México lo tiene todo, menos el control. Sus recursos son oro para otros, miseria para los suyos. Lo saquearon ayer con cruces, hoy lo hacen con contratos.
El siglo XIX comenzó con México celebrando su libertad pero aún cavando para otros. La bandera ondeaba en los pueblos pero los contratos mineros hablaban inglés y francés. El oro, la plata y el cobre siguieron saliendo por los mismos puertos, con nuevos nombres pero la misma lógica colonial.
Esta segunda parte aborda la traición económica posterior a la independencia, el surgimiento de nuevas élites extractivas y cómo el siglo XIX mexicano lejos de ser un tiempo de soberaníafue la consolidación de un modelo de dependencia aún más sofisticado.
4 – 1700 a 1800
Más plata, más muerte, más silencio
El siglo XVIII no trajo redención, trajo eficiencia. Con las reformas borbónicas España reorganizó el aparato colonial como si fuera una empresa minera global, las decisiones ya no se tomaban por costumbre, se tomaban por cálculo. La meta era clara: extraer más, gastar menos, controlar todo y México era el botín principal.
La plata siguió siendo el centro del modelo pero ahora con mayor control fiscal y mayor castigo para quien intentara resistirse. La Corona exigía el Quinto Real, el impuesto que le garantizaba el 20 por ciento de todo el metal extraído y al mismo tiempo otorgaba títulos de nobleza, tierras y privilegios a los criollos que sirvieran al modelo extractivo. Era la economía de la muerte, disfrazada de civilización.
Las minas de Chihuahua, Durango, Guanajuato, Zacatecas, San Luis Potosí y Sonora funcionaban sin descanso. Cientos de miles de indígenas eran trasladados por estaciones enteras para cumplir cuotas de producción. Las autoridades coloniales controlaban los censos, los repartos y las deudas. Los pueblos originarios quedaron atrapados en un sistema del que no se podía escapar, si no morías en la mina, morías por el camino o por no pagar.
La Iglesia bendecía cada nueva veta descubierta, se fundaban parroquias donde antes había cerros sagrados, se imponían santos donde antes había dioses, las cruces eran plantadas sobre huesos y las campanas se fundían con cobre indígena. El perdón divino siempre costaba un diezmo. La obediencia, la lengua.
En 1761, una rebelión marcó el siglo
Jacinto Canek, maya de nacimiento, organizó un levantamiento en Valladolid (hoy Morelia) exigiendo el fin del tributo y la libertad de su pueblo. Fue capturado, torturado, y finalmente descuartizado en público. Su cabeza fue colgada como advertencia, su nombre fue borrado de los registros coloniales pero no de la memoria.
Los mayas no fueron los únicos. En el norte los yaquis fueron perseguidos sin descanso. Los tarahumaras resistieron desde la Sierra Madre hasta que las misiones los quebraron por hambre y balas. Los pueblos originarios del centro de México vivían encerrados en “repúblicas de indios”, bajo vigilancia permanente, sin acceso a justicia ni propiedad, no eran ciudadanos, eran mano de obra sujeta a evangelización y castigo.
Y mientras todo eso ocurría, México producía entre el 60 y el 70 por ciento de la plata mundial. En este siglo se extrajeron más de 1.500 toneladas de plata, con un valor actual que supera los 30 mil millones de dólares. Esa riqueza pagó guerras en Europa, decoró palacios, sostuvo a la nobleza española y sostuvo las finanzas del Vaticano. Pero en México no construyó ni un hospital indígena, ni una escuela pública, ni un canal de riego.
También se extrajeron toneladas de cobre, estaño y mercurio, como parte de la infraestructura minera del virreinato. Se estima que el saqueo adicional de estos recursos durante el siglo XVIII equivale a más de 400 millones de dólares actuales, sin contar los cultivos forzados de añil, tabaco, algodón, sal y caña de azúcar que abastecían la economía colonial desde Chiapas, Veracruz, Oaxaca y el norte mesoamericano.
Pero lo más grave no fue lo que se llevaron, fue lo que dejaron: pueblos arrasados, lenguas criminalizadas, culturas en ruinas. Lo indígena pasó de ser una civilización milenaria a una categoría de servidumbre. Lo que no pudieron exterminar con la espada, lo destruyeron con leyes.
