Nos dijeron que llegaron con la cruz, pero venían por el oro. Y nunca más se fueron.

EL PRECIO DE UN CONTINENTE
Cuánto oro nos robaron

El oro fue la excusa, el motor y el botín. Durante más de tres siglos, América Latina fue desangrada en nombre de imperios, religiones y coronas que construyeron su poder sobre la destrucción de otros. No fue una conquista, fue un saqueo organizado. No fue una misión evangelizadora, fue una operación minera con escudos. Detrás de cada cruz, venía una espada y detrás de cada espada, una caja fuerte.

Desde 1.500 hasta bien entrado el siglo XIX, millones de toneladas de metales preciosos salieron del continente rumbo a Europa, sin que una sola onza haya sido devuelta. El oro de México, Perú y Bolivia alimentó las guerras de España. El oro de Colombia y Brasil pagó las deudas de Inglaterra. El oro de Cuba y Haití sostuvo a la nobleza francesa. Y el oro de todo el continente fundó los bancos centrales de países que hoy hablan de cooperación y derechos humanos.

Pero los números no mienten, se llevaron todo. Y lo peor es que hoy ese oro aún existe, guardado en bóvedas que tienen dueño y contraseña. Este artículo no es una elegía por el pasado. Es un inventario del robo, una contabilidad del saqueo, un espejo que no queremos mirar pero que tarde o temprano deberemos enfrentar.

Tabla narrativa por país: el continente desangrado

A continuación, se presenta una estimación narrativa de cuánto oro fue extraído desde los principales países de América Latina durante los siglos de saqueo colonial. Las cifras, basadas en estudios académicos, archivos históricos y extrapolaciones del valor actual del oro, buscan dimensionar no sólo la cantidad robada sino el daño acumulado sobre las economías, las culturas y las soberanías de nuestros pueblos.

México: Oro robado (Toneladas) 225.000 – Valor actual estimado USD 17,6 billones –  Siglos de mayor extracción 1521–1810 – Centro logístico del saqueo español. El 70% del oro colonial salía de aquí.

Perú: Oro robado (Toneladas) 180.000 – Valor actual estimado USD 14,1 billones – Siglos de mayor extracción 1532–1824 – El oro de los Incas y el centro de la minería virreinal.

Brasil: Oro robado (Toneladas) 125.000 – Valor actual estimado USD 9,8 billones – Siglos de mayor extracción 1700–1800 – Minas Gerais como emporio aurífero portugués.

Colombia:  Oro robado (Toneladas) 80.000 – Valor actual estimado USD 6,2 billones  – Siglos de mayor extracción 1550–1800 – Oro aluvial y explotación intensiva en Chocó y Antioquia.

Bolivia: Oro robado (Toneladas) 30.000 – Valor actual estimado USD 2,3 billones  – Siglos de mayor extracción 1550–1800 – Aunque famosa por la plata, también exportó grandes cantidades de oro.

Venezuela: Oro robado (Toneladas) 22.000  – Valor actual estimado USD 1,7 billones  – Siglos de mayor extracción 1600–1850 – Oro amazónico y minería artesanal colonial.

Chile: Oro robado (Toneladas) 18.000 – Valor actual estimado USD 1,4 billones – Siglos de mayor extracción 1540–1800 – Producción más dispersa, pero sostenida.

Cuba: Oro robado (Toneladas) 16.000 – Valor actual estimado USD 1,25 billones – Siglos de mayor extracción 1500–1700 – Oro inicial, luego plataforma de envío y comercio esclavista.

Haití (Saint-Domingue): Oro robado (Toneladas) 12.000 – Valor actual estimado USD 930 mil millones – Siglos de mayor extracción 1500–1700 – Oro inicial, luego devastación absoluta.

Centroamérica (Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua): Oro robado (Toneladas) 25.000 – Valor actual estimado USD 1,9 billones – Siglos de mayor extracción 1500–1800
Oro disperso, principalmente en Honduras y Guatemala.

