero actúa como un Estado financiero casi soberano en lo político y económico.

El verdadero poder no está en la Corona ni en la Corporación, sino en los bancos y corporaciones que dominan las elecciones internas. En la City, las empresas también votan. Multinacionales financieras eligen concejales con más peso que los escasos 10.000 residentes. De este modo, HSBC, Barclays, Lloyds y fondos globales deciden más que los ciudadanos de carne y hueso.

Las cifras revelan la magnitud de este enclave. En los años 90, la City gestionaba depósitos por más de 2 billones de USD; hoy la cifra supera los 10 billones. Allí se registran más de 1 millón de sociedades pantalla, muchas de ellas domiciliadas en apenas unas decenas de direcciones. Una sola oficina en Finchley Road llegó a albergar más de 25.000 compañías.

La City es el corazón del segundo imperio británico: pequeña en tamaño, gigantesca en poder, invisible en responsabilidad.

El final del imperio formal y el nacimiento del imperio financiero

Cuando la Segunda Guerra Mundial terminó, el Reino Unido estaba en bancarrota. Su deuda externa superaba el 250% del PIB en 1945, y el Tesoro dependía de préstamos estadounidenses para financiar la reconstrucción. El imperio colonial que había sostenido Londres durante siglos se derrumbaba a pasos acelerados. En 1947, la independencia de la India marcó el comienzo del fin y en menos de dos décadas más de 40 colonias africanas bajaron la bandera británica.

Sin ejércitos suficientes ni recursos para mantener su red global de bases, Londres eligió otra vía. Si el dominio territorial era insostenible, la alternativa era dominar el capital. Así nació el segundo imperio, uno que no necesitaba soldados sino contratos. En 1955 la City comenzó a operar el mercado del eurodólar, que permitió a bancos británicos gestionar depósitos en dólares fuera del alcance de la Reserva Federal. Esa innovación desató un flujo creciente de capital hacia Londres, incluso cuando la libra esterlina había dejado de ser la moneda mundial.

La transición fue deliberada. Documentos oficiales muestran que el Foreign Office y el Banco de Inglaterra alentaron a las colonias que se independizaban a mantener vínculos financieros con Londres. Al mismo tiempo la legislación británica dio forma a un marco legal que permitía crear sociedades opacas y transferir fortunas sin apenas controles. Los barcos mercantes dejaron de llevar té y algodón pero los bancos empezaron a mover miles de millones en divisas y acciones.

A finales de los años 60 mientras el imperio territorial quedaba reducido a islas dispersas, la City ya gestionaba cerca del 10% de las transacciones financieras internacionales, equivalentes a más de 500.000 millones de USD anuales de la época, una cifra descomunal para un país cuya economía real no llegaba al 4% del PIB global. El segundo imperio había nacido en silencio: era menos visible, más rentable y mucho más difícil de combatir. Londres ya no conquistaba territorios, conquistaba balances.

La ingeniería de la opacidad

El Reino Unido perdió colonias pero nunca abandonó los enclaves que consideraba estratégicos. En lugar de usarlos como bases militares, los transformó en piezas de un tablero financiero global. Las Islas Caimán, Bermudas, Jersey, Guernsey, Gibraltar y las Vírgenes Británicas pasaron a funcionar como nodos de un sistema paralelo al de la economía oficial. La fórmula era sencilla: ofrecer cero impuestos, confidencialidad total y trámites veloces a cambio de convertirse en depósitos de riqueza internacional.

La clave de este andamiaje legal fue el uso de trusts y fundaciones privadas. Un trust permitía que el dueño real de una fortuna desapareciera detrás de un administrador nominal. Así, un oligarca, un político corrupto o una multinacional podían mover cientos de millones sin dejar rastro. Las fundaciones, creadas para fines benéficos en el siglo XIX, fueron convertidas en bóvedas fiscales capaces de proteger fortunas familiares durante generaciones.

Los bufetes de abogados se especializaron en tejer esta opacidad. Maples and Calder en Caimán y Harneys en las Vírgenes Británicas manejaban decenas de miles de estructuras jurídicas al año. Contadores y auditores cerraban el círculo, dando apariencia de legalidad a operaciones que en cualquier otro lugar serían consideradas evasión fiscal o lavado.

Las cifras ilustran la magnitud. En las Islas Caimán existen más de 110.000 compañías activas para apenas 70.000 habitantes y los fondos registrados allí suman 6,3 billones de USD. En Jersey, una isla de apenas 100.000 personas, se administran activos por 1,7 billones de USD. Las Islas Vírgenes Británicas concentran más de 370.000 sociedades, muchas creadas en minutos a través de plataformas online.

La opacidad no fue un accidente, fue diseñada como un arma de dominación financiera. Donde antes había colonias productoras de algodón o té, ahora había colonias que producían secretos bancarios.

Los actores invisibles

Si en el primer imperio los protagonistas eran virreyes y generales, en el segundo fueron los banqueros y abogados de la City. Ellos no portaban uniformes ni espadas sino trajes grises y maletines. Sin levantar la voz, construyeron una maquinaria que opera bajo el radar pero que condiciona las finanzas del planeta.

