El lunes 28 de abril, un apagón masivo envolvió a toda la España peninsular, Portugal y partes del sur de Francia. Nada funcionaba: ni los teléfonos móviles, ni los trenes.

Yo estaba en la estación del metro cuando, de repente, todo oscureció.

Lo primero que pensé: Se armó la gorda. Debió haber ocurrido un intercambio nuclear en algún lugar, y hemos sido afectados por un pulso electromagnético (EMP)—una hipótesis nada descabellada dado nuestro contexto. Una detonación nuclear, además de la destrucción, las lesiones  y la contaminación provocadas por el calor extremo, la onda expansiva y la radiación, también genera un EMP capaz de inhabilitar todos los dispositivos electrónicos dentro de su radio de alcance. Su efecto puede extenderse mucho más allá del sitio de la explosión, dependiendo de la altitud de la detonación—cuanto más alta, mayor será su alcance.

Al salir de la oscuridad de la estación de metro, me alivió ver que los autos parecían estar funcionando—la mayoría de los vehículos modernos dejarían de funcionar tras un EMP. Subí a un autobús y noté que el GPS (avisando cuáles paradas seguían) continuaba operando —otra prueba en contra de la teoría de un EMP nuclear. Aun así, seguía intranquilo. Un EMP nuclear podría haber afectado el borde del país, sin afectar directamente a Madrid, y aun así haber desestabilizado la red eléctrica nacional. Así que, aunque la posibilidad de un EMP se volvía cada vez menos probable, no podía descartarse por completo, especialmente en el clima geopolítico actual.

Los pasajeros en el autobús conversaban. Ningún teléfono funcionaba, y nadie tenía noticias. Nadie tenía una radio, pero el móvil de un señor había logrado recibir un mensaje de un amigo minutos después de que comenzara el apagón: el apagón no solo era nacional, sino que también había afectado a Francia y Portugal, y quién sabía cuántos otros lugares. Esto era serio.

Mientras el autobús avanzaba por las calles, la multitud crecía. España cuenta con una extensa red ferroviaria, y el transporte público—especialmente el metro—es asequible y eficiente, por lo que muchas personas dependen de él. Como hormigas saliendo de un hormiguero alborotado, la gente emergía de las estaciones de metro, inundando las calles. La cantidad de personas era abrumadora. El tráfico estaba paralizado. Reinaba la incertidumbre.

Yo seguía algo ansioso, pero me contuve. Por un lado, no quería esparcir el pánico. Por otro, en medio del caos, sorprendentemente, me vi disfrutando del lento recorrido del autobús. Mientras que en los pueblos pequeños o ciudades más chicas la gente suele ser más amigable y abierta, en las grandes ciudades —como Madrid y Barcelona— cada quien está en lo suyo y apenas reconocen la presencia de los otros en el transporte público. Pero ahora, la gente hablaba y compartía información. Se tranquilizaban unos a otros y hasta bromeaban juntos. Había cierta sensación de compañerismo, de que todos estábamos en esto juntos.

Me bajé del autobús varias cuadras antes de mi parada y, mientras caminaba rumbo a casa, mi mente divagaba—calculando el poco dinero en efectivo que tenía, haciendo un inventario mental de mis provisiones, considerando cómo las racionaría y cuánto tiempo me durarían. Todavía no tenía idea de lo que realmente estaba sucediendo.

Fue entonces cuando me topé a un camión estacionado con las puertas abiertas, transmitiendo la radio nacional a todo volumen. El camionero, de pie junto a su vehículo, amablemente informaba a los transeúntes que, como yo, se paraban a preguntarle qué sabía. ¡Por fin, algo de información! Se trataba de un apagón nacional, originado en España, que afectaba a gran parte de Portugal y solo algunas zonas del sur de Francia. Nadie sabía la causa, pero se esperaba que el suministro eléctrico regresara en cinco a diez horas. Las autoridades aconsejaban evitar conducir y permanecer donde estaban—los embotellamientos estaban paralizando la ciudad. Los aeropuertos y hospitales seguían operativos, y hasta el momento no se reportaban grandes tragedias.

