5 de agosto 2025, El Espectador
Un buen perdedor es consciente de los errores y tiene capacidad de autocrítica; sabe que pedir perdón y perdonar enaltece y allana el camino para una posible reconciliación. Pero el perdedor que profiere amenazas y coge a puños psicológicos la verdad, pierde dos veces.
Por su parte, el buen ganador obra con respeto y sin triunfalismos, con serenidad, firmeza y humildad.
Quienes estos 13 años estuvimos fuera del estrado judicial –pero habitamos el mismo país que ha generado 9 millones de víctimas y ha enterrado 6402 jóvenes inocentes con el falso INRI de ser guerrilleros– tenemos la obligación de aprender algo del juicio contra el expresidente Álvaro Uribe. Aprender, por ejemplo, que por más oscura que alguien tenga el alma y por más poder que ejerza, la verdad y la justicia terminan abriéndose paso; que la vida no es un hueco insalvable ni un laberinto sin salida; que hay personas valientes y comprometidas con el triunfo de la verdad, del honor y la memoria. Aprender que la constancia paga, que los principios se defienden más allá de los riesgos, y que nadie puede andar mintiendo por ahí y ordenando atrocidades y quedar impune.
Respaldo el valor de Iván Cepeda, de su familia y su equipo de abogados. Aplaudo sus palabras y sus silencios en medio de las peores adversidades; su paciencia insólita, y esa fortaleza tan suya, de pie en medio del vendaval, como un roble humano. ¡Qué lecciones de ecuanimidad su actitud durante el proceso y sus reacciones frente a la sentencia! Ni un gesto de altanería, de suficiencia o de regocijo por la derrota del acusado. Emoción positiva sí –toda, me imagino– por el triunfo de la verdad y por lo que significa el fallo para quienes han padecido durante años y velorios la arbitrariedad, la ilegalidad y la patanería de un nefasto estilo de hacer política, de cobrar venganzas, de sembrar el miedo como semillas de dolor.
Iván Cepeda ejerce todas las aristas de la coherencia entre lo que es, lo que piensa y lo que hace; y es también un espíritu libertario, siempre comprometido con los más vulnerados; rompe los moldes, no se parece a nadie más que a él mismo; es un maestro sin pupitre, un defensor sin espada, una fortaleza sin murallas, un dirigente que no grita ni descalifica ni impone.
Respaldo y admiro el coraje de la juez Sandra Liliana Heredia, el rigor de su trabajo y la coraza de razón, argumentos y testimonios que fue construyendo día por día, hoja tras hoja, para resistir los embates del acusado más poderoso de Colombia, y lograr que la verdad saliera a flote.
Encuentro válido que Álvaro Uribe cumpla los 12 años de privación de libertad en su casa. Nunca he creído –ni con él ni con nadie– en el valor resocializador de las prisiones, lugares casi todos deprimentes, donde es habitual que se perfeccionen las técnicas delictivas, se recicle el odio y se resetee la capacidad de venganza. Sé que hay excepciones, pero en general las cárceles no vuelven mejores a los convictos, ni creo que la sociedad esté más a salvo con Uribe –o con un exguerrillero– metido en una celda. La sociedad estará más tranquila si todas las partes que han tenido que ver con nuestras 7 décadas de violencia –Uribe incluido– reconocen (reconocemos) los errores, y se instauran modelos de una convivencia proclive a la reconciliación; y si renunciamos a la manía de fracturarnos los unos a los otros, como si fuéramos a la vez piedra y vidrio roto en mil pedazos.
La peor sanción para el señor Uribe no es que no pueda salir de sus potreros en Llano grande; la peor sanción para Uribe y el mayor reconocimiento para las víctimas, es que ya 50 millones de colombianos sabemos la verdad.













