Génesis histórica y proyecto de sustitución y aniquilación de la Nación Palestina bajo su doctrina de colonización permanente y eliminación

Contenido: Resumen, Introducción y capítulos 1 a 3

Este trabajo sostiene la tesis de que el Estado de Israel no ha perseguido la paz como horizonte estratégico en su relación con el pueblo palestino, sino que ha desplegado, desde la Nakba de 1948 hasta los acontecimientos más recientes de 2025, un proyecto de eliminación integral de lo que queda de Palestina como entidad política, cultural y territorial. Se argumenta que la lógica fundacional del Estado israelí —basada en el despojo violento, el desplazamiento forzoso y la imposición de una identidad nacional excluyente— no se limita a garantizar la seguridad de su población, sino que constituye un patrón estructural de expansión y de aniquilación del otro.

El análisis se apoya en el marco jurídico internacional, especialmente en el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas y en resoluciones como la 1514 (XV), la 2625 (XXV) y la 37/43 de la Asamblea General, que reconocen el derecho de los pueblos a la autodeterminación y legitiman la resistencia —incluida la lucha armada— frente a la dominación colonial, la ocupación extranjera y el éxodo forzoso. A la luz de este corpus normativo, la criminalización israelí de cualquier forma de resistencia palestina, incluso la protagonizada por niños y adolescentes que arrojan piedras contra tanques, revela una política de persecución colectiva incompatible con los principios del derecho internacional.

El ensayo examina asimismo cómo Israel fomentó en sus orígenes a Hamás como contrapeso a la OLP, favoreciendo la fragmentación política y territorial de Palestina para impedir la consolidación de un interlocutor nacional único. Esta estrategia se ha complementado con la expansión constante de asentamientos en Cisjordania, las agresiones sistemáticas contra agricultores palestinos y la quema impune de olivares, símbolos esenciales de la identidad y subsistencia del pueblo ocupado.

Los acontecimientos recientes (2023–2025) son analizados como la culminación de esta lógica. El ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023 fue instrumentalizado por el gobierno de Netanyahu como pretexto para acelerar una ofensiva de exterminio en Gaza, intensificar la ocupación definitiva de Cisjordania y liquidar tanto la resistencia armada como la política palestina. La agresión extraterritorial en Doha contra líderes de Hamás, los asesinatos selectivos mediante explosivos en Beirut contra la resistencia libanesa, el ataque a instalaciones mediáticas catalogadas de “terroristas” y el bombardeo en Túnez constituyen manifestaciones claras de terrorismo de Estado y de una doctrina de “seguridad preventiva” —el “por si acaso”— que extiende la violencia más allá de las fronteras reconocidas internacionalmente.

La investigación concluye que la política israelí no responde a un cálculo coyuntural, sino a una doctrina de eliminación final: la construcción de un Estado homogéneo sobre el borramiento del pueblo palestino. En este marco, cada palestino —y en particular cada niño, visto como “una bala futura”— es percibido como un enemigo existencial, lo que explica la normalización del encarcelamiento masivo, la represión política y la destrucción de las condiciones básicas de vida en los territorios ocupados. El caso palestino, al ser contrastado con otras experiencias históricas como la represión franquista al pueblo vasco o la criminalización de la juventud movilizada en Chile, permite iluminar el carácter excepcional y extremo de esta lógica: allí donde otros Estados autoritarios reprimieron, Israel despliega mecanismos de expulsión, exterminio y sustitución demográfica.

En suma, la evidencia histórica, jurídica y política analizada muestra que la estrategia israelí frente a Palestina no puede entenderse como una mera reacción defensiva a amenazas coyunturales, sino como parte de un proceso sostenido de colonización y aniquilación. Ello obliga a interpelar el sistema internacional y a reconsiderar el conflicto palestino–israelí desde la categoría de genocidio y de derecho a la resistencia, en fidelidad al espíritu fundacional de la Carta de las Naciones Unidas.

