Por David Casassas, Julio Martínez-Cava y Daniel Raventós.
1. IntroducciónEn 1922, Harold Laski, quien poco después llegaría a ser uno de los principales líderes de izquierdas del Partido Laborista, afirmaba:

Si partimos, no del supuesto de que la propiedad otorga derechos por el mero hecho de ser propiedad, sino de que las funciones consideradas socialmente valiosas requieren derechos para que los individuos puedan llevarlas a cabo (…) entonces desaparecerá la base del conflicto [de clase]. Entonces nos movemos hacia una concepción que trata de asegurar una base mínima de civilización para cada individuo con el objetivo de hacer posible su condición de ciudadanía (Laski, 1922: 9. Subrayado nuestro).

No es casualidad que, desde sus orígenes, la tradición socialista haya coqueteado a menudo con la idea de garantizar de por vida un sustento básico de forma individual a todos los miembros de la comunidad política. En algunas ocasiones, las propuestas adoptaron formas muy similares a lo que hoy denominamos “renta básica” (RB en lo sucesivo). Los valedores de esa garantía de un ingreso mínimo monetario desde una perspectiva socialista, con distintos argumentos, se han sucedido desde principios del siglo XIX hasta nuestros días. Entre ellos se cuentan figuras de peso como Thomas Spence, Thomas Skidmore, Joseph Charlier, François Huet o Jacob Kats, que defendieron la idea desde los postulados del socialismo agrario y el fundamento de la propiedad común de la tierra; Bertrand Russell, Dennis y Mabel Milner o el ya mencionado Harold Laski, desde la izquierda del Partido Laborista en el primer tercio del siglo XX; James Meade, Abba P. Lerner u Oskar Lange, desde las posiciones del “socialismo de mercado”; y ya en la segunda mitad del siglo XX, la han defendido socialistas como Erich Fromm, Martin Luther King, André Gorz, Achille Occhetto, Michael Krätke, Antoni Domènech, Erik Olin Wright, Andy Stern, Katja Kipping, Yannis Varoufakis o John McDonnell[1].

En este artículo ofrecemos una reconstrucción de las bases normativas sobre las que se han articulado históricamente –y sobre las que pueden seguir articulándose hoy– esas variadas apuestas de los socialistas por la RB. Dar cuenta de esos supuestos éticos y filosófico-políticos compartidos es interesante no solo para poner de relieve que la propuesta no constituye una idea creada ex nihilo a finales del siglo XX (sus principios más bien presentan milenarias raíces), sino que puede ser, además, particularmente útil para mostrar la robustez normativa y la vigencia que puedan tener las propuestas de RB que, “desde la izquierda”, se formulan hoy día.

 

2. La justificación de la renta básica

A la defensa de la propuesta de la RB se llega por motivaciones diferentes (Raventós, 2017: 35 y ss.). Algunos autores defienden la RB por motivaciones que pueden ser calificadas de instrumentales. Una especie de mal menor ante otras posibilidades que serían peores. Como ejemplos de ello cabría incluir el caso de quienes consideran que la RB podría actuar como un medio para evitar que los pobres pudieran llegar a una situación demasiada peligrosa y amenazante que pusiera en peligro el orden social (Niño-Becerra, 2009). Otro ejemplo: el de aquellos que ven la RB como una posibilidad o un medio para sentirse más “justificados” –más legitimados– para exigir la privatización de la sanidad y de la educación públicas, etc.: la posibilidad de una defensa neoliberal de la RB como medio para desmantelar el Estado del Bienestar no puede pasar desapercibida (véase especialmente Murray, 2006). Esta es, sin duda, una línea de demarcación muy clara entre las propuestas de izquierda y de derecha de la RB. Otros autores y autoras, en cambio, no evalúan la medida por razones instrumentales, y discuten cuestiones como la justicia o injusticia de la propuesta.

Para decidir si una medida es justa o no, se debe explicar antes lo que se entiende por justicia. Nadie acostumbra a defender en público sus ideas exponiendo su injusticia: salvo algún caso digno de estudio, todo el mundo alega que defiende “una sociedad justa”; pero hasta el más proclive a la condescendencia se da cuenta de que la justicia de, pongamos por caso, Donald Trump, poco tiene que ver con la defendida por Martin Luther King, o de que la justicia de Adolf Hitler poco tiene que ver con la de Alexandra Kollontai, y así podríamos seguir.

