Defender la Renta Básica es defender que ninguna persona tenga que volver al armario por miedo a perder su trabajo. Que ningún adolescente queer tenga que compartir techo con una familia que lo rechaza. Que la libertad no sea un privilegio, sino un derecho.

Por David Jiménez

Durante unos meses, Cataluña estuvo a punto de poner en marcha uno de los experimentos sociales más ambiciosos de las últimas décadas: un Plan Piloto de Renta Básica Universal. ¿El experimento? Garantizar 800 euros mensuales a 5.000 personas, de manera incondicional, durante dos años, y estudiar qué efectos tenía eso sobre sus vidas. Explorar la libertad. Pero en 2023, el Partido de los Socialistas de Cataluña (PSC) hizo descarrilar el proyecto. No fue una simple discrepancia técnica o presupuestaria. Fue un ataque político a una propuesta de redistribución radical, y también —aunque cueste entenderlo— un ataque a los marcos que vinculan la libertad sexual con la justicia social.

¿Por qué? Porque la Renta Básica no es solo una política económica: es una herramienta para democratizar la vida, para romper con la dependencia económica de trabajos precarios o de familias hostiles. Y eso interpela directamente a muchas personas LGBTIQ+. Lo saben bien las mujeres trans que viven de la economía informal, las jóvenes lesbianas que han tenido que irse de casa de unos padres homófobos, o las personas migrantes que han quedado excluidas de los sistemas de protección social. Para todas ellas, una renta básica puede suponer una vía de escape, un punto de partida para salir de la violencia o construir una vida propia.

La cancelación del plan piloto fue un mensaje claro: la disidencia sexual es tolerable, siempre que no cuestione el orden económico. Mientras se bloqueaba la RBU, el PSC celebraba la llegada del “primer alcalde gay” a Barcelona. Un hito simbólico que, en paralelo, servía para invisibilizar las políticas concretas que ese mismo gobierno estaba desmantelando: la oficina de la RBU, el apoyo a los colectivos trans o el derecho al empadronamiento de las personas sin hogar. La figura del “alcalde gay” se convertía así en un icono doméstico e inofensivo, útil para una política de escaparate pero vacía de contenido redistributivo.

Además, esta deriva anti-RBU del PSC vino acompañada de una clara deriva anti-trans, manifestada en preguntas parlamentarias estigmatizantes y en un discurso que cuestiona constantemente la identidad y los derechos de las personas trans. No se trata de fenómenos aislados, sino de dos caras de una misma moneda: una concepción conservadora y restrictiva del mundo, que acepta una diversidad formal siempre que no cuestione los fundamentos económicos y sociales del sistema.

Esto no es nuevo. Hace décadas que el neoliberalismo ha aprendido a convivir con formas controladas de diversidad. Pero lo hace siempre imponiendo límites: acepta la visibilidad si no hay disidencia, acepta la identidad si no hay reivindicación material. En este escenario, hablar de renta básica desde el movimiento LGBTIQ+ es romper el guion. Es decir que la libertad no es solo una cuestión de autoexpresión, sino también de recursos, de vivienda, de tiempo, de apoyo mutuo. Y eso incomoda.

La cancelación del plan piloto fue eso: una maniobra para cortar cualquier vínculo entre la lucha sexual y la crítica económica. Una operación simbólica y material para contener la agenda LGBTIQ+ dentro de los límites de lo aceptable para las élites. Pero no les ha salido del todo bien. Cada vez más manifiestos del Orgullo (o mejor dicho, de la Liberación sexual y de género) reivindican la Renta Básica como parte de una agenda feminista, antirracista y anticapitalista. Las alianzas entre movimientos crecen, y la propuesta de RBU vuelve a escena como una forma de afirmar el derecho a existir con dignidad, más allá de la norma cis, blanca y rica.

Por eso hay que retomar el hilo. Porque defender la Renta Básica es defender que ninguna persona tenga que volver al armario por miedo a perder su trabajo. Que ningún adolescente queer tenga que compartir techo con una familia que lo rechaza. Que la libertad no sea un privilegio, sino un derecho. En definitiva, porque luchar por una RBU transformadora es poner la vida —todas las vidas— en el centro. Y eso, en tiempos de reacción y recortes, es más urgente que nunca.

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