Introducción
La creación del Estado de Israel en 1948 ha sido presentada durante décadas como un acto de justicia histórica tras el Holocausto, una respuesta al sufrimiento de millones de judíos perseguidos en Europa y una supuesta garantía de seguridad futura. Sin embargo, esta narrativa, ampliamente difundida en Occidente, oculta un componente constitutivo del proceso: el despojo sistemático de la población árabe palestina, que se vio expulsada masivamente de su tierra ancestral en lo que la memoria colectiva palestina denomina la Nakba o catástrofe. En apenas un año, más de 700.000 personas fueron desplazadas, más de 400 aldeas destruidas o despobladas, y un nuevo Estado se erigió sobre los restos de otro que había sido negado en su derecho a existir.

La legitimidad de ese proceso ha sido objeto de un debate académico y político que atraviesa todo el derecho internacional contemporáneo. El preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas (1945) consagra como principio fundante “reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre y en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y de mujeres, y de las naciones grandes y pequeñas” (ONU, 1945). Sin embargo, el propio sistema internacional que proclamó tales principios avaló en 1947 la partición de Palestina sin el consentimiento de la mayoría de su población autóctona, generando una contradicción estructural entre el discurso del derecho a la autodeterminación y la práctica política de las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial.

A lo largo de más de siete décadas, la política israelí hacia los palestinos ha confirmado que la búsqueda de la paz nunca fue el horizonte estratégico. Las negociaciones de Oslo (1993), presentadas como la oportunidad histórica de reconciliación, terminaron siendo un mecanismo de administración del statu quo, mientras los asentamientos en Cisjordania crecían de forma exponencial y la Franja de Gaza quedaba reducida a un enclave asediado. Esta duplicidad se evidencia aún más en el presente: mientras se invoca la necesidad de seguridad frente a los ataques del 7 de octubre de 2023, se despliega una ofensiva militar que supera cualquier lógica defensiva y apunta a la devastación completa del tejido social, económico y cultural palestino.

El fenómeno trasciende con creces las fronteras de Gaza. En Cisjordania, la expansión de los asentamientos y las agresiones contra agricultores palestinos —incluida la quema impune de sus olivares— consolidan un proceso de desposesión cotidiana. En Líbano, los ataques aéreos y las operaciones de asesinato mediante explosivos en Beirut, dirigidos a cuadros de la resistencia, evidencian la dimensión extraterritorial del proyecto. En Siria, los bombardeos sistemáticos sobre infraestructura y objetivos militares desafían abiertamente la soberanía nacional. En Yemen, Israel ha golpeado puertos y aeropuertos bajo el pretexto de contener a los hutíes, en operaciones que se insertan en una estrategia regional de dominio. En Irán, la doctrina del “por si acaso” se tradujo en incursiones y asesinatos selectivos con apoyo estadounidense. Y en Túnez, incluso una flotilla con activistas internacionales fue blanco de un dron, mostrando que la categoría de “enemigo” se extiende sin límites geográficos.

La pregunta que orienta este trabajo es clara: ¿se trata de un conflicto con posibilidades de resolución negociada, o estamos frente a un proceso sistemático de eliminación de Palestina como entidad política y de los palestinos como pueblo? Para responderla, este ensayo desarrolla una estructura que articula distintos planos de análisis:

El marco jurídico internacional, que reconoce el derecho de los pueblos a la autodeterminación y a la resistencia frente a la ocupación y el éxodo forzoso.

El marco histórico y político, que demuestra cómo la fundación misma del Estado de Israel se asentó en el despojo de Palestina y cómo la instrumentalización de Hamás y la expansión de los asentamientos consolidaron la fragmentación y la ocupación.

El análisis de los acontecimientos recientes (2023–2025), en los que se evidencia la profundización de una doctrina de seguridad convertida en doctrina de exterminio, con manifestaciones que van desde la criminalización de la niñez palestina hasta la proyección de la violencia hacia Líbano, Siria, Yemen, Irán, Túnez y el propio Catar, poniendo en jaque la viabilidad de cualquier mediación internacional.