Dado que la objeción más potente que podría hacerse a esta propuesta no es que materialmente fuese imposible financiarla, sino que fuera injusta, preguntarnos por la justicia de la propuesta de la RB resulta algo muy razonable. De poco serviría una medida social que fuera política o económicamente viable si no fuera, además, justa. Por ejemplo, imaginemos una sociedad en la que solamente recibieran un subsidio de desempleo las personas que acreditasen 10 años de cumplimiento de todos los ritos obligatorios que establece para sus fieles la Iglesia Católica. Hacer técnicamente factible esta propuesta no sería nada complicado, pero muchas personas, quizás una inmensa mayoría, considerarían que no es una medida justa.

Las principales concepciones de la justicia que actualmente se enseñan en las facultades de filosofía son muy variadas, pero puede ser útil, con fines didácticos, acotarnos a las liberales y las republicanas.

Empecemos por el liberalismo. Contrariamente a lo que se ha tendido a sostener a menudo en el mundo académico, el liberalismo como tradición política nace en las Cortes españolas de Cádiz (1812) y después se difunde por el mundo[2]. De entre las muchas y variadas formulaciones que adoptó esta tradición política[3], tendió a prevalecer a lo largo del siglo XIX la doctrina según la cual el principal requisito para que los actores sociales sean libres es que sean iguales ante la ley –con independencia de las condiciones materiales y simbólicas que puedan acompañar a los individuos y grupos que habiten la sociedad gobernada por dicha ley–. Si no se nos declara formalmente esclavos (o mujeres dependientes de sus padres o maridos, o “abyecta plebe”, o chusma que deba ser gobernada por “los mejores”), nuestra condición de libres se ve preservada, sostiene esta doctrina, por mucho que en nuestro día a día nos veamos obligados a rendir pleitesía a empleadores, compañeros sentimentales y demás sujetos de cuyo arbitrio podamos depender. La figura destacada en esta tradición es la del “contrato”: la sociedad se compone de seres libres (en tanto que iguales ante la ley) que acuerdan las condiciones de su vivir en sociedad sin verse sometidos a coacciones. La desconsideración de las bases sociales y económicas de la libertad por parte de esta doctrina llevó a no pocos teóricos y comentaristas a considerar esa figura contractual (y, por ende, esa noción de libertad) como una “ficción jurídica” (Marx, 2009 [1867]: 706; Morris, 2013 [1886]: 230; pueden verse también variados ejemplos recopilados en Gourevitch, 2014: Capítulo 3; y más recientemente Ellerman, 1992: 111).

A menudo, sin embargo, encontramos que se denominan “liberales” propuestas que provienen del mundo académico. Es útil, por tanto, distinguir entre el liberalismo político y este liberalismo académico, de origen relativamente reciente (Arcarons et al., 2017: 20). El liberalismo académico constituye una amalgama de teorías de la justicia en la que pueden estar comprendidos autores y autoras que políticamente se situarían muy a la derecha, otros en el centro y, finalmente, otros en la izquierda, una izquierda más o menos moderada que, en algunas ocasiones, se escora hacia posiciones algo más radicales (Edmundson, 2017; Rawls, 2001). Dentro del liberalismo académico pueden encontrarse muchas subespecies: “libertarianos” de derecha o propietaristas, igualitaristas, etc.… ¿Qué tienen en común estas teorías? Ante todo, una concepción de la justicia que prohíbe al Estado imponer una jerarquía entre los muchos y muy variados proyectos de la vida buena que las distintas personas de una sociedad puedan llegar a tener. Una vida buena, sostienen, depende de los objetivos, de las creencias sobre cómo funciona el mundo y de las capacidades naturales, psíquicas y físicas de cada uno. Ciertamente, como han señalado Skidelsky y Skidelsky (2013), la vida buena no se reduce a un mero deseo, sino que constituye la imagen y la praxis, hasta donde sea posible, de lo que para nosotros sería una vida deseable. Puede constatarse que una vida buena para una persona atea racionalista tendrá un carácter muy diferente al que tendrá para una persona que crea en el misterio de la santísima trinidad y en la necesidad imperiosa de seguir las directrices de la Iglesia Católica, o que sea creyente en la metempsicosis. Lo que es una buena vida no lo debe decir ni impulsar ni favorecer el Estado, sino que es decisión individual de cada una de las personas.