Los bancos británicos, encabezados por Barclays, HSBC y Standard Chartered, se convirtieron en los nuevos colonizadores del capital. Administraban depósitos en dólares y euros que superaban con creces el tamaño de la propia economía británica. A su lado trabajaban bufetes legales como Maples and Calder en Caimán o Mourant en Jersey que gestionaban miles de trusts y fundaciones privadas. Cada contrato era un muro contra la transparencia: estructuras legales diseñadas para esconder la identidad de quienes controlaban los activos.

Las consultoras globales como KPMG, PwC, Deloitte y EY añadieron otra capa al sistema. Con oficinas en decenas de países podían articular estructuras fiscales que atravesaban varios continentes, siempre con una terminal en algún enclave británico. Eran los verdaderos arquitectos de la evasión capaces de mover fortunas con la frialdad de un ingeniero que diseña un puente.

La magnitud de la operación es difícil de asimilar. En 2022, la City de Londres alojaba más de un millón de sociedades pantalla muchas registradas en apenas unas direcciones que concentraban miles de empresas fantasma. Una oficina en Finchley Road, al norte de Londres, llegó a figurar como sede de más de 25.000 compañías.

No eran actores marginales ni oscuros intermediarios. Entre sus clientes estaban multinacionales como Apple, Glencore y BP, oligarcas rusos, príncipes del Golfo y políticos africanos. Todos encontraban en la telaraña británica un refugio seguro para su dinero. El poder ya no se medía en cañones sino en firmas estampadas en contratos invisibles.

La telaraña en acción

La telaraña británica no es una abstracción académica, es un mecanismo en uso permanente por las corporaciones más poderosas del mundo. Los documentos filtrados en los Paradise Papers y los Panama Papers mostraron con crudeza cómo multinacionales y bancos aprovecharon la arquitectura legal diseñada desde Londres y sus islas. El caso de Apple es ilustrativo: tras la presión de la Unión Europea para pagar impuestos en Irlanda, trasladó parte de su estructura fiscal a Jersey donde podía mantener miles de millones de USD libres de gravámenes.

Nike utilizó un esquema similar. Registró la propiedad intelectual de su famoso logo y de su marca en Bermudas cobrando regalías desde filiales en todo el mundo. El resultado era que la empresa pagaba tasas efectivas de apenas 2 o 3%, mientras sus ganancias reales superaban los 30.000 millones de USD anuales. Nada de eso habría sido posible sin la telaraña británica que ofrecía jurisdicciones opacas y un marco legal flexible.

El sector extractivo tampoco quedó fuera. Glencore, gigante minero con sede en Suiza pero vínculos directos con la City, usó filiales en Bermudas y Caimán para mover ingresos de minas africanas. Investigaciones periodísticas estiman que solo en cobre congoleño desvió cientos de millones de USD a cuentas offshore mientras el país productor quedaba con hospitales en ruinas y carreteras inexistentes.

Los bancos, por supuesto, jugaron de locales. HSBC estuvo en el centro de escándalos por facilitar la evasión de clientes millonarios a través de sus filiales en Suiza y las islas del Caribe. En 2015 se reveló que había permitido mover más de 100.000 millones de USD en cuentas opacas.

En total, se calcula que los circuitos vinculados a la red británica mueven más de 3 billones de USD cada año, una cifra superior al PIB combinado de América Latina. La telaraña no duerme, está activa en cada transferencia que busca desaparecer en la oscuridad fiscal.

Consecuencias globales

El funcionamiento de la telaraña británica tiene un precio inmenso que rara vez aparece en los balances oficiales. La evasión fiscal no es un simple tecnicismo: significa hospitales sin médicos, escuelas sin pupitres y carreteras nunca construidas. El FMI calcula que los países en desarrollo pierden más de 200.000 millones de USD en recaudación anual debido al uso de paraísos fiscales. Si se suman las economías avanzadas, la cifra global de pérdida fiscal asciende a más de 500.000 millones de USD cada año.

Las fortunas escondidas de dictadores y élites políticas han encontrado siempre un refugio seguro en esta red. El nigeriano Sani Abacha desvió al menos 5.000 millones de USD durante su mandato, muchos de ellos a cuentas en Jersey y Londres. En Zaire, Mobutu Sese Seko amasó una fortuna estimada en 4.000 millones de USD depositada en bancos vinculados a la City, mientras su pueblo sobrevivía con menos de un dólar al día. Casos similares se repiten con Mugabe en Zimbabue o con miembros de la familia real saudí, todos usuarios recurrentes de trusts británicos.

El impacto social es devastador. Según Oxfam, la evasión vinculada a paraísos fiscales priva a los sistemas de salud de países pobres de al menos 160.000 enfermeras al año. En educación, el dinero perdido sería suficiente para escolarizar a 124 millones de niños que hoy no van a la escuela. En África subsahariana las pérdidas fiscales equivalen al 6% del PIB regional, más de lo que se invierte en servicios básicos.

