«¡Esto es traición a la patria!», dijo el jefe de la institución.  Cinco suboficiales de la Fuerza Aérea de Chile (FACh) fueron sorprendidos recientemente trasladando ketamina desde Iquique (norte de Chile) a Santiago, la capital. Lo hicieron a bordo de un vuelo institucional, eludiendo cualquier control externo y utilizando su fuero militar, es decir, su condición especial que los protege de ciertas jurisdicciones civiles, como un escudo.

Esta incautación, de carácter histórico en el país, no solo sacude a las fuerzas armadas chilenas. Revela, con toda su crudeza, que el aparato del narcotráfico internacional ya no se limita a penetrar barrios vulnerables, controlar puertos o explotar las rutas de migraciones irregulares; ha logrado infiltrar las estructuras más rígidas y vitales del poder republicano.

La droga encontrada, cuatro kilos de ketamina en una sola maleta, no era un simple anestésico veterinario desviado, como a veces se le minimiza. Es el principal insumo químico del «tussi», una de las sustancias sintéticas de mayor expansión entre jóvenes de sectores medios y altos. Y es también, según múltiples investigaciones en curso del Ministerio Público y la policía, el componente más rentable del sistema de distribución que ha instalado en Chile el Tren de Aragua, una peligrosa organización criminal transnacional.

El hallazgo de la droga fue realizado por personal de la propia FACh. La detección no fue producto de un operativo coordinado con la policía civil o Aduanas, sino del azar, o de algún resto de profesionalismo que aún habita dentro de la institución. En vez de pasar la maleta por el escáner de seguridad, como exige el reglamento para cualquier equipaje a bordo de una aeronave, uno de los involucrados intentó ingresarla directamente al avión militar.

Fue en ese momento cuando fue detenido. El control de rutina reveló un contenido sospechoso y la revisión química posterior confirmó que se trataba de ketamina, sustancia utilizada en la fabricación de tussi.

La ministra de Defensa, Adriana Delpiano, fue categórica al respecto: «la propia Fuerza Aérea descubre la maleta y confirma que era ketamina usada para tussi». El comandante en jefe de la FACh, Hugo Rodríguez, fue aún más frontal en sus declaraciones públicas. «Es una traición a la patria», declaró, dejando en evidencia el carácter político y de seguridad nacional de este hecho. Ante la gravedad del asunto, el Ministerio Público, la institución encargada de la persecución penal en Chile, asumió la investigación.

La fiscal regional de Tarapacá, Trinidad Steinert, quedó a cargo del caso. Steinert ha sido una de las principales responsables del desmantelamiento de células del Tren de Aragua en el norte de Chile, incluyendo el procesamiento y condena del jefe de la célula criminal «Los Gallegos» y la condena reciente de 34 miembros de la organización en Arica. Que ahora esté frente a una causa que conecta ese mundo del crimen organizado con la FACh no es, de ninguna manera, una casualidad.

Tussi: La peligrosa falsificación que engaña a la juventud.

La ketamina, muchas veces presentada en el ámbito callejero como un alucinógeno leve o un «anestésico reciclado», es en realidad un disociativo de alto riesgo. Su venta en polvo rosado, bajo el nombre de «tussi» o «cocaína rosa», ha ganado terreno rápidamente en fiestas privadas, discotecas y espacios de recreación juvenil en zonas urbanas.

La apariencia supuestamente sofisticada del producto y su vinculación con un imaginario de «alta sociedad» («high class») encubren lo que realmente es: una mezcla extremadamente peligrosa.

El tussi callejero no es, como muchos creen, la droga sintética 2C-B, que le dio originalmente su nombre. Es una combinación de ketamina con otros estimulantes potentes (como MDMA o éxtasis, cafeína o incluso metanfetamina), anestésicos como la lidocaína, y en algunos casos, incluso benzodiacepinas (fármacos depresores del sistema nervioso central) o trazas de fentanilo, un opioide sintético de alta letalidad.

En Chile, el Instituto de Salud Pública (ISP) ha confirmado con análisis de laboratorio que el 99% de las muestras incautadas y analizadas como tussi contenían solo ketamina, o mezclas donde la ketamina era el componente principal. El 2C-B original, la sustancia psicodélica que teóricamente da nombre al tussi, aparece en menos del 1% de los casos.

Es decir, el tussi que circula en el país es una falsificación con efectos disociativos y eufóricos, de composición variable e impredecible, y por ende, extremadamente peligrosa, pero que es distribuida como si fuera un producto exclusivo y controlado.

Los riesgos de consumir tussi son severos y a menudo subestimados. A corto plazo, puede provocar episodios de psicosis aguda, alucinaciones intensas, desorientación severa, aumento drástico de la presión arterial y taquicardia.

El consumo repetido conlleva daños graves a largo plazo, incluyendo daño hepático y renal, problemas urológicos crónicos (conocidos como «cistitis de ketamina», que puede requerir cirugía), deterioro cognitivo significativo (generando una sociedad de tontos), y una alta probabilidad de desarrollar dependencia psicológica y física, en suma, la esclavitud perfecta. Y eso si sobrevives, porque la mezcla impredecible con otras sustancias tóxicas amplifica estos peligros, pudiendo causar sobredosis con consecuencias fatales.

Los jóvenes son particularmente vulnerables, atraídos por una imagen errónea de exclusividad y sin conciencia de la letalidad de lo que realmente están consumiendo.

La infiltración: Un dispositivo soberano al servicio del crimen organizado.

