19 de agosto 2023, El Espectador

Cuando uno escribe o lee una columna, es poque aun cree en el valor de las palabras. Entonces lo invito a conversar, con un café, en la sala de espera de un aeropuerto, o en la banca del parque. Y pensemos en alguien que haya muerto por culpa de la violencia: un raspachín o un cura, un soldado o un candidato presidencial; un guerrillero, el ladrón de motos o una maestra de escuela. Pensemos en una vida que se haya perdido por la furia de un disparo; un campesino sin nombre, roto entre la humedad de una fosa común; o alguien que es velado con el toque de Diana y tres días de banderas a media asta. ¿Estamos de acuerdo en que a ninguno de ellos deberían haberle silenciado la vida? Cuénteme –si quiere– si usted ha dicho a los cuatro vientos que las segundas oportunidades demuestran que una sociedad decidió no suicidarse y aceptó no ser la dueña del Juicio Final.

Dígame si usted –como yo– siente que ha fracasado cuando matan a su amigo o a su adversario, al hermano o al desconocido, y dígame, por favor, si usted (así lo acusen de ser otro iluso que atraviesa el espejo de Alicia) piensa que todavía estamos a tiempo y exige el destierro definitivo de los discursos de odio, el rechazo a las falsas supremacías de “los buenos somos más” como si inocente fuera todo aquel que no ha empuñado un arma, así se dedique a darle portazos a la equidad y a fracturar derechos y futuros.

Dígame si usted piensa que la indiferencia es un delito no tipificado; y que, si Dios existe, la discriminación es un grito contra Él y una flagrante prueba de ignorancia.

Conversemos, y le diré qué pienso de la locura que hemos vivido desde que llegamos al mundo; no importa su edad ni la mía, le garantizo que a ninguno de los dos nos ha tocado un país en paz, y sin embargo no hemos hecho lo suficiente para que la violencia no sea destino, impronta y nudo ciego que amarre a Colombia; nos cuesta reconocerlo pero usted y yo y miles como nosotros no hemos sabido contrarrestar el peso y el paso larvado de la costumbre, las fórmulas que alimentan la exclusión y las columnas de humo que asfixian el camino a la reconciliación.

Hablemos… algo podremos hacer para que ejercer la democracia no cueste la vida, y la consideración no sea una palabra prescrita ni proscrita por el cansancio y el rencor.

Hablemos… hace 36 años mataron a Luis Carlos Galán, 8 meses después a Carlos Pizarro y la semana pasada murió de tres tiros Miguel Uribe Turbay. Tres hombres presidenciables llegaron demasiado jóvenes al pabellón de los muertos insignes del Cementerio Central; un buffet de intereses creados terminará por reventar la conciencia y la paciencia, y no podemos permitir que a los muertos los maten dos veces: una por las balas y otra por el oportunismo. Necesitamos que sean la verdad y la bondad y no la política y los agravios, las que rescaten los abrazos pendientes.

Preguntémonos cuál es la devastadora idiotez a la que juegan los poderosos de hoy (los libres y los convictos) y quién les dio el derecho de estigmatizar y recoger banderas como si la verdad de vivos y muertos no importara y la honra y el verdadero legado (no el distorsionado) no sea un patrimonio de la dignidad personal y colectiva.

Hablemos… por favor y por urgencia.

Punto. A María Carolina Hoyos Turbay y a toda la familia de Solidaridad por Colombia, mis respetos y mi cariño. Admiro su fortaleza, su corazón habitado por una infinita generosidad y por la vocación de trabajar por un país sin abismos. Su tristeza sin discursos ni revanchas nos ha mostrado una vez más que ustedes están hechos de una entereza inquebrantable y de un amor valiente, un amor solidario.

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