¡Qué alivio! No había una guerra nuclear, ni un conflicto europeo desbordado, y—aparentemente—ningún ciberataque.

Aun así, para muchos, el caos era absoluto. Cientos quedaron atrapados en túneles del metro y ascensores—aunque estos fueron rescatados con celeridad—mientras que unos 35,000 pasajeros quedaron varados en alguna parte de la vasta red ferroviaria del país. El tren de alta velocidad, que normalmente atraviesa media España en menos de tres horas, se convirtió en una pesadilla para quienes quedaron atrapados en medio de la nada—o peor aún, dentro de un túnel.

Las carreteras y autopistas colapsaron bajo la presión. Los grandes supermercados cerraron sus puertas, pero algunos pequeños negocios—bazares, bodegas—siguieron operando solo con pagos en metálico. Los restaurantes se adaptaron, sirviendo bebidas y bocadillos fríos a quienes tuvieran dinero en mano.

Al igual que el conductor del camión que me topé llegando a casa, había varios automovilistas que subieron el volumen de las radios de sus carros aparcados para que los transeúntes se pudieran enterar de qué estaba pasando. Un arpista africano, que suele amplificar su kora con una bocina, enchufó en ella una radio y recorría las calles con las noticias a todo volumen divulgando la preciada información. Ciudadanos comunes se pusieron chalecos amarillos y empezaron a dirigir el tráfico y regular los cruces. Heladerías comenzaron a regalar helado, y algunos desconocidos generosos ofrecían pagar las bebidas de otros. La gente conversaba—en los autobuses, en los parques, en las terrazas—tranquilizándose, brindando apoyo y ayudando a adultos mayores a llegar a sus casas.

Algunas personas con movilidad reducida permanecieron en restaurantes o cafeterías al aire libre, dejando que pasara algo de tiempo antes de tener que enfrentarse a un edificio sin ascensor. Poco a poco, más gente se les fue uniendo y, lo que comenzó como pequeños grupos, se transformó en reuniones espontáneas y festivas. En algunas plazas, desconocidos comenzaron a mezclarse, jugar, cantar y bailar con la música que ellos mismos improvisaban.

Para muchos viajeros, sin embargo, la situación era todo menos festiva. Muchos caminaron durante horas, arrastrando su pesado equipaje, solo para terminar durmiendo en el suelo de enormes estaciones de tren. Aun así, la gente mantuvo la paciencia. En la incomodidad de la estación, la gente conversaba, se ayudaba y compartía comida. Algunas empresas cercanas a estas estaciones abrieron sus puertas para servir como refugios temporales, mientras que los equipos de emergencia repartían mantas y catres. Incluso algunos residentes cercanos a las estaciones ofrecieron abrir sus hogares a desconocidos.

En general, la gente fue considerada y, en muchos casos, sorprendentemente generosa. Así que, mientras Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, pedía la intervención militar para controlar los supuestos disturbios y el caos, en realidad no hubo disturbios ni saqueos. A pesar del colapso generalizado en todo el país, apenas hubo accidentes de tráfico. En algunas zonas, la delincuencia incluso disminuyó—hasta en un 70% [1].

Ese lunes bien podría haber sido un capítulo en el libro Dignos de ser humanos, de Rutger Bregman, contradiciendo una vez más la idea cínica de que las personas son inherentemente egoístas y violentas. Este episodio refutó lo que el primatólogo holandés Frans de Waal llama la “teoría del barniz”: la noción de que la civilización es solo una fina capa superficial y frágil que está lista para romperse en cualquier momento, revelando la verdadera naturaleza de la humanidad—cruel y egoísta. Sin embargo, la evidencia sugiere lo contrario: en tiempos de crisis, la gente demuestra empatía y compasión.

