Que un fiscal haya solicitado interceptar las comunicaciones privadas del Presidente de la República, incluyendo su ubicación georreferenciada, no es solo un exceso, es un atropello institucional de proporciones mayores. Es una señal alarmante de cómo la pasión persecutoria puede nublar el juicio legal y de cómo ciertas fiscalías han dejado de investigar para comenzar a improvisar ficciones judiciales con aroma a poder sin contrapeso.
Porque seamos claros ¿en qué cabeza cabe que sin una sola prueba concreta, un fiscal pretenda rastrear en tiempo real al Presidente de Chile como si fuera un prófugo o un operador encubierto? ¿Dónde están los hechos, los vínculos materiales, los actos atribuibles? No los hay. Lo que hay es una relación personal indirecta con un imputado y una conversación informal malinterpretada. Con ese estándar, más de la mitad del Congreso, varios ministros y probablemente decenas de funcionarios públicos deberían estar hoy geolocalizados por decreto.
Y aún más absurdo, mientras el Presidente Gabriel Boric representa al país en una gira de alta política en Japón, con agenda en China a continuación, periodistas nacionales le preguntan si está preocupado por un fiscal que quiere espiar su teléfono.
¿De verdad eso es lo urgente? ¿En qué momento caímos tan bajo que una autoridad democrática que dialoga con jefes de Estado y negocia inversiones para Chile debe responder por “pinchazos” sin fundamento?
Eso no es fiscalización. Eso es extrema derecha, farándula judicial. Y lo peor, con daño institucional profundo. La Fiscalía tiene una misión seria, investigar con pruebas, no con intuiciones personales ni con ánimo de figuración. En este caso, el Juzgado de Garantía de Antofagasta hizo su trabajo, rechazó dos veces la solicitud del fiscal Patricio Cooper, por no contar con antecedentes que siquiera rozaran el estándar legal requerido. Aun así, el fiscal insistió. Y ahora, además del descrédito jurídico, arrastra a la Fiscalía al terreno del espectáculo político.
Porque no estamos ante una anécdota. Estamos ante un precedente peligroso, un fiscal que intenta interceptar al Presidente sin pruebas y una parte del periodismo que lo aplaude como si se tratara de una cruzada heroica.
¿Qué tipo de República estamos construyendo si se acepta, sin escándalo nacional, que una conversación privada del Presidente sea interceptada por una fiscalía regional, en una causa que nada tenía que ver con él? Eso no es un error técnico. Eso es una advertencia política. Un síntoma de deterioro institucional donde las fronteras entre la justicia, la política y el poder mediático empiezan a confundirse peligrosamente.
Lo ocurrido con el Fiscal Cooper no es menor. Es la expresión más preocupante de un Ministerio Público que en vez de proteger la legalidad, termina vulnerando garantías fundamentales, incluso a la más alta autoridad del país. ¿Quién se hace responsable de haber permitido que un fiscal escuche, grabe o registre la voz del Presidente, sin autorización judicial, sin causa directa, y sin ninguna consecuencia penal inmediata?
Y mientras tanto, una parte de la prensa (esa que debiera actuar con responsabilidad democrática) se dedicó a amplificar la “filtración” como si fuera una simple anécdota política, en lugar de denunciar lo que es en realidad: una operación grave, posiblemente delictual, que debe ser investigada hasta el fondo. Porque si se puede interceptar al Presidente, entonces nadie está a salvo. Ni la democracia tampoco.
¿Alguien ha pensado en las consecuencias de normalizar esto?
¿Y si mañana, otro fiscal decide georreferenciar a un expresidente, a un candidato, a un líder opositor? Vamos a aceptar que el poder persecutor se arrogue la facultad de instalar vigilancia sobre cualquier figura pública, amparado solo en el olfato de un fiscal? Porque si la lógica es “caiga quien caiga”, convengamos que ese principio sin pruebas se transforma en una licencia para el abuso.
