Mientras Gaza arde y Ucrania sangra, Alemania guarda silencio y compra tanques. El pasado no se repite, pero algunos parecen dispuestos a intentarlo.
El ruido del dinero
El 1 de enero de 2024, Alemania activó oficialmente el mayor presupuesto militar de su historia moderna. Ciento setenta mil millones de euros para la Bundeswehr en los próximos años. Más de la mitad ya comprometida con contratos a empresas como Rheinmetall, Airbus, ThyssenKrupp y MBDA. En 2025, el gasto militar alemán llegará a los 71 mil millones de euros. Eso equivale a más de 77 mil millones de dólares. Una cifra que supera por primera vez el 2 por ciento del PIB alemán, el umbral de la OTAN, ese dogma impuesto desde Washington como medida de fidelidad militar.
Lo dijeron sin rodeos. No se trata solo de defensa. Se trata de liderazgo, de influencia, de poder duro, de no volver a ser un enano geopolítico. Lo que antes era culpa, ahora es presupuesto. Lo que antes era tabú, ahora es plan quinquenal. Alemania se rearma, y lo hace con entusiasmo.
La memoria clausurada
En 1990, Alemania celebraba su reunificación con un compromiso explícito de no convertirse en potencia militar global. Treinta años después está entre los diez países con mayor presupuesto bélico del planeta, y es el segundo mayor proveedor de armas a Ucrania después de Estados Unidos. El canciller Olaf Scholz lo llamó Zeitenwende. Cambio de época. Un giro histórico. Pero evitó nombrar su raíz: la guerra.
Alemania no solo envía tanques Leopard y sistemas de defensa aérea IRIS-T. También aprueba presupuestos secretos, fortalece sus servicios de inteligencia y despliega tropas en Lituania sin consultar al Parlamento. Como si la nueva normalidad fuera la obediencia estratégica.
Detrás del lenguaje frío hay una paradoja dolorosa. Alemania guarda silencio sobre Gaza, pero firma contratos con Israel por sistemas Arrow. Alemania habla de derechos humanos, pero entrena soldados en Níger. Alemania condena la guerra, pero alimenta el complejo industrial que la hace posible.
La memoria se volvió selectiva. El pacifismo desapareció de los discursos. El dolor ajeno ya no conmueve si el aliado es quien dispara.
La fábrica del consenso
La OTAN ya no es solo un tratado militar. Es una narrativa global, una doctrina, una cultura de guerra permanente que disfraza expansión con defensa y obliga a los países europeos a gastar más en armas y menos en salud, vivienda o ciencia.
En 2023, Alemania fue el segundo mayor contribuyente al presupuesto común de la OTAN con un aporte del 16 por ciento, solo por detrás de Estados Unidos que cubre el 22 por ciento. Pero esos números no incluyen los gastos bilaterales, las compras directas ni el fondo de 100 mil millones de euros que Scholz anunció en 2022 para modernizar el Ejército.
El relato es claro. Para ser un país serio hay que armarse. Para ser un aliado confiable hay que obedecer. Para pertenecer al centro hay que bombardear la periferia.
Los medios alemanes repiten la consigna. Más defensa, más presupuesto, más presencia, más OTAN. El disenso es marginal. Y quien lo alza es acusado de ingenuidad, de pro ruso o de antisistema.
Gaza, la grieta moral
Mientras Alemania inyecta miles de millones a su industria militar, guarda un silencio ensordecedor sobre Gaza. El mismo país que hace siete décadas decía “nunca más”, hoy se abstiene de condenar crímenes de guerra, bloquea resoluciones y justifica lo injustificable en nombre de la seguridad de su aliado.
Desde el 7 de octubre de 2023 han muerto más de 38 mil personas en Gaza, entre ellas más de 15 mil niños, según datos de la ONU y la Media Luna Roja. Pero Alemania evita usar la palabra genocidio y se aferra a la tesis de la defensa legítima, aunque las bombas caigan sobre hospitales y escuelas.
Esa doble moral no es casual. Es funcional a la doctrina OTAN. Una doctrina que jerarquiza vidas, que mide el sufrimiento según el pasaporte y que convierte la muerte en cálculo estratégico.
El negocio detrás del miedo
En los últimos dos años, Rheinmetall duplicó su valor en bolsa. La empresa firmó contratos por más de 20 mil millones de euros, incluidos acuerdos para fabricar munición de artillería en Ucrania, producir tanques Panther en Hungría y expandir su planta de armamento en Baja Sajonia.
El ministro de Defensa Boris Pistorius fue claro. Alemania debe estar preparada para un conflicto convencional en Europa. Y eso exige producción permanente, capacidad ofensiva, disuasión creíble.
Pero nadie pregunta quién gana, quién cobra, quién presiona, quién escribe los informes de amenaza, quién redacta los titulares, quién financia los think tanks que piden más armas, menos diplomacia, más guerra.
La sombra de Washington
Alemania no lidera la OTAN, pero la sostiene, la financia, la sigue y la defiende incluso cuando choca con sus propios intereses. Desde el sabotaje del Nord Stream hasta la negativa a una autonomía militar europea, Berlín ha preferido alinearse con Washington antes que con París. Y eso tiene consecuencias.
Alemania pierde autonomía energética, dependencia tecnológica, autoridad moral y liderazgo regional. Se convierte en una potencia obediente. Una voz fuerte hacia adentro y sumisa hacia afuera.
Lo que no se dice
Nadie en Alemania habla de retirarse de la OTAN. Ni de auditar el gasto militar. Ni de revisar los contratos secretos. Ni de consultar a la población sobre el rearme. La política de defensa se volvió asunto de Estado. Blindada. Intocable. Como si el recuerdo del pasado justificara el silencio del presente.
Pero no hay rearme inocente. No hay tanques éticos. Ni hay historia que perdone la omisión.
El silencio Alemán
El silencio alemán ya no es neutralidad. Es complicidad armada. Es pragmatismo geopolítico. Es un olvido construido a fuerza de contratos, alianzas y misiles.
Mientras Gaza grita, Ucrania muere y África resiste, Alemania produce, envía y calla. El rearme no es defensa. Es negocio. Es estrategia. Es relato.
Y quien guarda silencio mientras se fabrica la próxima guerra, se convierte en parte de ella.