En su libro Encubierta: mi vida al servicio de la CIA, Amaryllis Fox relata que fue testigo de cómo excombatientes—que una vez enemigos acérrimos—se reían juntos y compartían la mesa, simplemente porque sus circunstancias habían cambiado. De alguna manera, habían logrado superar sus intensas diferencias y reconocer la humanidad en el otro. Ella describe este fenómeno como el disipar un “hechizo de cuento de hadas”, un hechizo que deshumaniza al adversario y lleva a las personas a cometer atrocidades. Una vez que se elimina esa deshumanización, que se disipa el hechizo, las personas se ven en una posición de poder trabajar juntas. Se dan cuenta de que, en esencia, no son tan diferentes. De que, al final, todos estamos en el mismo barco.

Así que, en España, mientras varios políticos se empeñaban en señalarse con el dedo, por un día, a la mayoría de la gente esto dejó de importarle. Las diferencias políticas pasaron a un segundo plano. Ese día, la gente entendió, a un nivel muy profundo, que a pesar de sus diferencias, estaban todos juntos en esto. Más aún, se sentía bien eso de ser generosos y amables los unos con los otros.

¿Qué significa esto para la abolición nuclear? La disuasión nuclear se basa en la creencia de que la naturaleza humana es propensa a la violencia—de que la gente necesita una gran amenaza para mantenerse a raya y evitar enfrentamientos bélicos. La doctrina de Ursula von der Leyen, “paz a través de la fuerza”, opera bajo esta premisa y, por lo tanto, el desarme nuclear se vuelve algo imposible, porque, pese a sus riesgos, las armas nucleares siempre serán necesarias.

Pero, ¿y si más bien partimos de la suposición de que las personas realmente buscan la paz—aunque no siempre estén conscientes de ello? ¿de que los humanos no son necesariamente propensos a la guerra y a la violencia? En ese caso, la abolición nuclear no solo es posible, sino que se convierte en el camino más lógico.

«Si vis pacem, para bellum», “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Esta frase ha guiado la doctrina militar durante siglos, pero la historia ha demostrado una y otra vez que la militarización y la movilización generan conflicto, no paz. Si realmente queremos la paz, el enfoque correcto debe ser «Si vis pacem, para pacem»—“Si quieres la paz, prepárate para la paz”.

La paz no es simplemente la ausencia de guerras o conflictos. La paz, más bien, exige la resolución no violenta de los conflictos, alcanzada mediante arduos esfuerzos diplomáticos. Requiere construir puentes, fomentar oportunidades de cooperación y garantizar justicia, igualdad y el estado de derecho.

En pocas palabras, la paz es un esfuerzo continuo por disipar el hechizo de la “otredad”.

Así que, mientras nos arrollamos las mangas y enfrentamos el desafío que tenemos por delante, abordemos nuestra lucha por la abolición nuclear con amabilidad y comprensión. Dediquémonos a abrir mentes, a cuestionar las narrativas arraigadas sobre el nuclearismo y a liberarnos de la trampa de la deshumanización, incluso en nuestra propia forma de pensar.

Que nuestro trabajo hacia un mundo libre de armas nucleares parta de la esperanza y de una profunda fe en la humanidad. La paz es posible—podría incluso estar más cerca de lo que creemos.

 

[1]  Según los informes policiales,  las tasas de crímenes se redujeron el lunes, 28 de abril en más de un 30% en Andalucía, 70% en Madrid y un 80% en Valencia. Si bien este artículo atribuye este fenómeno parcialmente al fuerte despliegue policial, lo cierto es que se reportaron pocas incidencias, y los policías mismos colaboraban con las necesidades de las personas (la gente percibió que estaban para ayudar, no para controlar o atemorizar). Apagón energético: El despliegue policial permite reducir la criminalidad en la C.Valenciana pese a la falta de electricidad

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