No es el Estado el que paga las licencias médicas en Chile. Son las Isapres. Y ahí está el problema. Por eso hay tanto escándalo, tanto titular histérico, tanta auditoría y tanta cara larga. Porque por primera vez en su historia las Isapres tienen que pagar de verdad.

Durante décadas estas instituciones privadas hicieron lo que quisieron con la salud. Ajustaron planes, subieron precios, restringieron coberturas, segmentaron a los pacientes y crearon una salud de primera clase para quienes pueden pagarla y de tercera para quienes apenas pueden cotizar. Pero cuando llega la hora de cubrir licencias, de asumir costos, de responder por los derechos adquiridos de los afiliados, entonces comienzan los peros.

Y en este juego de evasiones aparece un nuevo verdugo: el Compin. Un organismo que debería velar por los derechos de los trabajadores pero que se ha transformado en la inquisición moderna de las licencias. Reclamos que no se resuelven. Justificaciones médicas que no se aceptan. Casos de salud mental que se descartan como flojera. Pacientes que deben volver al trabajo con depresión, con tratamientos incompletos, con fracturas a medio soldar. Todo porque alguien decidió que su dolencia no amerita reposo.

Y mientras tanto la Contraloría observa, controla, interviene. Como si se tratara de una cruzada moral. Como si el verdadero problema de la salud fueran las licencias médicas y no el negociado que han hecho las Isapres durante treinta años. Como si el fraude estuviera en los certificados y no en los directorios.

Hoy se investiga al sistema de licencias como si fuera el último rincón oscuro de la corrupción. Pero nadie investiga cuánto han ganado las Isapres con sus planes abusivos. Nadie exige devolver los miles de millones cobrados en exceso. Nadie se escandaliza porque miles de pacientes quedaron sin cobertura mientras se hacían tratamientos de alto costo. La lupa siempre está en el que pide, nunca en el que niega.

Y mientras tanto la opinión pública se confunde. Cree que el Estado está perdiendo dinero. Cree que el sistema se desangra por culpa de los trabajadores. Pero la verdad es otra: las licencias se pagan con el 7% que cada trabajador aporta. Y si hay abuso, que se investigue. Pero si hay enfermedad, que se respete. Porque nadie pide licencia por gusto. Nadie quiere estar enfermo en un país donde enfermarse es casi un delito.

El Compin actúa como si su misión fuera fiscalizar al enfermo, no protegerlo. Y en ese espejo se refleja una ideología que ya no se aguanta más: la del sospechoso, la del culpable por default, la del ciudadano que debe probar su necesidad ante una burocracia que desconfía de todo lo que no sea productivo.

¿Qué clase de salud es esta? Una donde hay que rogar por cada día de reposo. Una donde el derecho a sanar depende de una firma en una oficina sin ventanas. Una donde la enfermedad se mide en semanas permitidas y no en diagnósticos reales.

El sistema está podrido. Las Isapres deben pagar porque ese es su negocio. El Compin debe proteger, no castigar. Y la Contraloría debe mirar también hacia arriba, hacia los dueños del sistema, no solo hacia los que piden una licencia para sobrevivir.

No hay que embellecer este cuadro. No hay que pedir permiso para decirlo. Hay que terminar con este modelo de salud por partes, por tramos, por cuotas. Hay que poner la salud bajo el control del Estado. No por ideología. Por justicia. Porque ya basta de que enfermarse sea un privilegio de quienes pueden pagar el reposo.

Este sistema ya demostró que no sirve. Y los que hoy lloran por las licencias médicas no lloraron cuando las Isapres subieron sus precios, cuando negaron coberturas, cuando clasificaron pacientes como si fueran riesgos financieros. Si hay que llorar por algo, que sea por los que siguen trabajando enfermos, sin apoyo, sin voz, sin derecho a descanso.

Que se acabe este modelo de negocio disfrazado de sistema de salud. Que el dinero no sea más importante que el diagnóstico. Que la enfermedad no sea una trampa burocrática. Y que nadie tenga que pedir permiso para sanarse.