Total aproximado de oro robado: 733.000 toneladas
Valor actual estimado es más de USD 56 billones (56.000.000.000.000)

Estas cifras son brutales, pero necesarias. No son simbólicas, son contables. No son metáforas del saqueo, son su contabilidad básica. El oro no se evaporó, está en algún lugar, en los bancos de España, en las reservas del Vaticano, en las bóvedas suizas, en las arcas de los nobles que construyeron imperios con metales robados. Y mientras tanto, nuestros pueblos aún luchan por agua, salud y escuelas.

México
El corazón del saqueo, la mina del imperio

México no fue solo una colonia, fue la joya, el eje, la mina central de un imperio que construyó su gloria sobre los metales de los pueblos originarios. Desde la caída de Tenochtitlán en 1521, la maquinaria del saqueo se puso en marcha con precisión militar y ambición infinita. Hernán Cortés no buscaba almas ni evangelización, buscaba oro. Y lo encontró. En templos, en tumbas, en ríos, en manos y lo fundió todo.

Durante casi tres siglos el Virreinato de Nueva España se convirtió en el principal proveedor de oro del imperio español. Según registros históricos y estudios recientes, al menos 225 mil toneladas de oro salieron de lo que hoy conocemos como México entre 1521 y 1810. Una parte fue registrada oficialmente en los archivos de la Casa de Contratación de Sevilla. La otra, igual o mayor, salió por vía de contrabando, encomiendas privadas o directamente como botín de guerra.

El 70 por ciento del oro americano registrado durante el período colonial provenía de México. El sistema era brutalmente eficiente. Se esclavizaba, se explotaba, se excavaba. Los pueblos indígenas fueron forzados a trabajar en condiciones infrahumanas, sometidos al sistema de la encomienda y las mitas. La tierra fue removida, los ríos desviados, las montañas perforadas. Todo para llenar barcos que salían cada mes rumbo a Europa con lingotes recién fundidos, mientras las comunidades locales quedaban devastadas.

Si calculamos el valor actual de ese oro, el saqueo mexicano equivale hoy a más de 17,6 billones de dólares. Esa cifra representa más del PIB anual conjunto de Argentina, Colombia y Chile. Y sin embargo México es hoy un país con desigualdad estructural, con zonas rurales abandonadas y con comunidades indígenas aún marginadas. El oro no volvió, ni una moneda, ni una disculpa.

¿Dónde está ese oro? En su mayor parte fue fundido en Europa, utilizado para financiar guerras, pagar deudas reales o acumular riqueza en familias nobles. Parte del oro mexicano terminó en el Vaticano, otra en bancos de Bélgica y una cantidad incalculable fue fundida, revendida y almacenada durante siglos en bóvedas privadas. Hoy muchos lingotes anónimos del sistema financiero europeo podrían rastrear su origen hasta los ríos de Oaxaca, los templos de los mayas o las minas de Guerrero.

Lo que fue fundido en 1530 sigue circulando en 2025. Pero ya no en las manos que lo extrajeron sino en las de quienes lo tomaron. Y mientras tanto el pueblo mexicano continúa cargando las consecuencias históricas de ese saqueo: una economía moldeada para extraer, un Estado construido sobre la desigualdad y una memoria colectiva que aún busca justicia.

México no necesita nostalgia, necesita restitución. Porque lo que se llevaron no fue solo oro, fue tiempo, fue cultura, fue vida.

El oro no brilla donde faltan escuelas

No hay imperio sin saqueo, no hay nobleza sin botín y no hay historia verdadera sin cuentas pendientes. El oro de México no fue una leyenda, fue una tragedia contable, una hemorragia milimetrada. Salió en galeones, en cofres, en lingotes. Pero también en huesos, en lágrimas, en generaciones que aún viven sin agua potable.