Lo más ofensivo es el lenguaje que se instala desde ciertos medios, con periodistas que presentan este episodio como una señal de que “las instituciones funcionan”. ¿Qué institución funciona cuando un fiscal intenta algo que no tiene base legal ni racional? ¿De verdad quieren convencernos de que se protege la democracia intentando espiar al Presidente… y que lo preocupante es que no lo hayan dejado?
No, señores periodistas. No funciona la institución que solicita el abuso. Funciona la que lo impide. Lo que usted presenta como normal es, en realidad, una distorsión de la justicia convertida en espectáculo.
Chile necesita una Fiscalía que actúe con firmeza pero también con responsabilidad. Que persiga delitos reales no fantasmas editoriales. Que respete el principio de legalidad incluso cuando el personaje en cuestión le moleste a ciertos sectores. Porque aquí no se está defendiendo a Boric como persona. Se está defendiendo la majestad del cargo que representa y con ello, el equilibrio republicano que protege a toda la ciudadanía de los excesos del poder persecutor.
La Fiscalía debe ser un pilar del Estado no una plataforma de presión mediática. Y el país merece jueces, fiscales y periodistas que entiendan que el poder debe fiscalizarse, sí, pero nunca sustituirse. Porque si un fiscal se cree presidente, o un columnista se cree juez, lo que peligra no es un caso judicial, es la democracia misma.
Pero hay una pregunta que hasta ahora nadie ha respondido y que es tan grave como el intento mismo de interceptación ¿quién autorizó institucionalmente que este fiscal pudiera siquiera tramitar una medida intrusiva contra el Presidente de la República? ¿Dónde estaban sus superiores jerárquicos? ¿Nadie en la Fiscalía Nacional revisa lo que hace un fiscal regional cuando decide georreferenciar al jefe de Estado? ¿Quién visó que eso se elevara a tribunal sin advertir el precedente que se abría? ¿Qué control existe, entonces, sobre las decisiones más sensibles del aparato persecutor?
Esto no puede seguir adelante. No se puede permitir que una solicitud de esta naturaleza pase inadvertida ni que luego se justifique con fórmulas retóricas del tipo “las instituciones funcionaron porque se negó la solicitud”. No, las instituciones fallan cuando un acto de esta gravedad siquiera llega a formularse. Porque no se trató de una sospecha cualquiera. Se trató de asociar al Presidente de la República con delitos como tráfico de influencias, fraude al fisco y lavado de activos, sin pruebas y con la sola excusa de una amistad indirecta.
Este no es un error administrativo. Es una falla institucional de alto voltaje. Y si nadie da explicaciones, si nadie asume la responsabilidad de haber permitido este abuso, entonces lo que está en juego no es solo un caso mal tramitado, sino la legitimidad misma del sistema judicial frente al poder civil. Ya no se trata solo de proteger al Presidente Boric. Se trata de proteger la presidencia como institución, y con ella, el principio fundamental de que en una democracia nadie puede ser perseguido sin causa. No el más pobre. No el más poderoso. No el presidente. Nadie.
Y ahora sí, porque esto ya traspasa los márgenes del debate legítimo, hay que decirlo con todas sus letras, los periodistas no solo ha contribuido a deformar los hechos y a construir una narrativa sin pruebas, sino que con su reiterado empeño en colocar al Presidente de la República en el centro de una maquinaria corrupta, han cruzado la línea del escrutinio y han comenzado a atentar directamente contra la estabilidad del Estado.
Y cuando un comunicador utiliza una plataforma masiva no para fiscalizar sino para erosionar deliberadamente la legitimidad de la jefatura del Estado, es el propio Estado el que debe responder.
No se trata de censurar. Se trata de poner freno a una campaña sistemática de descrédito que opera desde la retórica editorial pero que termina instalando el germen de la inestabilidad institucional.
Y el Estado tiene no solo el derecho, sino el deber de defenderse.













