La Organización de Estados Americanos no cayó de un día para otro. Se fue pudriendo de a poco, al ritmo de las dictaduras amigas, del silencio ante los crímenes y de una diplomacia que se volvió obediencia

Hace rato que no sirve. Hace rato que no representa a nadie. La OEA murió antes de Gaza, antes de Haití, antes de Bolivia y otros, pero lo que vino después no dejó dudas. Porque si una organización regional no puede condenar una masacre de niños, ni evitar una invasión disfrazada de ayuda humanitaria, ni detener un golpe en vivo y en directo, entonces no es una organización. Es un estorbo histórico con oficina en Washington.

La OEA ya no reacciona, no media, no propone. Solo repite el libreto de su mandante, Estados Unidos. Cuando a la Casa Blanca le interesa, la OEA se activa. Cuando no, mira para otro lado. En Venezuela grita. En Honduras calla. En Bolivia participa. En Chile desaparece. En Palestina ni existe. No hay coherencia. No hay soberanía. No hay dignidad diplomática.

Luis Almagro fue la caricatura perfecta de esa decadencia. Un secretario general que se creyó procónsul. Que hablaba más como vocero del Pentágono que como representante de América Latina. Que celebró el golpe en Bolivia, que respaldó las sanciones contra Venezuela, que se calló ante el crimen ambiental en la Amazonía y que nunca se atrevió a condenar los crímenes israelíes en Gaza. Fue la figura visible de una estructura invisible, una OEA sometida, financiada y dirigida por Washington. Albert Ramdin ahora, recién elegido, no cambiará nada.

La pregunta es si América Latina necesita una OEA. La respuesta es no. Lo que necesita es una organización propia, sin tutelajes, sin embajadas en la trastienda, sin obediencia institucional al norte. La CELAC a pesar de sus limitaciones, ha mostrado un camino. Y la UNASUR, con todos sus errores, fue en su momento una apuesta por la autonomía. Pero la OEA ya no es ni eso. Es una parodia multilateral con sede, protocolo y café diplomático.

América Latina no está huérfana de instituciones. Está huérfana de coraje para cambiar las que no sirven. Y la OEA no sirve. No sirve para la paz, no sirve para la democracia, no sirve para los pueblos. Sirve, cuando mucho, para que los gobiernos conservadores se den la mano y aprueben sanciones contra quienes se atreven a pensar distinto. Sirve para bloquear, para dividir, para obedecer. No para construir.

Pero la OEA no cayó con estruendo. No hubo cierre. No hubo duelo. Simplemente se disolvió en su propia irrelevancia. Nadie la extraña. Porque hace años que se fue de nuestras agendas, de nuestros medios, de nuestras calles. La empujó su propia mediocridad, su servilismo, su falta de ideas. Lo que queda es apenas una fachada diplomática para justificar decisiones que ya se tomaron en otro continente.

Tal vez cuando se escriba la historia del siglo XXI alguien recordará que hubo una organización que pudo unir a América Latina y el Caribe. Que pudo ser órgano de integración, de defensa conjunta, de soberanía compartida. Pero no fue. Porque el miedo, la dependencia y la obediencia pudieron más.

Y porque mientras unos firmaban acuerdos de cooperación, otros firmaban tratados de subordinación.

Pero no todo está perdido. Aún queda memoria. Aún queda dignidad. Y lo que no se pudo construir desde arriba, puede surgir desde abajo. En los movimientos sociales, en los gobiernos que se atreven, en los pueblos que no olvidan. Porque América Latina no necesita embajadas decorativas ni organizaciones de utilería. Necesita instrumentos reales de cooperación. Necesita soberanía. Necesita futuro.

Y para eso, hay que asumirlo con claridad. La OEA no está moribunda. Está extinta. No lo supo. Pero se disolvió.