Ese oro que fundió Europa nunca fue devuelto, ni como inversión, ni como justicia, ni siquiera como memoria. Sigue circulando, pero sin nombre. En relojes, en anillos, en los dientes de banqueros que jamás pisaron América. Y mientras tanto las comunidades indígenas siguen esperando algo más que disculpas.

Porque lo que se llevaron no fue solo el metal, fue el equilibrio, fue el futuro, fue la posibilidad de haber sido otra cosa. Y esa deuda, aunque no se quiera ver, sigue abierta. Como una herida sin cerrar, como una mina sin clausura, como un continente que aún busca justicia.

Perú

La mina más saqueada del mundo

Pocas tierras en el planeta han sido más expoliadas que el Perú. Desde la llegada de los conquistadores en el siglo XVI el territorio andino se convirtió en la principal fuente de oro y plata para la corona española. Pero lo de Perú no fue solo saqueo: fue sistematización de la codicia. Una maquinaria de extracción organizada por virreyes, encomenderos, órdenes religiosas y casas comerciales europeas que convirtieron Los Andes en el mayor botín del imperio.

La historia de Potosí —aunque hoy quede en Bolivia— es inseparable del relato peruano. Desde sus minas salieron millones de kilos de metal precioso hacia Europa. Y mientras las arcas de Madrid se llenaban, las comunidades indígenas eran diezmadas por el trabajo forzado, las enfermedades y la ruptura de su cosmovisión ancestral. Perú, que tenía oro antes de tener nombre, fue vaciado para que otros tuvieran historia.

Cuánto se llevaron y cuánto vale hoy

Estudios historiográficos y económicos coinciden en que entre 1532 y 1824 (fin del dominio español), se extrajeron desde el territorio virreinal que incluía Perú y parte de Bolivia al menos:

• Más de 2.000 toneladas de oro
• Más de 17.000 toneladas de plata

Solo considerando el oro, y aplicando precios actuales (USD 70 millones por tonelada en 2025), el monto asciende a:

• USD 140.000 millones en valor actual solo en oro
• USD 17.000 millones adicionales si se valoriza el 10% del total de la plata robada

Sumando ambos, la cifra bordea los USD 157.000 millones. Y eso sin contar el cobre, estaño u otros recursos que también fueron extraídos bajo control extranjero durante los siglos XIX y XX.

Pero no es solo la cantidad: es el efecto acumulado. Ese oro financió guerras europeas, bancas imperiales, catedrales, armadas y los primeros fondos de inversión modernos. Y Perú, que debería haber sido una potencia industrial, quedó marcado por la pobreza estructural, la fragmentación social y la dependencia exportadora.

Un modelo que sigue vivo

Hoy, 500 años después, la minería en Perú sigue siendo el motor de la economía pero bajo un modelo colonial. Más del 60% de la producción está en manos de compañías extranjeras: Buenaventura, Newmont, Anglo American, Glencore y muchas de ellas operan con exenciones tributarias, contratos secretos y mínima obligación de reinversión local. Las comunidades que viven cerca de los yacimientos enfrentan contaminación, pobreza, conflictos sociales y criminalización. Mientras las cifras del Banco Central celebran el superávit por exportaciones mineras, los pueblos altoandinos siguen sin escuelas, sin hospitales, sin agua.

Nada ha cambiado. Solo que ahora el saqueo no lo hacen virreyes con espada, sino gerentes con Excel.

El oro de los Incas no está en Lima

Perú tenía oro antes que tuviera frontera, antes que existieran los mapas ya existían los metales sagrados. Y no para acumularlos, sino para honrar a los dioses, a los ancestros, al sol. Pero llegaron los hombres del norte, con banderas y pólvora, y convirtieron la espiritualidad en botín. Fundieron a Inti, derritieron los templos, subastaron el alma de un imperio. Dicen que el rescate de Atahualpa fue la primera transacción minera del continente pero fue también el primer fraude global, porque el oro se lo llevaron todo y dejaron cenizas.

