Antes que Chile soñara con ser República, ya había una nación viva, libre y digna. Se llamaba Wallmapu. Y aún resiste.

Chile, nación construida sobre el despojo

Antes que existiera Chile, antes de que sonara una sola campana en La Moneda, ya existía un pueblo libre, organizado, soberano, el pueblo mapuche. El pueblo de la tierra. La Araucanía no es un lugar de conflicto, es un territorio en resistencia. Y el Estado de Chile, desde su fundación, no ha sido más que un agresor vestido de República.

Se nos ha educado para creer que la historia de Chile parte con una independencia gloriosa. Falso. Chile se fundó sobre las ruinas de una cultura perseguida. Sobre los campos incendiados por el Ejército. Sobre las rucas arrasadas por soldados chilenos y curas con cruz y látigo. La historia oficial es una ficción escrita por vencedores que silencia la memoria de miles de comunidades arrasadas, desplazadas y rebautizadas como “problema”.

Hoy, más de 2.2 millones de personas en Chile se reconocen como pertenecientes a algún pueblo originario, de los cuales cerca de 1.8 millones se identifican como mapuche. El pueblo mapuche no es minoría, es raíz. No es folclore, es historia viva. Y no es enemigo del Estado, es su víctima más persistente.

El mundo mapuche antes de la invasión española (hasta 1600)

Mucho antes de que Pedro de Valdivia cruzara el río Maule con sus caballos y arcabuces, la nación mapuche ya existía. Un territorio que se extendía desde el río Choapa hasta Chiloé, entre el mar y la cordillera, organizado en lof, con redes de comercio, diplomacia, espiritualidad y conocimiento de la tierra.

Hacia el año 1500 se estima que vivían más de 600.000 mapuches en el actual territorio chileno, sin contar los pueblos huilliches y pehuenches al sur del Bío Bío. No eran nómades ni “tribus salvajes”, eran una sociedad agrícola sólida con una lengua estructurada (el mapudungun), sistemas de riego, saberes medicinales, cosmologías profundas y una ética del equilibrio con la Ñuke Mapu (Madre Tierra). Su ley no era el castigo, era el consenso. Su poder no era la propiedad, era la autoridad del toqui elegido en asamblea para conducir en tiempos de guerra.

No había esclavitud. No había propiedad privada como imposición violenta. No había castas. Había redes, comunidad, oralidad, transmisión sabia del saber de los abuelos. Había solidaridad y equilibrio, cuando alguien comía, todos comían.

(1541) La llegada de los españoles fue interpretada por muchos como la entrada del desorden, del desequilibrio cósmico. Y no se equivocaban.

La colonización no fue una “conquista”, fue una guerra brutal. Pedro de Valdivia intentó someter con fuego lo que no comprendía. Pero se encontró con un pueblo que nunca se rindió. Surgieron toquis eternos. Lautaro, el estratega que aprendió del enemigo para derrotarlo. Galvarino, que peleó sin manos, con el corazón desnudo. Caupolicán, que murió empalado por defender la tierra de sus hijos. Las guerras de Arauco no fueron resistencia, fueron defensa legítima. El Imperio español, el más poderoso de su época, jamás pudo doblegar a la nación mapuche.

Más de 250 años duró ese conflicto. El Reino de España terminó aceptando lo que la historia de Chile sigue negando: que los mapuches eran una nación soberana. Firmaron parlamentos, reconocieron límites, aceptaron treguas. La frontera del Bío Bío fue respetada por España como límite político real. Nadie se atrevía a entrar más allá sin consecuencias.

Mientras en Santiago se levantaban iglesias sobre cementerios indígenas, en la Araucanía los mapuches seguían hablando su lengua, sembrando sus tierras y enterrando a sus muertos con la dignidad de una nación

Las guerras de Arauco. (1541–1810) 269 años de fuego y resistencia

La historia oficial de Chile llama “época colonial” al periodo en que España trató de extender su dominio por el sur del territorio. Pero la verdad es más profunda, lo que ocurrió en Chile entre 1541 y 1810 fue una de las más prolongadas y heroicas guerras de resistencia indígena de todo el continente. Una guerra de casi tres siglos que ni el Imperio español logró ganar.

Pedro de Valdivia entró a territorio mapuche con ambición de oro y gloria. Fundó ciudades, erigió fuertes, ordenó masacres. Pero no conocía a Lautaro, su propio mozo de caballería, un niño que lo observó en silencio… hasta que lo superó. Lautaro no solo se rebeló, cambió la historia militar. Organizó una resistencia coordinada, creó estrategias ofensivas, unificó lof, atacó fuertes, cortó líneas de suministros. En 1553, en la batalla de Tucapel, Valdivia fue derrotado y ejecutado. Y Chile, como proyecto colonial, entró en crisis.

