16 de abril 2024, El Espectador

Hace 6 años y 6 horas murió mi papá, y todos los días pienso qué estaría haciendo él en estos momentos de incertidumbre en los que hasta el oxígeno se convirtió en ideología, y fanatismos de uno y otro lado —en vez de ser motores de cambio o de una oposición inteligente— han complejizado la ya difícil convivencia, como si fuera mejor profundizar las grietas en vez de resolverlas.

No dejo de preguntarme qué estaría haciendo hoy mi papá, el gaitanista de corazón y acción; el hombre estricto y soñador que desafió esquemas y paradigmas empresariales. Qué propondría hoy el visionario creador de un modelo de protección social que por casi 70 años les ha dado dignidad y bienestar a millones de trabajadores colombianos.

Roberto, mi papá, vivió en modo humanismo y exigencia, sensibilidad y empatía; fue un viajero incansable, un pensador valiente y un ejecutivo perfeccionista que nunca dejó de oír a Edith Piaf y a Vivaldi; jamás pasó la sal de mano en mano, ni aceptó sentarse en una mesa de 13. Fue un empresario insobornable, defensor de lo justo, lo recto y lo correcto; amante de “La vie en rose” y del arte y la cultura como alimentos imprescindibles para el alma.

Qué estaría diciendo hoy el papá mío, el que nos quiso “hasta el infinito y más allá” y nos demostró que valía la pena adelantarse al tiempo y asumir desafíos y amenazas, todo, con tal de generar escenarios solidarios que ayudaran a cerrar las brechas internas de una estructura social fallida. Él tenía los ojos verde-azules y las manos llenas de sol, y en su escritorio la Declaración de los Derechos Humanos escrita en francés; fue absolutamente respetuoso de los principios éticos y de las líneas rojas inamovibles, pero nunca permitió que lo frenaran los preceptos retrógrados que propician inequidad e injusticia social. Él me enseñó con su vida, que a una convicción no se renuncia por miedo ni por escepticismo, y que darse por vencido no es una opción.

Mi papá ya no está, pero quienes tengan parcialmente claro el país que necesitamos, deberían levantarse de sus silencios, moderar sus diferencias y comprender que nada bueno nace del “divide y reinarás”; tanto cruce de ofensas, tantos INRIs en las frentes propias y ajenas, nos impiden vernos con otra luz y en otra realidad. Gobernar exige reconstruir una sociedad atravesada por individualismos y polizarizaciones, y enseñarle a dirimir en paz sus conflictos.

Los extremos deberían comprender que una buena estrategia no es la que fragmenta sino la que sirve de hilo conductor; es preciso aclarar el rumbo y entender que otredad no significa enemistad. A ver si logramos sacar adelante la unidad, que hoy vemos tan lejana. El acuerdo nacional, el gran pacto social no se trata de lograr un país anestesiado en el que deambulen como zombis 50 millones de borregos, ni es cambiar democracia por dictadura, ni anclarnos a dogmas que han demostrado su inutilidad. Se trata de lograr un país dinámico y equitativo, capaz de pensarse y perdonarse con una conciencia a la vez crítica y generosa; 50 millones de personas con sueños y saberes distintos, posibilidades y culturas que enriquezcan el concepto nación. Un país justo, con acceso a la tierra y a las oportunidades, donde la venganza sea un término archivado, y ni la paz ni la diferencia cuesten la vida. Con menos arrebatos mesiánicos y más modelos sociales concertados, que generen más trabajo y menos pobreza, más consideración y menos rabia, más bienestar y menos abismos, hasta que un día en Colombia no haya que andar a la defensiva, y nadie sea el vidrio roto ni la piedra que lo rompió.

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