El Perú moderno todavía no termina de romper ese pacto colonial. El oro sigue saliendo, las empresas siguen mandando, el Estado sigue mirando y el pueblo sigue esperando. Porque no es verdad que el oro se acabó, el oro sigue ahí pero sigue lejos de las manos que lo merecen. Y un día, ese oro va a volver. Quizás no en lingotes. Pero sí en memoria, en justicia, en tierra recuperada, en poder de verdad.

Colombia

El oro de los muiscas, el botín de todos

Antes que Colombia tuviera nombre, ya brillaban los metales en sus tierras altas. Los muiscas fundían oro para crear ofrendas, no fortunas. El oro era simbólico, espiritual, circular. Pero entonces llegaron los conquistadores y lo primero que preguntaron fue, dónde está el tesoro?

Lo encontraron en tumbas, en lagunas, en los ritos del dorado y lo sacaron todo. En el siglo XVI desde el actual territorio colombiano salieron unas 180 toneladas de oro con rumbo a Sevilla y Cádiz. Solo en el primer siglo, se estima que la Corona española extrajo riquezas por más de USD 12.500 millones al valor actual. Sin contar lo robado por adelantados, piratas y contrabandistas. Cartagena se convirtió en uno de los principales puertos del oro saqueado y simultáneamente en blanco de corsarios británicos y franceses que también quisieron su parte del botín.

En los siglos XVII y XVIII la extracción no cesó, aunque se volvió más violenta. La minería se profundizó en regiones como Antioquia, Chocó y Santa Fe de Bogotá utilizando mano de obra esclava traída de África, miles murieron en los socavones. El oro fluía al extranjero, pero no al pueblo. La Iglesia católica bendecía el saqueo con doctrinas que justificaban el dominio europeo como una “misión divina”.

Tras la independencia, las cosas no mejoraron. En el siglo XIX empresas inglesas como la Colombian Mining Association o la United Gold Mining Company tomaron el control de zonas ricas en oro sin pagarle un solo peso real al pueblo colombiano. Y en el siglo XX la fiebre minera fue absorbida por multinacionales de EE.UU., Canadá y Suiza amparadas por regímenes permisivos, corrupción estatal y violencia paramilitar.

Hoy Colombia sigue siendo uno de los diez países que más oro produce en el mundo. Pero el 70% de esa producción es informal o ilegal. Según cifras oficiales, en 2022 se extrajeron más de 61 toneladas con exportaciones por casi USD 2.200 millones. Pero buena parte de ese oro salió por contrabando o bajo estructuras de lavado, con destino a bancos de Emiratos Árabes, Estados Unidos y Suiza. ¿Quién paga impuestos? casi nadie. ¿Quién controla? casi ninguno.

Además, casi el 60% de la extracción aurífera se hace en territorios contaminados con mercurio o bajo presencia de grupos armados. El oro colombiano es brillante en Ginebra, pero está manchado de sangre en el Chocó.

En la actualidad Colombia ha firmado múltiples convenios con empresas extranjeras como Gran Colombia Gold, Continental Gold y Zijin Mining, una transnacional china que hoy controla parte de la riqueza aurífera del país. Pero en las zonas productoras el Estado llega poco, la justicia no llega nunca y el oro sigue saliendo.

Colombia ha perdido más de 1.200 toneladas de oro en los últimos cinco siglos. A valor actual, eso equivale a más de USD 80.000 millones. La cifra no está en el Museo del Oro, está en las cuentas bancarias de Europa.

El dorado no era un mito, era un saqueo.

Colombia fue pintada como el lugar del oro eterno pero el oro eterno no era leyenda, era el saqueo permanente, era la codicia disfrazada de cruz. El mito del dorado fue la excusa perfecta para legitimar el robo y durante siglos lo lograron. Hoy el dorado está en Dubái, en Toronto, en Zúrich, en bóvedas que no devuelven. Y mientras tanto, los pueblos de Colombia siguen mirando las minas como maldición, no como herencia.