Luego vendrían Galvarino, mutilado por orden de los conquistadores, peleando con los muñones sangrantes, Caupolicán, el toqui elegido por cargar un tronco durante un día entero, Pelantaro, que incendió ciudades, Janequeo, mujer guerrera que vengó a su esposo. Cada generación mapuche parió nuevos líderes. Cada invasión española encontró un muro de piedra y flechas.

Las batallas se sucedieron: Purén, Lagunitas, Millarapue, Kuralaba. La resistencia no era solo militar, era cultural, espiritual, territorial. Los mapuches entendieron que no solo se trataba de defender su tierra, se trataba de no convertirse en esclavos de un imperio que despreciaba su humanidad.

Hacia el siglo XVIII, los españoles comprendieron que la guerra era inviable. Optaron por los llamados parlamentos, una forma diplomática de reconocer que no podían conquistar a los mapuches. El Bío Bío fue fijado como frontera. La Araucanía era reconocida de facto como un territorio autónomo. Nunca fueron derrotados. Nunca fueron colonizados. Nunca fueron vencidos.

Y así, cuando Chile se independiza en 1810, lo hace sin haber pisado aún el corazón mapuche. Pero esa frontera que ni el Imperio pudo cruzar… fue borrada por el naciente Estado chileno.

Foto de Dalia Chiú S.

1810–1900 . El Estado chileno y la traición a sus pueblos originarios

Chile se independizó de España, pero no de su impulso colonial. Apenas proclamó su libertad, se volvió colonizador. La Araucanía que España no logró someter fue convertida en “tierra fiscal”, en zona por conquistar, en espacio a civilizar. Y así comenzó una segunda invasión, esta vez más peligrosa, la del Estado chileno vestido de República.

La “Pacificación de la Araucanía” (nombre cínico) fue una operación militar sistemática dirigida por Cornelio Saavedra y ejecutada con la bendición de presidentes, empresarios, latifundistas y el propio Ejército. La consigna era clara: ocupar el territorio, derrotar la resistencia, expropiar las tierras y poblar con colonos chilenos y europeos.

Entre 1861 y 1883 los soldados quemaron rucas, fusilaron comunidades enteras, destruyeron sembradíos y forzaron a miles de mapuches a caminar hacia reservas miserables. Los tratados firmados por España fueron ignorados. Los títulos ancestrales fueron declarados inválidos. La nación mapuche fue reducida, expulsada y empobrecida.

El general Manuel Baquedano, celebrado en Santiago como héroe de la Guerra del Pacífico, fue uno de los principales verdugos del pueblo mapuche. Sus tropas avanzaron por la Araucanía como una tormenta de fuego, saqueando, arrasando, sembrando el terror. Los relatos de la época no lo ocultan, se ejecutaban mujeres, se destruían cementerios, se entregaban tierras a dedo a los “nuevos propietarios”.

Más de 10 millones de hectáreas fueron robadas. A cambio a los mapuches se les asignaron pequeños “títulos de merced”, unas pocas hectáreas en zonas áridas o no cultivables. Pasaron de ser una nación autónoma… a mendigar en su propia tierra.

Sobre esos territorios robados se fundaron ciudades como Temuco, Angol, Victoria, Traiguén, levantadas sobre los huesos aún calientes de la cultura que Chile prometió integrar… y solo supo destruir.

En 1900, el pueblo mapuche no era dueño de su destino. Pero aún era dueño de su memoria. Y esa memoria (de los toquis, del Ngen Mapu, de los parlamentos traicionados) seguiría viva, esperando el tiempo de alzarse otra vez.

1900–1950. Reducción, silencio y marginación del pueblo mapuche

Con el siglo XX Chile consolidó su modernización a costa de haber reducido al pueblo mapuche a la condición de campesinado sin tierra. En 1900, la población mapuche había caído a cerca de 150.000 personas, muchas de ellas desplazadas, malnutridas y confinadas en comunidades pobres que sobrevivían en los márgenes de las tierras fértiles usurpadas por colonos y latifundistas.

La llamada “Pacificación” dejó tras de sí un pueblo roto, desarticulado, sin acceso a la educación formal, sin infraestructura, sin derechos políticos reales. Los mapuches fueron tratados como ciudadanos de segunda clase, como mano de obra barata para las cosechas del sur o como peones en fundos ajenos.