A partir de esta arquitectura, la investigación sostiene que el caso palestino encarna una de las expresiones contemporáneas más nítidas del fenómeno genocida en el marco de la sociedad internacional. El ensayo se propone demostrar esta tesis mediante un análisis que conjuga fuentes jurídicas, históricas, testimoniales y periodísticas, y que pone en cuestión la legitimidad misma del proyecto israelí al contrastarlo con los principios universales consagrados tras la Segunda Guerra Mundial.

1. Marco jurídico: el derecho a la resistencia frente a ocupación y éxodo forzoso

La discusión sobre la legitimidad del Estado de Israel y sus políticas hacia la población palestina no puede abordarse únicamente desde el prisma político o militar. Es imprescindible situarla en el marco del derecho internacional público, particularmente en torno al derecho a la autodeterminación de los pueblos y al reconocimiento de la resistencia frente a la tiranía, la opresión y la ocupación extranjera. Estos principios, formulados en los albores de las Naciones Unidas, no solo constituyen compromisos solemnes, sino que fueron diseñados como respuesta directa a las atrocidades cometidas durante la primera mitad del siglo XX, en especial al genocidio nazi. Sin embargo, la forma en que se configuró el Estado de Israel en 1948, y las políticas desplegadas desde entonces hasta la actualidad, ponen en jaque la coherencia y vigencia de tales principios.

1.1. El preámbulo de la Carta de la ONU y el principio de autodeterminación

El Preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas expresa de manera inequívoca la finalidad fundante del organismo:

“Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión” (Naciones Unidas, 1945, párr. 3).

Este acápite reconoce que la violación sistemática de los derechos humanos y la instauración de regímenes de tiranía y opresión conducen inevitablemente a la rebelión. No se trata, por tanto, de condenar la resistencia, sino de asumir que es un recurso legítimo cuando los pueblos son despojados de sus derechos más básicos.

En este sentido, el Preámbulo vincula directamente la protección de los derechos humanos con la prevención de la violencia, mostrando que el derecho internacional debe servir como contención frente al despotismo. La igualdad de derechos de “las naciones grandes y pequeñas” reafirma la centralidad del principio de autodeterminación, que se consolidará posteriormente en los Pactos Internacionales de 1966, donde se reconoce que todos los pueblos tienen derecho a determinar libremente su estatus político y a procurar su desarrollo económico, social y cultural (Naciones Unidas, 1966).

En el caso palestino, este principio ha sido reiteradamente negado o restringido, ya que la población originaria fue desplazada en 1948 y 1967, privada de su soberanía y sometida a un régimen de ocupación militar. La contradicción es evidente: el mismo sistema internacional que nació con el compromiso de evitar la opresión y el recurso a la rebelión, permitió y legitimó la creación de un Estado sobre las ruinas de otro pueblo, sin garantizar el respeto de sus derechos.

1.2. Resoluciones 1514 (XV), 2625 (XXV) y 37/43: la legitimidad de la lucha contra la dominación colonial y la ocupación extranjera

La Asamblea General de las Naciones Unidas desarrolló, en décadas posteriores a la fundación de la ONU, un cuerpo normativo que refuerza el derecho de los pueblos a la autodeterminación. Entre estas disposiciones destacan:

Resolución 1514 (XV), Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales (1960): proclamó que “todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación; en virtud de ese derecho determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural” (Naciones Unidas, 1960, art. 2). Asimismo, condenó cualquier forma de colonización y la privación de la soberanía de los pueblos.

Resolución 2625 (XXV), Declaración sobre los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados (1970): establece que ningún Estado puede “someter a dominación extranjera a los pueblos” y que quienes resisten legítimamente a la subyugación tienen derecho a recibir apoyo en su lucha.

Resolución 37/43 (1982): reafirma “la legitimidad de la lucha de los pueblos por la independencia, la integridad territorial, la unidad nacional y la liberación de la dominación colonial y extranjera y de la ocupación extranjera, por todos los medios disponibles, incluida la lucha armada” (Naciones Unidas, 1982, párr. 1).