Lo que agrava la situación en este caso no es sólo la sustancia en sí o sus efectos nocivos, sino el canal por el cual se transportó. El uso de un vuelo institucional de la Fuerza Aérea, sin control aduanero ni revisión externa, equivale a la utilización del propio Estado como correa de transmisión del narcotráfico.

Se trata de un dispositivo soberano —un avión militar, símbolo de la defensa y la soberanía nacional— convertido en un vehículo criminal.

La comparación de este hecho con casos anteriores de vinculación entre militares y crimen organizado no resiste análisis. Hasta ahora, las sospechas, denuncias aisladas o los traspasos individuales de armas habían sido la tónica, o al menos la tónica conocida y aceptable del relato público.

Pero lo que aquí aparece es cualitativamente distinto: una logística interna bien organizada, con cinco aviadores concertados para transportar una droga sintética que sirve directamente a los intereses de una red transnacional activa y operando en Chile. Este tipo de infiltración institucional no es exclusiva de Chile; patrones similares se han observado en otras naciones de la región, donde el crimen organizado busca vulnerar las estructuras de poder para asegurar sus rutas y operaciones. Ello debilita la confianza de la ciudadanía en sus propias fuerzas armadas y en la capacidad del Estado para protegerse desde dentro.

El Tren de Aragua en Chile: Una red adaptativa y un vínculo preocupante

Este caso obliga a hablar del Tren de Aragua, pero no desde una caricatura simplista. No se trata de un grupo cerrado y jerárquico como lo fue en sus orígenes dentro de la cárcel de Tocorón en Venezuela. Hoy, es una red fragmentada, diversificada y altamente adaptativa, que opera a través de nodos funcionales o «células» en distintas ciudades de Sudamérica.

En Chile, la migración venezolana masiva de los últimos años, que no siempre ha ido acompañada de procesos adecuados de identificación ni regularización migratoria, ha sido una oportunidad para que esta red inserte operadores de perfil bajo. Estos individuos, muchas veces, se camuflan o se insertan como parte de estructuras mixtas de explotación criminal, incluyendo la explotación sexual, la trata de personas, el cobro de «arriendos» informales a comerciantes, el transporte de drogas y la extorsión.

Es crucial aclarar que no todos los migrantes venezolanos están implicados en estas actividades criminales —eso es obvio y fundamental destacarlo—, pero la presencia de venezolanos funcionales al Tren de Aragua en roles logísticos y operativos dentro del país es hoy una realidad contrastada y confirmada por fiscales, detectives y tribunales chilenos.

El caso FACh podría ser la primera vez en que se detecta un vínculo operativo directo entre actores institucionales chilenos y redes conectadas a este universo criminal, marcando un precedente alarmante.

Un punto de quiebre: Consecuencias y la necesidad de reformas urgentes.

Las consecuencias de este escándalo son múltiples y de gran alcance. En el plano institucional, el hecho implica que los sistemas de control interno dentro de las Fuerzas Armadas chilenas están fallando, o bien que existen zonas grises deliberadamente permisivas que deben ser erradicadas.

En el plano jurídico, la tensión entre la jurisdicción militar (que juzga delitos cometidos por militares en actos de servicio) y la civil (el sistema judicial ordinario) se volvió insostenible. Fue necesaria la intervención directa del Presidente Gabriel Boric para que los antecedentes del caso fueran entregados de forma expedita al Ministerio Público y no quedaran ocultos bajo el fuero castrense, garantizando así la transparencia y la rendición de cuentas.

En el plano político, el caso ha detonado una serie de declaraciones que exigen reformas urgentes y profundas. El ministro del Interior y Seguridad Pública, Luis Cordero, no dudó en definir el episodio como «la situación más grave» en términos de seguridad nacional desde el inicio del actual gobierno. La diputada Lorena Fríes, del Frente Amplio, fue enfática en su postura: «este caso no puede ser tramitado como una infracción interna. Es crimen organizado y debe ventilarse en tribunales civiles», refiriéndose a la importancia de que la justicia ordinaria investigue a fondo, más allá de la disciplina militar. Incluso dentro del oficialismo, la lectura es unánime: estamos ante un punto de quiebre que demanda acciones decisivas.

Este escenario impone la necesidad de medidas concretas de reforma. Urge una revisión exhaustiva de la legislación sobre fueros militares para garantizar que delitos graves como el narcotráfico y el crimen organizado sean siempre investigados por la justicia civil.

Es fundamental el fortalecimiento de los controles internos y externos en todas las instituciones armadas, incluyendo auditorías sorpresa y una mayor inversión en inteligencia y contrainteligencia para detectar y desmantelar redes de corrupción internas. La transparencia y la rendición de cuentas deben ser pilares, permitiendo a la sociedad civil y a los organismos de control supervisar más de cerca estas instituciones vitales.

Pero el fondo del problema no es sólo que se haya descubierto esta operación específica. El fondo es lo que este hecho revela con brutal claridad: que el narcotráfico sintético ya no necesita camiones por pasos fronterizos no habilitados ni mochileros por quebradas recónditas. Puede viajar en avión militar. Puede ingresar por la puerta principal de las instituciones que deberían proteger al país. Y eso significa que las barreras institucionales que antes protegían a la nación ya no están intactas. El discurso de la «guerra contra el narco» pierde todo sentido cuando el enemigo está adentro, infiltrado en las propias filas.

Y lo más brutal y desolador: cuando ese enemigo no porta fusil ni tatuajes visibles, sino uniforme, credencial, rango y se escuda en la obediencia debida. Este caso es un llamado de atención urgente para todo el Estado y la sociedad chilena.