Antes del alba, una luz sin cielo abre la costra del concreto. En Tel al-Hawa, una casa familiar cae como si se hubiera quedado sin huesos: varios mueren al instante, otros quedan atrapados bajo losas de sala y cocina. Los rescatistas pican con martillos y manos, porque la maquinaria pesada no entra y las explosiones cercanas no dan tregua. En la calle, una mujer llama a sus hijos por sus nombres. Nadie contesta. No olvidar a los que siguen abajo.

No fue el único golpe. Desde el amanecer y a lo largo del día, decenas de ataques aéreos y de artillería golpearon barrios de Ciudad de Gaza, Jan Yunis, Rafah y Deir al-Balah. Hacia la noche, los hospitales reportaban decenas de muertos solo hoy: “al menos 52 desde el alba” contabilizó WAFA, con cuerpos repartidos entre Al-Shifa, el Baptista, Al-Hilal (Tel al-Hawa), Al-Aqsa y Nasser. Al Jazeera cifró “al menos 53” en su directo vespertino a medida que seguían los estallidos, incluido fuego desde lanchas. La AP había contado 32 (12 niños) el día anterior, cuando el bombardeo se intensificó sobre Ciudad de Gaza; hoy, la curva volvió a subir.

Edificios residenciales enteros cayeron en cadena cuando Israel aceleró la demolición en Ciudad de Gaza con el objetivo —admitido en off y en on por autoridades israelíes— de forzar la salida de quienes resisten y “tomar” el último bastión urbano. Reuters informó que al menos 30 bloques fueron arrasados y miles huyeron sin dirección. Desde el mar se escucharon descargas; sobre los escombros quedaron zapatos, leche en polvo rajada, fotos dobladas, cacerolas ennegrecidas.

En Palestina Stadium, en Al-Remal, tiendas de desplazados ardieron tras un ataque nocturno: cuatro muertos y varios heridos, niños incluidos. En Deir al-Balah, un dron reventó otra carpa de familias, con seis fallecidos entre mujeres y menores. Rafah volvió a ver fuego sobre gente que esperaba ayuda: cuatro muertos. El patrón se repite: vulnerables en fila, y el impacto.

El agua es una línea rota. La OMS advierte en su actualización del 10 de septiembre que la desnutrición se acelera y que la capacidad hospitalaria está exhausta; en julio y agosto murieron por hambre centenares, decenas solo en las últimas jornadas. UNICEF y OCHA describen que la producción de agua está devastada y que la gente sobrevive con 3–5 litros al día, cuando el mínimo de emergencia son 15. La infraestructura hídrica —pozos, tuberías, unidades de desalación— está rota; cualquier corte de combustible apaga bombas, plantas y generadores hospitalarios. Médicos en Nasser avisan: otra oleada de heridos y los tanques vacíos. Las incubadoras siempre en el precipicio.

Comer también es azar. Con el cerco y los golpes, cocinas comunitarias han cerrado y centros de distribución han sido alcanzados en meses recientes; hoy, al avanzar la tarde, las colas para un plato se cortaron por sirenas y polvo. La falta de harina y gas vuelve a dejar barrios sin pan. Nadie ignora ya la ecuación: “flor, fuego y miedo” para sostener una olla.

A esta hora, personas siguen bajo sus edificios colapsados. No hay luz estable, las comunicaciones fallan y los corredores humanitarios no abren con regularidad. Los equipos de defensa civil —con combustible racionado— cavan y escuchan. A ratos, el hueco respira. A ratos, se apaga.

Cisjordania, el mismo día
Mientras tanto, en la Cisjordania ocupada, la vida cotidiana también se encoge. Redadas nocturnas y diurnas en Hebrón, Nablus, Belén, Tulkarem y Ramala dejan decenas de detenidos —al menos 15 hoy en una sola barrida—, un joven herido por fuego en el campo de Tulkarem, una escuela asaltada en Belén y asentados entrando a Deir Jarir bajo cobertura militar. Los checkpoints abren y cierran como un pulso caprichoso, frenando ambulancias y el reparto de alimentos.

La prisa y el plan
Benjamín Netanyahu apremia. Mientras Doha convoca una cumbre árabe-islámica por el ataque israelí en Qatar, y Washington recalibra su discurso público, Israel acelera su operación para vaciar y tomar Ciudad de Gaza. Gobiernos y organizaciones hablan de “genocidio”, “colonización”, “depuración”; Israel lo niega y alega autodefensa. En el terreno, la velocidad de la destrucción es una decisión política: “hacerlo rápido, demolerlo todo”, apagar agua, comida, medicinas y combustible para quebrar a la población mientras el mundo discute. Miles se han ido; miles no tienen a dónde.

El sentido último se lee en las salas: “nos quedan horas de diésel”, “no alcanzan los analgésicos”, “llevamos tres cesáreas con linternas”. La OMS y el CICR —que ya en su análisis público de esta semana y en meses anteriores advirtieron el colapso sanitario— insisten en lo básico: proteger hospitales y personal, dejar entrar combustible y suministros, garantizar acceso. Cada incubadora que se apaga es una sentencia. Cada sótano que no se abre a tiempo, un registro de nombres ausentes.

Bajo el edificio de Tel al-Hawa todavía hay gente. Este párrafo existe para no olvidarlos: los que golpean desde adentro, los que se quedan sin aire, la señora que susurra los nombres; los vecinos que sostienen el silencio para oír un golpecito. Afuera, la ciudad se va quedando sin pan, sin agua y sin sitios a dónde volver. Aquí seguimos nombrando.