Sobre el republicanismo, es necesario manejar una distinción parecida a la que empleamos anteriormente: la que nos permite trazar una línea divisoria entre el “republicanismo histórico” (que, a su vez, se puede dividir entre sus variantes más “oligárquicas” y sus variantes más “democráticas”[4]) y el “neorrepublicanismo académico” (Domènech y Raventós, 2007).

El republicanismo democrático y el antidemocrático (u oligárquico) comparten la perspectiva de que la existencia material garantizada es requisito para la libertad. Quien no tiene esta existencia material garantizada depende de otro para vivir socialmente. Esta es la razón por la que hay quienes hablan de “la naturaleza propietaria o propietarista” de esta tradición (Casassas, 2007, 2018; Raventós, 2007). Sin embargo, así como el republicanismo oligárquico sostiene que los que no sean propietarios deben ser excluidos de la ciudadanía, el republicanismo democrático defiende que deben asegurarse los medios para que toda la población sea materialmente independiente y, así, pueda formar parte de manera efectiva de la ciudadanía.

El neorrepublicanismo académico, por el contrario, debe su nacimiento a un gran esfuerzo historiográfico acaecido sobre todo en la segunda mitad del siglo XX (Audier, 2015). Sin embargo, este interés trascendió pronto los despachos y archivos de los historiadores, llegando a configurarse como una teoría normativa más o menos sistematizada que constituye hoy día una de las principales ramas de la teoría política contemporánea y de la historia del pensamiento político (para sus principales formulaciones, véanse Skinner, 1998; Pettit, 1999; Pocock, 2002). Uno de sus mayores valedores, Philipe Pettit, ofrece una definición de la libertad republicana como ausencia de dominación, esto es, como ausencia de la mera posibilidad de que existan interferencias arbitrarias por parte de terceros (ya sean de particulares o de la autoridad pública).

La diferencia fundamental de algunas versiones muy extendidas del  neorrepublicanismo académico con respecto al republicanismo histórico es que, para este último, la fuente fundamental de vulnerabilidad es la carencia de independencia socioeconómica. Si se descuida esa raíz institucional fundamental de la capacidad de dominar –algo que sucede a menudo en los esquemas neorrepublicanos (al menos hasta fecha más reciente y salvada la excepción de Pocock entre los pioneros)–, entonces la “dominación” se puede diluir y desinstitucionalizar, y caerían también bajo ella aspectos de las relaciones humanas que el republicanismo histórico jamás habría considerado relevantes políticamente (Meiksins Wood, 2008). Veamos esta concepción republicano-histórica de la libertad más de cerca para entender cómo puede fundamentar la justicia de la RB. Como se observará enseguida, nuestro interés extiende la preocupación por el republicanismo hasta la tradición socialista: asumiremos aquí que esta última fue heredera de los valores, símbolos (y, en ocasiones, hasta de los activos militantes) del republicanismo democrático moderno (Martínez-Cava, 2020; Raventós, 2021; Casassas, 2024).

 

3. Las raíces históricas y la cuestión de la propiedad

Los orígenes de la tradición republicana democrática pueden trazarse hasta la Atenas posterior al 461 antes de nuestra era. Allá triunfó el programa democrático revolucionario del mundo clásico, que podemos resumir en: 1) la redistribución de la tierra; 2) la supresión de la esclavitud por deudas; y 3) el sufragio universal acompañado de remuneración suficiente (misthos) para los cargos públicos electos (Domènech, 2004: Capítulo 2). Importante es señalar que “democracia” significaba para los griegos el gobierno de los pobres (libres[5]). Ya en estos tiempos tan lejanos, Aristóteles definió el trabajo asalariado como “una suerte de esclavitud limitada” (Política, 1990 [s. IV a. e. c.]: 1260b) o, si se prefiere en términos más contemporáneos, un tipo de “esclavitud a tiempo parcial”. La razón de esta caracterización reside en la evidencia, para el Estagirita, de que los trabajadores asalariados son sujetos desposeídos y dependen de los propietarios para sobrevivir, lo que significa también que los “esclavos a tiempo parcial” se ven obligados a renunciar a su capacidad de determinar en qué trabajar y cómo[6]. Alrededor de medio siglo antes de escritas estas palabras de Aristóteles, los dirigentes de los pobres libres de la democracia ática habían instaurado el misthos. El misthos, palabra que puede traducirse por ‘paga’, ‘salario’ e incluso ‘renta’, era la remuneración pública que se ideó para posibilitar el desempeño de los cargos de las distintas instituciones democráticas por parte de los pobres libres. El misthos fue instituido para que los pobres libres pudieran aparcar sus ocupaciones, aunque fuera provisionalmente, para poder desempeñar las tareas derivadas de los distintos procesos electorales de la democracia ateniense. Sin misthos no podía haber participación en las tareas públicas, salvo para los pocos ciudadanos que tenían alguna propiedad que les permitiera poder hacerlo. Aunque el misthos y la RB, tal como la conocemos hoy día, tienen unas diferencias notables (el misthos se concedía por unas tareas determinadas, aunque una fuera tan amplia como la asistencia a la asamblea), también gozan de similitudes en absoluto despreciables.