El Estado chileno institucionalizó el despojo, creó escuelas con contenidos diseñados para “castellanizar” al niño mapuche, ridiculizando su lengua, prohibiendo su espiritualidad, criminalizando sus prácticas culturales. Lo que no se conquistó con fusil, se intentó borrar con pizarrón.

La justicia también les fue negada, sin abogados, sin poder político, sin redes de protección, las comunidades no podían resistir las nuevas formas de usurpación legal. Pequeños lotes eran robados mediante trampas notariales, embargos por impuestos impagables o simples actos de fuerza tolerados por las autoridades.

En paralelo emergieron las primeras formas de organización indígena en defensa de la tierra, sociedades agrícolas, ligas mapuches, voces individuales que comenzaron a exigir reformas agrarias, restitución, educación bilingüe. Fueron sistemáticamente ignoradas o reprimidas.

Durante este periodo los mapuches fueron un pueblo invisibilizado, caricaturizado en la prensa y folklorizado en las celebraciones nacionales. Eran útiles como postal, pero indeseables como sujetos políticos. Y así, en el primer medio siglo del siglo XX, Chile se llenó de trenes, liceos y fábricas… mientras el pueblo originario sobrevivía en el olvido.

Foto de Francisca Silva

1950–2000. Dictadura, forestales y el renacer de la resistencia

La segunda mitad del siglo XX fue un periodo de contradicciones para el pueblo mapuche. Por un lado, emergieron políticas públicas que prometían integración y desarrollo. Por otro, nuevas formas de saqueo, represión y exterminio simbólico. Chile avanzaba en urbanización, industrialización y exportación… y la Araucanía se convertía en el patio trasero del modelo neoliberal.

Durante los gobiernos radicales y democratacristianos surgieron proyectos de reforma agraria. Algunas tierras fueron redistribuidas pero casi nunca en favor de las comunidades indígenas. El Estado seguía tratando a los mapuches como campesinos pobres, no como pueblos con derechos territoriales colectivos. La lógica era asistencialista, no restitutiva.

En 1973, el golpe de Estado lo cambió todo. La dictadura militar de Pinochet profundizó la marginación indígena con una violencia inédita, se derogaron las escasas protecciones legales, se parcelaron las comunidades, se vendieron tierras ancestrales a empresas forestales nacionales y extranjeras. La Ley N° 2.568 permitió la división forzosa de comunidades, rompiendo siglos de organización social.

Miles de hectáreas pasaron a manos de CMPC y Celulosa Arauco, dando origen a uno de los monocultivos más devastadores del planeta: el de pino y eucalipto. Árboles que secan el suelo, destruyen la biodiversidad y convierten la tierra mapuche en polvo infértil. Chile comenzó a exportar papel… mientras importaba miseria en la Araucanía.

La dictadura además silenció la cultura, prohibió expresiones indígenas, persiguió dirigentes mapuches y militarizó regiones enteras. Cientos fueron torturados, muchos desaparecieron. Las comunidades fueron señaladas como “focos de subversión”.

Pero algo ocurrió en el corazón del Wallmapu, comenzó a renacer el fuego. Con el retorno a la democracia, nuevas generaciones de mapuches se formaron como abogados, profesores, comunicadores, historiadores. Surgieron organizaciones territoriales, colectividades culturales, movimientos de recuperación de tierras.

En 1997 nace públicamente la Coordinadora Arauco-Malleco (CAM), que asume la autodefensa territorial frente al despojo forestal. No pidieron permiso: alzaron la voz. Y con ello el Estado respondió como siempre: represión, allanamientos, cárcel, leyes especiales.

La democracia, que prometía inclusión, les ofreció solo criminalización. A partir de los años 90 se comenzó a aplicar por primera vez en democracia la Ley Antiterrorista contra mapuches. Una ley redactada en dictadura, usada por gobiernos de izquierda y derecha. ¿Quiénes eran los “terroristas”? Los que intentaban recuperar lo que ya había sido robado.

Al finalizar el siglo, el pueblo mapuche seguía en pie, más pobre que nunca, más criminalizado que nunca… pero más consciente, más organizado y más desafiante. Lo que comenzó con lanzas y parlamentos ahora avanzaba con memoria, derecho y fuego.

2000–2025. Militarización, criminalización y dignidad en resistencia

El siglo XXI comenzó con una promesa rota. Los gobiernos democráticos de centroizquierda, que hablaban de inclusión y justicia social, no solo mantuvieron intactas las estructuras del despojo, las reforzaron. Las comunidades mapuche que exigían devolución de tierras fueron respondidas con policías, querellas y represión sistemática.