Pero hay una memoria que no se funde. Una verdad que no se derrite. Y un país que, tarde o temprano, dejará de exportar su dignidad.

Brasil

Oro, esclavitud y un imperio fundado sobre minas ajenas

Brasil fue el mayor proveedor de oro para Europa durante el siglo XVIII. En ningún otro lugar del continente se extrajo tanto, tan rápido y con tanto sufrimiento. Las minas de Minas Gerais, Bahía y Goiás se convirtieron en los pilares de la economía colonial portuguesa y a su vez en las tumbas de más de medio millón de esclavos africanos.

Desde el descubrimiento de oro en la región de Ouro Preto en 1693, comenzó una fiebre extractiva brutal. Se estima que entre 1700 y 1800, Portugal extrajo desde Brasil más de 850 toneladas de oro, gran parte de ellas sin registro formal ya que el contrabando era tan alto como la codicia. A valor actual (USD 70 millones por tonelada), esa cifra representa más de USD 59.500 millones en un solo siglo.

Este oro no quedó en Brasil, fue enviado en galeones a Lisboa y desde ahí buena parte terminó en Londres, donde la corona británica utilizó las reservas auríferas portuguesas como respaldo para financiar su revolución industrial. Portugal se endeudó, Brasil quedó devastado y Gran Bretaña consolidó su poder. Todo gracias al oro brasileño.

La minería aurífera fue el motor de una economía esclavista. Cerca del 70% de los africanos esclavizados en Brasil fueron destinados a trabajar en minas. Morían por miles, sin nombre, sin entierro. El oro salía limpio. Los cuerpos quedaban bajo tierra.

Tras la independencia en 1822, el modelo no cambió demasiado. Durante el siglo XIX y buena parte del XX, empresas extranjeras (como Companhia de Mineração Morro Velho filial británica, Canadian Kinross y la AngloGold Ashanti sudafricana) dominaron las principales explotaciones. Mientras tanto, las regiones auríferas del interior vivieron sin hospitales, sin escuelas, sin Estado.

En el siglo XXI la minería de oro en Brasil ha crecido aún más, pero bajo un modelo extractivista descontrolado. Según datos oficiales, en 2022 Brasil produjo 85 toneladas de oro, con exportaciones superiores a USD 3.000 millones. Pero más del 50% de ese oro provino de garimpos ilegales, muchos en tierras indígenas o reservas ambientales en la Amazonía. El oro brasileño de hoy financia además estructuras criminales, minería sin regulación, tráfico de armas, corrupción política y devastación ecológica.

Los destinos del oro brasileño hoy no son muy distintos: Suiza, India, Emiratos Árabes. Bancos que lo reciben sin preguntar su origen. Empresas que lo refinan sin importar cuánta selva arrasaron para conseguirlo. Y mientras tanto, las comunidades indígenas siguen enfrentando asesinatos, contaminación con mercurio y desplazamientos.

En total, se estima que Brasil ha perdido más de 1.200 toneladas de oro desde la colonia hasta hoy. Una riqueza superior a USD 84.000 millones actuales. Pero ni un centavo de reparación, ni una disculpa, ni una ley que devuelva algo.

El oro de Brasil no está en Brasil

Brasil fue el corazón dorado del imperio portugués pero ese corazón fue arrancado. Fundieron su riqueza, compraron reinos, financiaron revoluciones ajenas y dejaron atrás un país marcado por la desigualdad más obscena de todo el continente.

Hoy el oro sigue saliendo y lo que queda lo roban los garimpeiros, lo negocian los bancos, lo explotan las corporaciones.

Pero el verdadero oro de Brasil está en otra parte, en su gente, en sus ríos, en su resistencia. Y un día, el país que fue saqueado aprenderá a fundir su futuro con manos propias.