Estas resoluciones consolidan la idea de que el derecho a la resistencia no es un privilegio discrecional sino una herramienta reconocida para pueblos privados de sus tierras o sometidos por fuerzas de ocupación. Aplicado al caso palestino, este marco implica que la resistencia —incluso en su dimensión armada— no puede ser reducida a “terrorismo” sin desvirtuar la letra y el espíritu del derecho internacional.

1.3. Rebelión y resistencia como derechos humanos colectivos reconocidos en el derecho internacional

La doctrina jurídica y la práctica de la ONU muestran que el derecho de los pueblos a resistir emerge como una salvaguarda frente a situaciones extremas de opresión. No se trata de un llamado a la violencia indiscriminada, sino de una válvula de escape legítima frente a la imposición de regímenes coloniales o de ocupación.

En la experiencia palestina, este derecho ha sido invocado por distintos movimientos políticos y sociales, desde la resistencia campesina contra la expulsión de 1948 hasta las intifadas y las manifestaciones juveniles en Gaza y Cisjordania. La criminalización de estas expresiones —sobre todo cuando se etiquetan como “terrorismo” a niños y adolescentes que arrojan piedras contra tanques— constituye una negación del derecho a la resistencia reconocido en el sistema internacional.

Este punto revela una tensión de fondo: si el derecho internacional reconoce que la rebelión contra la opresión es un último recurso legítimo, la estrategia israelí de identificar cualquier expresión de disenso palestino como terrorismo rompe con la arquitectura normativa de la ONU. Se produce, así, un choque entre el ideal jurídico de igualdad de los pueblos y la práctica concreta de un Estado que se ampara en el discurso de seguridad para justificar el despojo, la represión y la eliminación de un pueblo sometido.

2. Génesis del Estado de Israel y el despojo inicial (1948–1949)

La formación del Estado de Israel en 1948 no puede comprenderse únicamente como la respuesta a una tragedia humanitaria, sino como el desenlace de un proyecto político e ideológico de largo aliento: el sionismo, concebido desde finales del siglo XIX. Dicho proyecto se sostuvo en tres pilares complementarios: la articulación de un relato histórico-religioso sobre el “retorno a Sion”, el respaldo de potencias coloniales —principalmente el Imperio británico— y el apoyo de redes financieras y políticas internacionales vinculadas a la diáspora judía. La fundación del Estado israelí, lejos de representar un acto puro de autodeterminación, se produjo a costa del despojo y expulsión del pueblo palestino, un pueblo que había habitado la región durante siglos, con sus estructuras sociales, religiosas, económicas y culturales.

El derecho internacional, surgido con la Carta de las Naciones Unidas en 1945, había establecido principios que debían impedir precisamente ese tipo de imposiciones coloniales: el respeto a los derechos humanos, la igualdad de los pueblos grandes y pequeños, y la necesidad de garantizar un régimen de Derecho que evitara que los pueblos se vieran forzados a recurrir al “supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión” (Naciones Unidas, 1945). La contradicción entre estos compromisos fundacionales y el proceso que condujo a la partición de Palestina es el núcleo de la ilegitimidad que aquí se busca demostrar.

2.1. El mandato británico y la Declaración Balfour

El 2 de noviembre de 1917, en plena Primera Guerra Mundial, el ministro británico de Asuntos Exteriores Arthur James Balfour envió una carta a Lord Rothschild en la que afirmaba que:

“El Gobierno de Su Majestad ve con buenos ojos el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío, y usará sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo, quedando claramente entendido que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina” (Naciones Unidas, 1917/1945).

Este pronunciamiento —la conocida Declaración Balfour— fue incorporado al Mandato Británico sobre Palestina otorgado por la Sociedad de Naciones en 1922. En la práctica, significó que una potencia colonial se arrogaba el derecho de disponer de un territorio habitado en su mayoría por árabes palestinos, comprometiéndose al mismo tiempo con un movimiento político transnacional —el sionismo— que aspiraba a establecer allí un Estado exclusivo.