Entre 2000 y 2025 el pueblo mapuche ha sido perseguido, espiado, infiltrado y acusado de terrorismo por defender su territorio. Se han allanado comunidades con helicópteros, carros blindados y fusiles de guerra. Se ha detenido a niños, golpeado a mujeres, arrastrado a ancianos. Se ha disparado a mansalva. El Estado chileno ha convertido la Araucanía en una zona de guerra… contra sus propios habitantes originarios.

La Ley Antiterrorista (creada en dictadura) fue usada por gobiernos de la Concertación, de Piñera y de Boric. Una ley con pruebas secretas, testigos sin rostro y penas desproporcionadas. El mensaje ha sido claro: quien recupere tierras robadas será tratado peor que un criminal económico.

En 2018, el asesinato de Camilo Catrillanca por parte del Comando Jungla (una unidad policial de élite) marcó un punto de inflexión. El crimen, cometido frente a su hija de seis años, no fue un caso aislado, fue el reflejo del desprecio estructural del Estado hacia el pueblo mapuche. Los intentos de encubrimiento por parte de Carabineros y autoridades mostraron que la verdad también es un territorio en disputa.

A pesar de todo, el pueblo mapuche no se ha rendido. Han surgido nuevos weichafes (guerreros), nuevas autoridades espirituales, nuevas redes de apoyo urbano, nuevos líderes y lideresas. La lucha se ha diversificado. Hay recuperación de tierras pero también radios mapuche, escuelas interculturales, literatura bilingüe, jurisprudencia indígena, cine, arte, filosofía ancestral.

Se han rearticulado las demandas: no solo tierras, también autonomía, libre determinación, plurinacionalidad. No es venganza, es justicia. No es odio, es memoria.

El proceso constitucional iniciado en 2021 abrió una ventana de esperanza. Por primera vez había escaños reservados para pueblos originarios, propuestas de restitución y un reconocimiento oficial al Wallmapu. Pero el rechazo a la nueva Constitución en 2022 volvió a cerrar esa puerta. Chile no estaba preparado, al parecer, para aceptar que no es un país homogéneo. Que su historia no comienza en 1810 y que hay una nación originaria que no ha sido derrotada.

Y mientras tanto, las forestales siguen explotando tierras sagradas. El monocultivo destruye ecosistemas enteros. El Estado mantiene la zona militarizada. Y los noticiarios repiten todos los días que “la Araucanía es la zona más peligrosa de Chile”. Lo que no dicen es que es la más peligrosa… para quienes tienen cuentas pendientes con la historia.

Foto de Francisca Silva

Devolver la tierra no es un favor, es una deuda

El pueblo mapuche ha resistido cinco siglos sin rendirse. No lo vencieron los españoles. No lo venció la República. No lo venció la dictadura. No lo ha vencido la democracia.

Chile ha cambiado presidentes, constituciones, partidos, discursos… pero no ha cambiado su relación con la Araucanía, la sigue viendo como una amenaza, no como un origen.

Hoy, más de 1.8 millones de mapuches viven dentro del Estado chileno. Pero no dentro de su proyecto de justicia. Sus tierras siguen ocupadas. Sus bosques, explotados. Sus autoridades espirituales, ridiculizadas. Sus niños, vigilados. Sus líderes, encarcelados. Y aún así, siguen sembrando, siguen luchando, siguen hablando su lengua, siguen caminando hacia la recuperación de lo que fue suyo.

La deuda del Estado chileno con el pueblo mapuche no se salda con bonos, ni con programas asistencialistas, ni con mesas de diálogo televisadas. Se salda con restitución territorial, con reconocimiento político, con justicia simbólica y material. Con verdad.

Devolver la tierra no es un acto de generosidad del Estado, es un acto mínimo de reparación.

Porque ningún país puede construir un futuro si no reconoce la dignidad de su pasado. Y Chile, si quiere ser verdaderamente libre, debe comenzar por pedirle perdón a su primer pueblo. No con palabras vacías. Sino con hechos concretos, urgentes y profundos.

La Araucanía no es una amenaza. Es una raíz. Y toda nación que corta su raíz, termina cayendo

El Estado chileno no pacificó la Araucanía, la invadió. No integró al pueblo mapuche, lo despojó. No lo reconoció como raíz, lo quiso enterrar.

Pero cada hectárea robada, cada bosque incendiado, cada nombre prohibido, solo avivó el fuego ancestral que aún arde bajo esta tierra. El mapuche no pide caridad, exige justicia. No viene a mendigar, viene a recuperar lo que le fue robado. Y no está solo, lo acompaña la historia, la memoria y la certeza de que ningún imperio, por más blindado que esté, puede apagar para siempre el grito de una nación que nunca se rindió….