La Real Cédula de 1776 reforzó la centralización del poder colonial. La educación indígena fue prohibida, las tierras comunales comenzaron a ser despojadas, las lenguas originarias fueron perseguidas como obstáculo para la evangelización, el náhuatl, el maya, el zapoteco, el mixteco y el otomí fueron arrinconados en patios, huertos, susurros y cuevas.
Así terminó el siglo: con las minas reventadas, los pueblos bajo vigilancia, la plata viajando a Cádiz y a Roma y los indígenas borrados del mapa político. A los pocos que quedaban con memoria se les exigía olvido. A los que pedían tierra, se les ofrecía misa. A los que resistían, se les cortaba la lengua. Y todo esto, otra vez, en nombre del Rey y de Dios.
4B – Jacinto Canek: el que no aceptó la esclavitud
En 1761, en pleno auge del saqueo borbónico, un joven maya dijo basta. Su nombre era Jacinto Canek y no fue un rebelde, fue un libertador. Nació en el pueblo indígena de San Francisco Cisteil, cerca de Valladolid (Yucatán). Su nombre original era José Jacinto Uc de los Santos, pero adoptó el nombre Canek como gesto de dignidad, recordando a los antiguos linajes mayas que gobernaban antes de la invasión española.
De joven fue admitido en el colegio franciscano de Mérida, uno de los pocos espacios donde los indígenas podían estudiar. Aprendió latín, historia, religión, conoció la lengua del opresor pero no se dejó domesticar, fue expulsado por insubordinado. Volvió a su tierra, sabiendo que la educación que ofrecía la colonia no era para liberar, sino para someter.
Años más tarde, cansado del tributo obligatorio, del maltrato español y del despojo sistemático a su pueblo, organizó una rebelión junto a cientos de mayas que vivían bajo la bota del Virreinato. El levantamiento comenzó el 20 de noviembre de 1761 en Cisteil. Allí proclamó la libertad de su gente, quemó imágenes católicas, expulsó a los españoles del pueblo y fue proclamado por sus seguidores como rey de los mayas.
No lo hizo solo, lo acompañaban líderes comunitarios, campesinos y antiguos rezadores que aún conservaban la memoria de los dioses mayas. El grito no fue religioso, fue político. Canek exigía el fin del tributo, el derecho a la tierra y el reconocimiento de los pueblos originarios como libres. En apenas tres días, su rebelión encendió la alarma en todo Yucatán, los españoles respondieron con brutalidad.
El 25 de noviembre el ejército colonial lo rodeó en Cisteil. Tenía armas artesanales, lanzas, piedras, ellos tenían cañones. La masacre fue total, más de 500 mayas fueron asesinados en el acto. Canek fue capturado, arrastrado hasta Mérida, sometido a un juicio sin defensa y ejecutado el 14 de diciembre de 1761. Le cortaron la lengua, lo torturaron y luego lo descuartizaron en la plaza pública. Su cabeza fue clavada en una pica como advertencia, su torso expuesto, sus extremidades enviadas a diferentes pueblos como amenaza.Un mensaje brutal: así mueren los que se atreven a querer libertad.
Pero no murió, Jacinto Canek se multiplicó, se convirtió en símbolo eterno de la resistencia maya, en inspiración del futuro movimiento indígena yucateco y en uno de los héroes más invisibilizados por la historia oficial mexicana.
Los que lo asesinaron no fueron delincuentes, fueron las autoridades coloniales, bajo órdenes directas del poder español. Lo mataron por rebelarse, por exigir dignidad, por hablar náhuatl y maya, por no inclinar la cabeza. Lo mataron porque encarnaba algo que el Virreinato no podía tolerar: un indígena culto, insurrecto y sin miedo.
La historia de México lo relegó a una nota marginal pero hoy vuelve a escribirse su nombre con la tinta de la verdad. No fue un agitador, fue un mártir. No fue un hereje, fue un patriota y mientras exista una injusticia contra los pueblos originarios, Jacinto Canek seguirá vivo.
5 – 1800 a 1900
Independencia política, continuidad económica del saqueo
En 1821 México declaró su independencia pero los pueblos originarios no fueron liberados. Cambió la bandera, no cambió el modelo. Las minas, las tierras, las leyes y las estructuras de poder siguieron en manos de élites criollas que no tenían ningún interés en devolver nada. La Corona se fue pero el despojo quedó.
Los indígenas no recibieron ciudadanía, ni justicia, ni perdón. Las tierras que antes eran de propiedad colectiva fueron privatizadas. Los títulos coloniales se convirtieron en escrituras y la República nació como propiedad de unos pocos.