El Imperio británico utilizó su autoridad para facilitar la inmigración judía, proveer marcos legales para la adquisición de tierras por parte de instituciones como el Fondo Nacional Judío, y reprimir con violencia las resistencias palestinas (Morris, 2004). De este modo, Palestina se convirtió en un laboratorio de ingeniería colonial, donde la potencia mandataria utilizó el argumento de la “protección” y la “modernización” para legitimar el despojo.

2.2. La masacre de Deir Yassin y el terror como método fundacional

El 9 de abril de 1948, el pequeño pueblo palestino de Deir Yassin, con unos 600 habitantes, fue atacado por las milicias sionistas Irgun y Lehí (banda Stern). A pesar de haber firmado un pacto de no agresión con las comunidades judías cercanas, los habitantes fueron sorprendidos en un asalto que derivó en la masacre de más de un centenar de personas, entre ellas mujeres, niños y ancianos.

Los testimonios de sobrevivientes, así como los informes del delegado del Comité Internacional de la Cruz Roja, Jacques de Reynier, describen ejecuciones sumarias, mutilaciones y actos de terror destinados a sembrar el pánico (Pappé, 2006). El episodio no solo implicó una grave violación al derecho internacional humanitario, sino que además se convirtió en un instrumento de guerra psicológica: la noticia se propagó con rapidez en aldeas palestinas vecinas, provocando un éxodo masivo ante el temor de sufrir la misma suerte.

Este hecho se inscribe en el marco del Plan Dalet, elaborado por la Haganá en marzo de 1948, cuyo objetivo era asegurar el control territorial de las áreas asignadas al Estado judío y más allá de ellas, mediante la expulsión de poblaciones árabes. La masacre de Deir Yassin se erige entonces como un símbolo de la política de limpieza étnica, donde el terror dejó de ser un efecto colateral de la guerra para convertirse en un mecanismo deliberado de reconfiguración demográfica.

La estrategia contradice frontalmente el espíritu del acápite tercero del Preámbulo de la Carta de la ONU, que reconoce la rebelión contra la tiranía como recurso de último extremo. En lugar de respetar los derechos fundamentales de la población palestina, se instauró un clima de miedo y violencia destinado a justificar, a posteriori, la criminalización de cualquier resistencia como “terrorismo”.

2.3. La paradoja de la acogida: del refugio tras el Holocausto al desarraigo palestino

El proyecto sionista se consolidó en Palestina bajo una paradoja histórica: quienes llegaban huyendo de la barbarie nazi en Europa, buscando refugio y solidaridad, se instalaron en tierras habitadas por un pueblo que inicialmente los recibió en un marco de acogida humanitaria. Miles de sobrevivientes arribaron en barcos que cruzaban el Mediterráneo y el mar Negro, buscando un hogar donde reconstruir sus vidas. El episodio del barco Éxodo 1947, interceptado por las autoridades británicas con más de 4.500 refugiados a bordo, simboliza este momento histórico (Segev, 2000).

Palestina, antes de 1948, no era un vacío demográfico ni un “desierto sin pueblo”, como insistía cierta propaganda sionista. Era una nación constituida hacía siglos, con su propia moneda en distintos periodos, con ciudades como Jerusalén, Jaffa, Hebrón y Nablus, con estructuras sociales tradicionales y modernas, con una identidad cultural y política reconocible, y con un claro lugar en los mapas de la región.

Sin embargo, el relato del “retorno a Sion” operó como coartada para legitimar el asentamiento masivo y el proyecto de creación de un Estado nacional judío en Palestina. Como muestran los estudios históricos, el sionismo político consideró previamente otros territorios —incluido el plan de colonización en el sur de Argentina, en la Patagonia, así como proyectos en Uganda o Madagascar— antes de consolidar su decisión de establecerse en Palestina (Klich & Lesser, 1998). Que finalmente se optara por este territorio respondió tanto al respaldo británico en el marco del Mandato como a la potencia simbólica y religiosa de Jerusalén, lo que refuerza el carácter arbitrario y estratégico de la decisión.

