Ayer en Buenos Aires y en varias ciudades de Argentina y del mundo se movilizaron miles de personas en respuesta a una jornada internacional de repudio a la ofensiva ocupante en Gaza. Este hecho, el de responder a una marcha o convocatoria masiva con un fin específico, implica un contacto con otros que están vivos, es rodearse mayoritariamente de personas desconocidas entre las que no hace falta explicar absolutamente nada ni exponer razones ni motivos. Entre la multitud se cierne un consenso. Si “humanidad” fuera un verbo, probablemente ese sería su accionar.
Y entonces existen personas que deciden asistir, estar ahí, que buscan unirse y ser muchas y que no tienen ninguna duda de lo que denuncian. Existen también las personas y gobiernos que no solo justifican un genocidio, sino que además lo alientan, patrocinan y disfrutan ser crueles, pero existen, además, quienes ante todo lo anterior no ven ni reconocen la crueldad.
A la conocida y frágil premisa que reza que “lo que no se nombra no existe” le han entrado todas las balas y ya no se sostiene, era sabido que algún día iba a pasar y está sucediendo. Digamos que desde 1948 llevamos décadas asistiendo al nombramiento de cosas que no existen y a la existencia de cosas que no se nombran, pero estas últimas se han hecho tan irrebatibles y escandalosas que empezaron a nombrarse, a mostrarse, a gritarse, a inocularse en los ojos de absolutamente todo el mundo y, sin embargo, hay quienes, inmutables e imperturbables ante todo lo nombrado y mostrado –que ya ronda el dolor insoportable– eligen la invisibilidad de lo evidente.
¿Qué pasa por el pensamiento de alguien que aun viendo elige no ver? ¿Cuánto más hace falta mostrar y demostrar para que sea visto y evidente ese hecho que se muestra? ¿Qué mecanismos son los que operan en quien normaliza el hecho de acabar con la vida de otro? ¿Sobre qué se sostiene el hecho de seguir justificando o apoyando a la parte perpetradora de la crueldad? ¿Qué sucede con el acontecimiento extraordinario que no se reconoce como tal? ¿Qué pasa con el ser humano que ante la crueldad no experimenta un mínimo de desconcierto o perplejidad?
Nombremos hechos existentes: acabar con toda la infraestructura de Gaza, exterminar sistemáticamente a una población entera incluidos 18000 niños y matar de hambre a los que no han podido aniquilar, o secuestrar y torturar personas para luego arrojarlas vivas desde un avión al Rio de La Plata o al mar o, por orden paramilitar decapitar a un campesino en la plaza pública de cualquier pueblo de Colombia y luego jugar al futbol con su cabeza ¿No deberían estos hechos, mínimamente, causar algo de escozor? Para muchas personas no, porque admitir la crueldad en esos hechos para quien se resiste a hacerlo supone una molestia al ego, la incómoda sensación de desdecirse y enfrentar la cobardía que les significa el tener que cambiar de opinión. Hay millones de personas que eligen no conmoverse ante la deshumanización absoluta del otro porque no pueden admitirse a sí mismas, que se han equivocado, convertidos en seres irreflexivos, sin posibilidad de pensar.
El sujeto ideal de los exterminios de otros seres humanos no son los fervorosos perpetradores de crímenes de lesa humanidad y tampoco los sectores que insistentemente los denuncian y exigen el cese de hostilidades, sino el individuo para el que la diferencia entre exterminar personas o no hacerlo, no existe, el sujeto para el que morir o ser exterminado significa exactamente lo mismo. La erosión completa del ser.
Miles de personas se movilizaron y lo seguirán haciendo, y si a pesar de ver toda esta crueldad todavía hay un lugar en el que duele el otro, entonces será la señal de que no estamos perdidos. Mientras haya un humano que se preocupe y se conmueva por el dolor de otro humano desconocido, tendrá sentido seguir habitando, por lo menos un rato más, este lugar.