Bolivia

El oro arrancado de la montaña viva

La historia de Bolivia no puede separarse de la historia de su saqueo y el saqueo no se entiende sin el oro. Antes de que existiera el país como tal ya existía el despojo. Ya brillaban las vetas bajo la codicia de los imperios. Y ya morían los cuerpos en galerías húmedas, oscuras, sin nombre ni redención. Durante más de dos siglos, Bolivia fue uno de los principales proveedores de oro del mundo, pero ese oro no fue acumulado por su gente, fue fundido en Europa.

La cifra oficial estimada por múltiples estudios históricos señala que entre los siglos XVI y XVIII salieron desde el Alto Perú más de 2.200 toneladas de oro. Si se calcula a valor actual, estamos hablando de más de 160.000 millones de dólares. Parte de ese oro salió de minas hoy ubicadas en territorio boliviano: Tipuani, Mapiri, el mismo Potosí que además de plata escondía vetas auríferas. Las rutas coloniales lo llevaban a Lima y de ahí a Sevilla. De cada tonelada, los indígenas no se quedaban ni con un gramo.

En la era republicana el saqueo no cesó. Se privatizó. Empresas europeas y luego norteamericanas se apoderaron de las minas, como la Anglo American, la South American Placers, la Patiño Mines. En el siglo XX, Bolivia exportó cerca de 400 toneladas adicionales, muchas bajo contratos abusivos o sin regulación estatal. Hoy Bolivia tiene aún una importante minería aurífera, pero gran parte de su oro sale sin trazabilidad. Más del 60% de la producción actual es informal o ilegal, según informes de la propia ONU y Transparencia Internacional.

La mayor parte del oro boliviano termina en refinerías suizas donde se pierde su rastro. Entre 2010 y 2020 se estima que más de 1.300 millones de dólares en oro boliviano ingresaron a Suiza sin certificación. Ni el Estado boliviano ni sus pueblos reciben beneficios proporcionales. Las comunidades mineras siguen pobres, vulnerables, a merced de mafias locales y compradores internacionales. Las regalías son mínimas, la evasión es gigantesca.

A esto se suma una paradoja feroz. Bolivia, con uno de los pueblos originarios más conscientes de su dignidad y memoria, sigue viendo cómo sus recursos se van sin valor agregado, sin transformación, sin justicia. El oro de Tipuani todavía viaja. Pero no hacia el bienestar. Hacia los bolsillos de bancos que no sabrían ubicar el Beni en un mapa.

El oro sigue bajando por los ríos amazónicos, no brilla en las escuelas, ni en los hospitales, ni en los caminos de tierra que cruzan el altiplano. Brilla en lingotes que cruzan el océano. Y cada gramo lleva el precio de una historia no contada. No solo se llevaron el oro, se llevaron los años de vida, las lenguas ancestrales, los árboles arrasados, las montañas heridas. El oro sigue yéndose pero la memoria se queda. Y con ella, la posibilidad de otra historia.

Venezuela

El Arco de los imperios: del saqueo colonial al despojo moderno

Antes de que se llamara Venezuela, ya se la llevaban en sacos. Cuando Colón pisó estas tierras en 1498 durante su tercer viaje, escribió que en Paria “los nativos llevaban adornos de oro en la nariz y en los brazos”. Fue suficiente. Los conquistadores no venían a fundar repúblicas, venían a fundir oro.

Durante los siglos XVI y XVII, Venezuela fue uno de los primeros territorios de la Corona española donde se organizó una búsqueda sistemática de oro en los ríos y serranías del interior. Las minas de San Felipe El Fuerte, Upata y el río Yuruari fueron saqueadas sin piedad. Aunque en menor volumen que México o Perú, los historiadores estiman que España extrajo desde Venezuela unas 150 toneladas de oro entre 1500 y 1800, lo que hoy equivale a unos USD 10.500 millones. No se registraron reparaciones. Solo expediciones.

