Dos lecturas atraviesan la historia reciente de Brasil: la de quienes ven en Lula da Silva a un hombre que se “vendió” al sistema, y la de quienes lo consideran prisionero de una estructura de poder tan férrea que no admite fisuras. Ambas visiones son incómodas, ambas están cargadas de verdad. En esa tensión se juega la vigencia de un líder obrero que llegó al Palacio de Planalto para transformar el país y terminó garantizando la prosperidad de los bancos, de la agroindustria y de las corporaciones transnacionales.

Brasil es un país-hacienda desde la colonia: concentración extrema de la tierra, elites agrarias ligadas al Estado, exportación de materias primas como motor económico y un campesinado condenado al despojo. El Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) simboliza la resistencia frente a ese orden, pero el poder de los latifundistas —articulado en la “bancada ruralista”— sigue siendo una de las columnas más sólidas del Congreso. Allí se define gran parte de la política brasileña: sin pactos con los grandes propietarios, ningún presidente logra sostenerse.

Lula entendió la lógica. Para llegar y permanecer en el poder, tejió un entramado de concesiones: tranquilizó a los bancos con disciplina fiscal, garantizó al agronegocio acceso a créditos blandos y subsidios, y distribuyó cuotas de poder al “centrão” parlamentario a cambio de apoyo. Ese equilibrio le permitió expandir políticas sociales inéditas —Bolsa Família, ProUni, créditos a pequeños emprendedores— que sacaron a millones de la pobreza. Pero al mismo tiempo dejó intactos los pilares de la desigualdad estructural.

De ahí surge la contradicción: el líder sindicalista que debía encarnar el quiebre con la oligarquía se convirtió en garante de la estabilidad que esa misma oligarquía exige. “Vendido”, dirán sus detractores, porque durante sus gobiernos los bancos batieron récords de ganancias y la agroindustria se consolidó como motor exportador. “Prisionero”, responderán otros, porque la historia reciente de América Latina muestra que a todo gobierno que osa desafiar de raíz los intereses terratenientes y financieros se le corta el camino: Zelaya en Honduras, Lugo en Paraguay, Evo en Bolivia, Dilma en Brasil.

Hoy, en su tercer mandato, Lula enfrenta un dilema todavía más áspero: presentarse al mundo como “campeón ambiental” en vísperas de la COP30, mientras dentro de sus fronteras el Cerrado y la Amazonía son devastados por la soja, el ganado y la caña para etanol. La contradicción es evidente: no puede ser líder climático sin desmontar el modelo extractivista que financia su propio superávit comercial. Y ese modelo depende de corporaciones como JBS, Amaggi o las transnacionales Cargill y Bunge, que exprimen el suelo brasileño en nombre de la competitividad global.

El drama de Lula es, en última instancia, el drama de Brasil: cómo romper un círculo histórico en el que la inclusión social solo se compra al precio de sostener la misma estructura que genera exclusión. El obrero metalúrgico que prometió democratizar el país llegó a gobernar un Estado que actúa como socio del latifundio. ¿Traidor o rehén? La respuesta no es sencilla. Lo que está claro es que, al asumir el precio de gobernar Brasil, Lula eligió habitar ese límite difuso en el que la esperanza de millones se mezcla con la persistencia de un sistema que todo lo fagocita.