Durante todo el siglo XIX las grandes minas de oro y plata siguieron funcionando a plena capacidad pero ahora en manos de compañías inglesas, francesas, y más adelante, estadounidenses. El nuevo Estado mexicano, endeudado y débil, ofrecía concesiones a cambio de inversiones. Se hablaba de “progreso” pero en realidad se vendía el país.
El saqueo se legalizó bajo la forma de contratos, las empresas extranjeras no necesitaban arcabuces ni virreyes, les bastaba con embajadores, ingenieros y políticos comprados. El pueblo no importaba, el indígena era un estorbo, los mismos pueblos que habían sobrevivido a los siglos de la colonia, ahora eran desplazados por hacendados o explotados en minas modernizadas, bajo condiciones que apenas eran distintas a las del virreinato.
La minería de plata se mantuvo como eje económico pero se sumó la extracción de oro, plomo, zinc y minerales industriales para abastecer a la naciente industria europea. Se estima que entre 1800 y 1900 se extrajeron más de 2.000 toneladas combinadas de plata y oro. Solo esa riqueza tendría hoy un valor superior a los 35 mil millones de dólares.
Entre las principales regiones saqueadas estuvieron Guanajuato, Zacatecas, Chihuahua, San Luis Potosí, Durango, Hidalgo y Sonora. A ello se sumaron los nuevos corredores mineros en el norte donde ya operaban empresas británicas como The Real del Monte Company y más tarde firmas de Estados Unidos que construyeron túneles, ferrocarriles y cementerios.
Los pueblos originarios siguieron siendo criminalizados. Si se organizaban, eran acusados de bandoleros. Si reclamaban sus tierras, eran tratados como salvajes. Si hablaban su idioma, eran ignorados por el sistema judicial. La constitución de 1857 no los mencionó, las leyes agrarias los borraron y la historia nacional los convirtió en pasado decorativo.
La Guerra de Reforma no trajo reforma para ellos, la invasión francesa no los defendió y el Segundo Imperio solo reforzó el control sobre las regiones mineras estratégicas.
En los últimos 30 años del siglo, con Porfirio Díaz en el poder, el saqueo alcanzó otro nivel. Se entregaron miles de hectáreas a manos extranjeras, se consolidaron latifundios, se militarizaron zonas indígenas bajo la excusa del orden y las comunidades originales fueron expulsadas a punta de decreto o bala. Los yaquis fueron exterminados sistemáticamente, muchos fueron deportados a Yucatán como esclavos agrícolas, otros murieron defendiendo ríos y montañas. Los mayas fueron controlados con alianzas forzadas y los pueblos del centro fueron convertidos en jornaleros sin salario.
Todo esto mientras México exportaba millones de dólares en metales, madera, añil, algodón y materias primas. Todo esto mientras se construían ferrocarriles al norte para facilitar el saqueo. Todo esto mientras los libros escolares hablaban de civilización y mientras el Estado hablaba de nación pero sin indígenas.
En 1884 se aprobó el Código Minero de México, que facilitaba la propiedad privada sobre el subsuelo a manos extranjeras. Fue una ley hecha a la medida del saqueador. A los dueños de siempre no les bastaba con la superficie, querían también lo que había debajo y lo consiguieron.
Así terminó el siglo: con un Estado centralizado, un pueblo expulsado, un territorio en venta y una élite que celebraba el “progreso” desde París, mientras los pueblos originarios de México seguían muriendo en silencio.
El siglo XX irrumpió con pólvora revolucionaria pero también con los mismos intereses sobre el petróleo, los metales y la tierra. Las banderas cambiaban pero las minas seguían firmando contratos con firmas extranjeras.
Esta tercera parte se sumerge en el México contemporáneo: desde la expropiación petrolera de Cárdenas hasta el modelo neoliberal de los 90, pasando por los TLC, los megaproyectos extractivos y la paradoja actual de ser un país rico en recursos pero con millones en la pobreza.
Fue el siglo del desencanto económico. El siglo XIX le dio a México himnos, héroes y repúblicas pero le quitó soberanía. Le dejó ferrocarriles que no eran suyos, concesiones que duraban cien años y mineras que hablaban en otro idioma. Fue el siglo del desencanto económico, el tiempo en que el país creyó ser libre pero firmó su entrega en letra, perdón.