La consecuencia fue devastadora: el pueblo palestino, que había ofrecido acogida a quienes huían de Europa, fue convertido en objeto de despojo y expulsión. El éxodo palestino de 1948, conocido como la Nakba, marcó el inicio de una diáspora que aún hoy persiste y que ejemplifica cómo el derecho al refugio puede ser instrumentalizado y revertido en su contrario, dando paso al desarraigo de quienes ya habitaban el territorio.

2.4. El nacimiento de Israel y la Nakba

El 14 de mayo de 1948, David Ben-Gurión proclamó el nacimiento del Estado de Israel sobre lo que era la Nación Palestina, constituida hacía siglos como tal, con su propia moneda, ciudades, cultura, forma de organización y claro lugar en el mapa. Fue un acto arbitrario, legitimado internacionalmente pero construido sobre la negación de otro pueblo.

Un día después, comenzó la guerra árabe-israelí. Durante el conflicto, las milicias judías —pronto transformadas en ejército estatal— aplicaron el Plan Dalet, que incluía la toma de aldeas, la expulsión de sus habitantes y la destrucción de viviendas. La masacre de Deir Yassin, en la que fueron asesinados más de cien civiles palestinos, funcionó como mecanismo de terror colectivo que precipitó la huida de decenas de miles de personas (Morris, 2004; Pappé, 2006).

El resultado fue la Nakba: la expulsión de aproximadamente 750.000 palestinos, la destrucción de más de 400 aldeas y la creación de una población refugiada que hasta hoy constituye el núcleo de la cuestión palestina (Khalidi, 1997). Este acto fundacional demostró que la viabilidad del proyecto israelí dependía, desde su origen, de la aniquilación y el vaciamiento del sujeto palestino, contradiciendo el derecho a la autodeterminación y a la protección contra la opresión proclamados en el derecho internacional.

Islamic University of Gaza (campus). Dominio público (autor: Ahmed Barood), vía Wikimedia Commons

3. Doctrina de seguridad o doctrina de expansión

3.1. De la guerra de 1948 a la ocupación de 1967

El período comprendido entre la proclamación del Estado de Israel en 1948 y la guerra de junio de 1967 constituye un momento decisivo para comprender la transformación del discurso de la “seguridad” en una estrategia de expansión territorial.

Tras la Nakba y la primera guerra árabe-israelí (1948–1949), el nuevo Estado israelí consolidó un control efectivo sobre un territorio más amplio que el asignado por la Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU, al anexar zonas que originalmente estaban destinadas al futuro Estado árabe palestino. Lejos de circunscribirse a la defensa de las fronteras establecidas por la partición, Israel avanzó sobre ciudades y aldeas, desplazando a cientos de miles de palestinos adicionales y generando un éxodo que amplió el número de refugiados.

En los años posteriores, se estableció un régimen militar sobre los palestinos que permanecieron en territorio israelí, limitando su libertad de movimiento, confiscando tierras y sometiéndolos a un sistema de permisos y controles (Pappé, 2006). La retórica oficial justificaba estas medidas como indispensables para garantizar la seguridad de un Estado joven rodeado de hostilidades. Sin embargo, los hechos mostraban una política orientada a apropiarse de más tierras y consolidar una mayoría demográfica judía.

La guerra de junio de 1967 profundizó esta lógica. En apenas seis días, Israel ocupó Cisjordania, Jerusalén Este, la Franja de Gaza, los Altos del Golán sirios y la península del Sinaí egipcia (Morris, 2001). El resultado fue la cuadruplicación del territorio bajo control israelí y la incorporación forzada de millones de palestinos y otros árabes bajo un régimen militar de ocupación. Esta expansión no se limitó a garantizar la seguridad: representó un salto cualitativo hacia la conquista y colonización de nuevos territorios, en abierta contradicción con el derecho internacional, que prohíbe la adquisición de territorio por la fuerza (Carta de la ONU, art. 2.4).