Lo más crudo es la desigualdad que este sistema refuerza. El 1% más rico del planeta concentra más de 45% de la riqueza global y gran parte de ese patrimonio está oculto en la telaraña británica. Los Estados recaudan menos, los ricos se blindan más y las mayorías pagan con precariedad y exclusión.

La resistencia y las grietas

El poder de la telaraña británica no ha pasado desapercibido. Periodistas, académicos y organismos internacionales han intentado levantar el velo que cubre este sistema. En 2016 la filtración de los Panama Papers expuso más de 11,5 millones de documentos, revelando cómo líderes y corporaciones usaban jurisdicciones británicas para mover dinero en secreto. Un año después los Paradise Papers agregaron otros 13,4 millones de archivos, señalando a multinacionales como Apple, Nike y Glencore. Estas investigaciones del ICIJ marcaron un antes y un después: por primera vez, la opinión pública vio la magnitud del entramado.

El trabajo de organizaciones como el Tax Justice Network puso cifras al escándalo. Según sus cálculos, la red británica concentra cerca del 40% del mercado global de servicios offshore, y en 2022 el valor total de riqueza escondida en este sistema alcanzaba los 11,3 billones de USD. Este dato impactó en organismos multilaterales, que empezaron a discutir medidas de control más estrictas.

El G20 y la OCDE promovieron iniciativas como el intercambio automático de información bancaria, adoptado por más de 100 países. También se impulsaron listas negras de paraísos fiscales. Sin embargo, las jurisdicciones vinculadas al Reino Unido rara vez aparecieron en esas listas, prueba de la capacidad británica para influir en la redacción de las reglas globales.

Frente a la presión, Londres ha sabido adaptarse. Introdujo registros de beneficiarios reales pero con vacíos legales que permiten mantener la opacidad. En 2021, la propia National Crime Agency reconoció que más de 100.000 propiedades en el Reino Unido tienen dueños ocultos a través de sociedades offshore.

Las grietas existen pero son pequeñas frente a la solidez de la telaraña. Cada regulación parcial es neutralizada por una nueva estructura legal, como si el sistema siempre estuviera un paso adelante.

Las cifras de la telaraña

La magnitud del segundo imperio británico no se mide en mapas ni en banderas sino en números. La telaraña es un imperio financiero invisible cuya fuerza se revela en estas cifras:

Riqueza global offshore → 11,3 billones USD

Vinculada directamente a territorios británicos → 3 billones USD

Líderes políticos y jefes de Estado implicados (Paradise Papers, Panama Papers) → 120

Sociedades pantalla activas en la City de Londres → 1.000.000+

Empresas registradas en Islas Vírgenes Británicas → 370.000

Fondos registrados en Islas Caimán → 6,3 billones USD

Activos administrados en Jersey → 1,7 billones USD

Pérdida fiscal global anual por evasión vinculada a la telaraña → 500.000 millones USD

Cada cifra equivale a hospitales no construidos, escuelas sin recursos y comunidades sin servicios básicos. La telaraña británica se alimenta de lo que el mundo pierde.

El imperio que nunca muere

El viejo imperio británico se pintaba en rojo sobre los mapas escolares. Era visible, tangible, reconocible. Ese imperio terminó de morir en la segunda mitad del siglo XX, pero lo que nació en su lugar fue más sofisticado y más difícil de combatir. La telaraña financiera tejida desde Londres y sus enclaves no necesita cañones ni barcos de guerra, solo contratos opacos y transferencias invisibles.

Hoy, más de 11 billones de USD circulan fuera del alcance de los Estados. El dinero que falta en hospitales de África, en escuelas de América Latina o en infraestructuras de Asia está escondido en bóvedas legales construidas en islas diminutas bajo la bendición de la City de Londres. No hay tropas ocupando territorios pero sí balances que vacían presupuestos públicos.

El segundo imperio británico no es un fantasma, es una realidad palpable que alimenta desigualdades globales y erosiona democracias. La pregunta que queda abierta es brutal: ¿puede el mundo quebrar una red que se reinventa con cada intento de regulación?

Kapuscinski escribió que “la pobreza no está escrita en la naturaleza, es obra de los hombres”. La telaraña británica es la prueba más clara de esa sentencia. Es un imperio que no necesita banderas porque gobierna con cifras. Y mientras la opacidad sea más rentable que la justicia, seguirá extendiendo sus hilos invisibles sobre el planeta.

Bibliografía
• Tax Justice Network. State of Tax Justice 2023.
• International Consortium of Investigative Journalists (ICIJ). Panama Papers y Paradise Papers.
• Oxfam. Tax Havens and Inequality Reports (2019-2023).
• FMI. Fiscal Monitor (2022).
• Gabriel Zucman. La riqueza oculta de las naciones. Fondo de Cultura Económica, 2015.
• Nicholas Shaxson. Treasure Islands: Tax Havens and the Men Who Stole the World. 2011.
• Ronen Palan, Richard Murphy y Christian Chavagneux. Tax Havens: How Globalization Really Works. 2010.