El periodismo no es fiscalía y cuando se olvida eso, se convierte en tribunal sin ley.

Hay columnistas que informan, otros que critican, y luego está el famoso periodista chileno Daniel Matamala que cada domingo se transforma, con la prestancia de un actor de tragedia griega, en fiscal, juez y albacea moral de la República.

No le basta con opinar, redacta sentencias. No observa desde la tribuna, baja al escenario, se adueña del libreto y decide quién debe caer. Y lo hace siempre sin necesidad de pruebas. Porque en su tribunal de papel la sospecha basta y la pluma es suficiente para dictar el veredicto.

Esta semana ha cruzado un umbral delicado. Ya no se conforma con las fundaciones ni con los amigos de los amigos. Esta vez ha puesto en la mira al Presidente de la República, y lo ha hecho con una fórmula ya ensayada: agitar cifras, vincular frases interceptadas, insinuar culpa por cercanía. ¿Pruebas? Irrelevantes. ¿Procesos? Molestias del debido rigor. Lo importante es sugerir, dejar caer la sombra.

Citar la frase “caiga quien caiga” con un entusiasmo que en cualquier otra pluma sonaría a justicia, pero que en la suya, rápida para acusar y tan lenta para matizar, suena a venganza disfrazada de moral.

Este texto es una respuesta, una réplica necesaria, no solo en defensa de la figura presidencial, sino en defensa de algo más frágil y más noble, el periodismo responsable.

Porque cuando un columnista convierte cada frase en veredicto, cuando usa el espacio público para ejercer presión simbólica sobre jueces, fiscales y gobiernos, ya no estamos ante un informador. Estamos ante un poder sin contrapesos, un Cyrano invertido. No el poeta que resiste la mentira, sino el retórico que la cultiva cuando le sirve.

Y por eso este artículo no calla. Porque incluso los Cyranos modernos deben recordar que el filo de la palabra, cuando no distingue entre verdad y ambición, no defiende la justicia, la hiere.

En su último acto dominical, Daniel Matamala vuelve a hacer lo que mejor domina, trazar finamente el mapa de la sospecha. Esta vez el blanco no es un ex dictador, ni un empresario intocable, ni un poder fáctico. No, el objetivo es el Presidente de la República, no con una acusación directa, sería demasiado burdo, sino con el método que ha perfeccionado, la insinuación reiterada, la asociación libre, la retórica del “no afirmo pero insinúo”.

La columna comienza con tono casi neutro, esta semana los intervinientes del caso ProCultura recibieron el expediente. Podría parecer una simple crónica judicial. Pero basta avanzar unas líneas para que emerja el tono Matamala, hedor a corrupción, redes políticas, financiamiento de campañas. Palabras cargadas, diseñadas para que el lector, antes de saber de qué se trata el caso, ya sepa a qué oler.

Luego viene el desfile de cifras que Matamala presenta como si fueran pruebas irrefutables, 181 millones en 2020, 316 millones en 2021, 3.282 millones en 2022, 1.808 millones en 2023. Una progresión matemática, sí. Pero, ¿acaso el crecimiento presupuestario de una fundación, incluso una mal administrada, implica automáticamente delito, o prueba al menos de que ese crecimiento se debió a un favor presidencial?

Nada de eso se demuestra. Pero Matamala no necesita pruebas, solo necesita contexto. Y el contexto se lo da él mismo al recordar que el Presidente Boric es amigo de Alberto Larraín. Con eso basta. Una relación personal, una conversación interceptada y una declaración fiscal. El cuadro está pintado. El lector, debidamente adoctrinado, solo debe concluir que algo raro hay.

Tras instalar las cifras, que en su mente operan como pruebas de cargo, Matamala da un giro dramático. Aparece el fiscal. Y no un fiscal cualquiera. Aquí entra Patricio Cooper, en un rol que Matamala admira profundamente, el del fiscal que se atreve, que va por todo, que pide pinchar el teléfono del Presidente de la República como si se tratara del cabecilla de una red.

Sí, leyó bien. No por una asociación ilícita. Por cercanía. Por presunción. Por inferencia emocional.

Y aquí conviene detenerse. Porque lo que Matamala quiere presentar como un gesto valiente, el fiscal que se atreve a pedir la georreferenciación del celular presidencial, en cualquier democracia seria sería motivo de alarma. Que un fiscal, sin hechos concretos, pretenda interceptar las comunicaciones del Presidente en ejercicio es un exceso de proporciones. Es precisamente el tipo de abuso que los pesos y contrapesos del sistema buscan evitar.

¿La respuesta de la justicia? Contundente. Dos veces no. Dos veces el Juzgado de Garantía de Antofagasta le dijo al fiscal que no había fundamento legal suficiente para autorizar la medida. ¿Y qué hace Matamala con esa información? La menciona, sí, pero la disuelve en una redacción que casi la disculpa. Porque en su narrativa, lo realmente grave no es que se haya querido vulnerar la privacidad de la máxima autoridad del país, sino que se le haya impedido hacerlo.

Superada la escena del pinchazo frustrado, Matamala cambia de eje, ahora el problema no es el fiscal, sino el oficialismo que reacciona ante su desmesura. Y lo hace con su estilo habitual, rápido, categórico, sin espacio para matices. Acusa al gobierno de intimidar al fiscal Cooper. De proteger al Presidente. De sabotear la institucionalidad.

Curioso. Porque hace apenas unos meses, los mismos sectores hoy acusados por Matamala eran los que exigían que Cooper avanzara, sin cortapisas, contra fundaciones irregulares en todo el espectro político. Y él mismo lo escribía. Pero ahora que la línea de investigación roza al Presidente, ni siquiera directa, ni mucho menos formal, Matamala encuentra imperdonable que el gobierno quiera entender qué está ocurriendo.

Lo que Matamala omite, no por error, sino por cálculo, es que las reglas que protegen a Boric hoy son las mismas que protegieron a expresidentes de derecha en otras causas. Y que el respeto a esas reglas no se suspende según la simpatía del columnista.

Y entonces llega el remate, caiga quien caiga. La frase del Presidente, repetida como si fuera una cláusula penal en un contrato moral con la República. Matamala la cita con solemnidad, como un periodista que exige cumplimiento literal de las promesas. Pero olvida que caiga quien caiga no significa caiga sin evidencia. No significa caiga porque un fiscal lo insinúa. Mucho menos caiga porque un columnista lo decreta.

La integridad institucional no se mide por cuántos caen, sino por cómo se cae. Y en este caso, la justicia habló, no había pruebas, no se justificaba la medida, no se vulnerarían derechos fundamentales sin base suficiente. Pero eso, para Matamala, parece ser una derrota.

Llegamos al final y Matamala no decepciona. Cierra su columna con una advertencia que el Presidente debe ordenar su gobierno en torno a esa frase y que si no lo hace, el peso moral del incumplimiento caerá sobre él.

El problema es que, en su lógica, el juicio ya está hecho, la sentencia redactada y solo falta la ejecución.

Este tipo de periodismo no es nuevo, pero sí es peligroso. Es el que se desliza, con elegante indignación, desde la crítica legítima hacia la administración simbólica de la culpa. Que toma el lugar de los jueces, pero sin normas procesales. Que exige explicaciones, pero no las da.

Chile necesita periodistas incómodos, sin duda. Pero también necesita que esos periodistas recuerden que el rigor no es censura, que el juicio no es espectáculo y que la verdad, incluso en columnas afiladas, no se decreta, se prueba.

Porque si algún día el país entra en caos, no será solo por sus políticos. Será también por sus columnistas.

Los que olvidaron que en democracia hasta la sospecha tiene límites.