La ocupación de 1967 puso en evidencia la distancia entre la retórica de la seguridad y la realidad de un proyecto expansionista. La supuesta necesidad de autopreservación se tradujo en la ocupación de territorios estratégicos, en la construcción de asentamientos y en la aplicación de un régimen de excepción que restringía sistemáticamente los derechos de los palestinos y de otros pueblos árabes bajo control israelí.

Este proceso refuerza la tesis central de este ensayo: el discurso de la seguridad sirvió como cobertura para un proyecto de expansión y despojo, en el que el lenguaje de la amenaza existencial justificó políticas de carácter estructuralmente opresivo. La transición de 1948 a 1967 no fue un paréntesis defensivo, sino la confirmación de una orientación estratégica destinada a ampliar el control territorial y demográfico de Israel, aún a costa de vulnerar los principios fundamentales del derecho internacional.

3.2. Expansión territorial bajo la narrativa de defensa

Tras la ocupación de 1967, el Estado de Israel consolidó una política sistemática de asentamientos en los territorios conquistados. Esta estrategia fue presentada como un medio de garantizar la seguridad nacional frente a la hostilidad de los Estados árabes y las organizaciones palestinas, pero en la práctica representó un proceso de colonización planificada, con el objetivo de transformar de manera irreversible la geografía demográfica y política de la región.

La construcción de asentamientos como política de Estado

Aunque en los primeros años del mandato británico el sionismo había recurrido a la compra progresiva de tierras, después de 1967 la dinámica cambió radicalmente. El Estado israelí, a través de organismos oficiales como el Fondo Nacional Judío y el Fondo de Tierras de Israel, impulsó la creación de colonias agrícolas y urbanas en Cisjordania, Jerusalén Este y Gaza. Estas colonias no fueron el resultado de decisiones individuales dispersas, sino de un plan centralizado, en el que se destinaban recursos estatales, subsidios y protección militar para atraer a pobladores judíos.

De acuerdo con datos recopilados por B’Tselem, para fines de la década de 1970 ya existían decenas de asentamientos en Cisjordania y en Gaza, muchos de ellos ubicados en las zonas más fértiles y con acceso a los recursos hídricos fundamentales para la agricultura palestina (B’Tselem, 2017). Estos asentamientos fueron acompañados de la construcción de carreteras exclusivas para colonos, puestos militares y un sistema legal diferenciado que otorgaba privilegios a los habitantes judíos y restringía a los palestinos bajo la jurisdicción militar.

La narrativa de la “seguridad”

El discurso oficial israelí en torno a estos asentamientos se articuló sobre la noción de que el control del territorio era indispensable para la supervivencia del Estado. Los Altos del Golán, por ejemplo, fueron presentados como una barrera natural que impedía ataques sirios; Jerusalén Este, como una necesidad histórica y religiosa; y Cisjordania, como un espacio estratégico para impedir la supuesta infiltración de fuerzas hostiles.

Sin embargo, los documentos desclasificados y los testimonios de dirigentes israelíes muestran que, más allá de la retórica defensiva, existía un proyecto de expansión territorial y de consolidación de una mayoría demográfica judía (Shlaim, 2014). La seguridad se convirtió en un pretexto funcional para justificar políticas de anexión de facto y de colonización que, en la práctica, hicieron cada vez más inviable la creación de un Estado palestino.

Consecuencias para la población palestina

El costo humano y social de esta política fue enorme. La expansión de asentamientos supuso nuevas olas de desplazamiento, la destrucción de viviendas, la expropiación de tierras y la restricción del acceso al agua y a los recursos naturales. Los agricultores palestinos vieron cómo se incendiaban sus olivares —símbolo de arraigo y sustento económico— en episodios de violencia perpetrados muchas veces por colonos bajo la protección del ejército.

De esta manera, la política de seguridad se transformó en una práctica sistemática de ocupación y desposesión, que contradice abiertamente el artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas, que prohíbe el uso de la fuerza contra la integridad territorial de cualquier Estado. También entra en conflicto con la Resolución 242 del Consejo de Seguridad (1967), que exigió la retirada de las fuerzas israelíes de los territorios ocupados durante la guerra de junio, una disposición que nunca fue cumplida.