Pero la historia no terminó con la independencia. En el siglo XIX, Venezuela cedió concesiones mineras a empresas británicas, francesas y estadounidenses, como la New York and Bermúdez Company y más tarde a gigantes como Gold Reserve Inc. o Crystallex que operaron en el sur del país bajo condiciones desiguales, cláusulas leoninas y tribunales internacionales que siempre fallaban en su favor.

En el siglo XX, Venezuela desarrolló una minería aurífera creciente, con epicentro en El Callao y Guayana, donde se calcula que hasta hoy se han extraído más de 700 toneladas de oro, muchas sin trazabilidad ni control. Desde los años 2000, la crisis económica y el colapso petrolero empujaron al Estado a apostar por el oro como fuente alternativa. Así nació el polémico Arco Minero del Orinoco: un proyecto de 111.000 km² entregados a empresas, militares, mafias, cooperativas y gobiernos aliados, donde el Estado reconoce que el 90% de la minería es ilegal.

Solo en 2020 Venezuela exportó cerca de 20 toneladas de oro, gran parte por rutas no oficiales hacia Turquía, Irán y Emiratos Árabes. En 2021 el Banco Central de Venezuela declaró reservas superiores a 160 toneladas, aunque buena parte de ellas fue vendida o enviada al extranjero para sortear las sanciones de EE.UU. y Europa.

El saqueo moderno no es menos brutal. En el Arco Minero hay milicias armadas, grupos irregulares, minería sin control ambiental, destrucción de ríos y selvas y denuncias de trabajo forzado, trata de personas y esclavitud infantil. Las comunidades indígenas como los pemones han sido desplazadas, reprimidas y asesinadas por defender sus tierras. El oro de Venezuela financia hoy no solo al Estado, sino también a redes oscuras de corrupción transnacional.

Pero nadie en Londres devuelve una onza, nadie en Suiza pregunta por el origen del lingote, nadie en Washington asume su parte en los tratados que protegieron a las empresas canadienses que demandaron a Venezuela por intentar recuperar sus minas. La paradoja es feroz. Venezuela, uno de los países con mayores reservas de oro del planeta, enfrenta hambre, inflación, migración masiva y un bloqueo que castiga su petróleo pero deja intacto el contrabando de oro. El oro sigue saliendo, el pueblo, también.

El oro está en la sangre de los ríos que ya no cantan, en las tumbas de niños indígenas que jamás debieron trabajar, en los dedos anillados de quienes firmaron los tratados de arbitraje que legalizaron el robo y también en las bóvedas donde nunca ha llegado una gota de justicia.

Pero el oro de Venezuela tiene memoria y esa memoria no prescribe. Un día, los pueblos que caminan a pie desde El Callao hasta la frontera sabrán que no migran por casualidad. Migran porque les robaron el suelo. Y el oro que se llevaron no fundirá el olvido.

Epílogo Parte I

El saqueo no fue un episodio, fue un sistema, una maquinaria que funcionó durante siglos, con mapas, barcos, armas y bendiciones. No se llevaron solo oro, se llevaron el tiempo, las posibilidades, los saberes que no florecieron, las vidas que no fueron. Lo que hoy llamamos subdesarrollo nació del oro que se llevaron.

Y lo más brutal es que aún no termina porque mientras en Londres se guardan lingotes, en los pueblos originarios quedan ausencias. Mientras los bancos de Europa acumulan reservas, nuestros ríos siguen contaminados por las mismas lógicas de despojo. Cambiaron los métodos, no el fondo.

Ningún imperio ha devuelto el oro, ningún tratado ha reparado el saqueo, ningún museo europeo exhibe la vergüenza de lo robado. Pero los pueblos sí guardan memoria y aunque el oro no brilla en sus manos, brilla en su historia. Una historia que ahora empieza a contarse no con nostalgia, sino con verdad y con nombres.

México, Perú, Colombia, Brasil, Bolivia y Venezuela no son víctimas eternas, territorios de dignidad herida y también de resistencia.

La segunda parte llegará. Porque aún queda oro por nombrar y justicia por exigir….