En síntesis, la fase posterior a 1967 confirma que el discurso de la seguridad fue utilizado como un instrumento de legitimación del expansionismo. Bajo la cobertura del temor a la aniquilación, Israel emprendió un proceso de colonización sistemática que buscaba impedir la materialización del derecho palestino a la autodeterminación. Así, la lógica defensiva se transformó en una estrategia ofensiva de largo plazo, profundizando la contradicción entre el orden jurídico internacional proclamado en 1945 y la realidad impuesta sobre el terreno en Palestina y en los territorios vecinos ocupados.

3.3. Seguridad como pretexto para la colonización permanente

La retórica de la seguridad se ha convertido en el eje vertebrador de la política israelí en los territorios ocupados desde 1967. Bajo este discurso, cada medida de control, cada confiscación de tierras y cada asentamiento se justifican como imprescindibles para garantizar la supervivencia del Estado. Sin embargo, el examen de la práctica demuestra que la seguridad ha operado como un pretexto legitimador de una colonización prolongada y planificada, destinada a transformar de manera irreversible el mapa político y demográfico de Palestina.

En primer lugar, la institucionalización de un régimen de excepción permanente permitió a Israel imponer un marco jurídico dual: mientras los colonos judíos quedaron bajo jurisdicción civil israelí, los palestinos fueron sometidos a órdenes militares que regulaban todos los aspectos de su vida cotidiana, desde la movilidad hasta la educación o el acceso a la tierra. Esta dualidad configuró lo que numerosos juristas han descrito como un apartheid legal, en abierta contradicción con el derecho internacional humanitario (Kretzmer, 2002).

En segundo término, los asentamientos fueron presentados como “barreras de seguridad”, pero su localización revela un diseño estratégico: se erigieron en colinas dominantes, sobre tierras agrícolas fértiles y en torno a acuíferos vitales. Más que prevenir ataques, su propósito fue garantizar el control de recursos y la fragmentación territorial palestina. El argumento defensivo permitió así que la colonización se presentara como protección, cuando en realidad se trataba de una política de expansión irreversible (B’Tselem, 2017).

Un tercer componente de esta doctrina fue la política del control preventivo. El ejemplo paradigmático es el muro de separación iniciado en 2002. Justificado como medida contra atentados, no siguió la Línea Verde internacionalmente reconocida, sino que se adentró en Cisjordania, anexando de facto cerca del 10 % del territorio palestino. El dictamen consultivo de la Corte Internacional de Justicia (2004) declaró que el muro violaba el derecho internacional, al consolidar anexiones y afectar gravemente la vida de los palestinos. Pese a ello, Israel continuó su construcción, demostrando que el argumento de la seguridad era lo suficientemente maleable para neutralizar condenas internacionales.

Finalmente, la noción de seguridad se proyectó más allá de los territorios ocupados. Bajo la doctrina de las “amenazas potenciales”, Israel emprendió operaciones militares en países como Líbano, Siria, Irak, Irán o Túnez, extendiendo la lógica de colonización interna hacia un expansionismo regional. La seguridad se transformó en una coartada para violar la soberanía de otros Estados y eliminar selectivamente a líderes o infraestructuras consideradas hostiles.

En conjunto, estos elementos muestran que la seguridad no es un fin en sí mismo, sino un dispositivo discursivo que legitima la colonización permanente. El Cuarto Convenio de Ginebra (1949) prohíbe expresamente la transferencia de población civil de la potencia ocupante hacia los territorios ocupados (art. 49), pero esta prohibición ha sido sistemáticamente ignorada bajo la cobertura del lenguaje de defensa. El resultado es un proceso de despojo estructural, prolongado durante décadas, que se presenta como necesidad vital de un Estado, cuando en realidad constituye la consolidación de un proyecto colonial y expansionista.

Gaza International Airport (ISS017-E-5230). Dominio público (NASA/JSC), vía Wikimedia Commons