Efectuemos un salto en el tiempo y observemos reveladores isomorfismos. Gerrard Winstanley, uno de los dirigentes de los Diggers de la Revolución inglesa de 1640, afirmó veintidós siglos después del ocaso de la democracia ática: “Inglaterra no será un pueblo libre hasta que los pobres sin tierra dispongan de una libre asignación para cavar y labrar los comunes” (Winstanley, 1983 [1649]: 87). Las propuestas del ala más radical de la Revolución inglesa son un ejemplo paradigmático del tipo de republicanismo democrático al que nos referimos (Hill, 1998).

La extensión de las relaciones capitalistas, y especialmente la industrialización en el mundo occidental, obligaron a las fuerzas republicanas a replantear muchas de sus propuestas. El trabajo asalariado y dependiente se convirtió en la figura laboral más común, algo insólito históricamente hablando (Meiksins Wood, 2002). Adam Smith y otros componentes de la Ilustración escocesa observaron que la desposesión hacía “proceder a los trabajadores con el frenesí y la extravagancia propios de los desesperados”, lo que les obligaba a aceptar los términos y condiciones que los propietarios de los medios de producción pudieran querer imponer (citado en Casassas, 2010).

En la guerra de independencia norteamericana, algunas figuras importantes defendieron que no se podía ser libre si no se disponía al menos de “cuarenta acres y una mula” (Amar, 1990). ¿Por qué? Nuevamente, porque esta pequeña propiedad aportaba independencia económica y social. Indudablemente, los revolucionarios franceses de izquierda, como Robespierre, Marat o Thomas Paine, se propusieron construir una república democrática compuesta por personas con acceso a la propiedad, una propiedad que, según fuera la estructura social del país o región, podía adoptar múltiples formas jurídicas: desde el modelo de pequeños propietarios particulares (a lo Jefferson) hasta la recuperación del acceso a los bienes comunes (Belissa y Bosc, 2013; Bosc, 2016; Gauthier, 1992).

Marx comprendió plenamente el papel que jugaban los derechos de propiedad como condición de la libertad del ciudadano (Leipold, 2017). Y aunque lo dejó escrito de una forma muy diferente, el “aire de familia” común es indiscutible:

El hombre que no posee otra propiedad que su propia fuerza de trabajo, en cualesquiera situaciones sociales y culturales, tiene que ser esclavo de los otros hombres, de los que se han hecho con la propiedad de las condiciones objetivas del trabajo. Sólo puede trabajar con el permiso de estos, es decir: sólo puede vivir con su permiso (Crítica del Programa de Gotha en Marx y Engels, 2010 [1891]: 81).

Constituyen ideas, todas ellas, expresadas de distintos modos, pero con un factor común de primera importancia que nos permite aprehender cómo esta tradición intelectual y política entendió que funcionaba la sociedad: reconociendo que la vida social está plagada de amenazas a la libertad, y que estas amenazas provienen, en gran medida (pero no solo), de cómo esté configurada la estructura de la propiedad.

Sea como sea, conviene señalar aquí que, para la concepción histórica de la libertad republicana, la propiedad permite el disfrute de la libertad, ya se trate de propiedad personal o colectiva[7]. La propiedad se ha entendido republicanamente como un control protegido y perdurable sobre un conjunto de recursos que hace posible la existencia material o la independencia personal.

Es importante observar en este punto que ese “control protegido y perdurable sobre un conjunto de recursos materiales e inmateriales” puede adoptar, según la configuración política y legal de la propiedad, la forma de un disfrute privado o la de un disfrute común público sobre determinados objetos. En el caso de las formas legalmente personificadas de propiedad, ser “propietario” no significa necesariamente disfrutar de un “exclusivo y despótico dominio” sobre cosas externas, “con total exclusión del derecho de cualquier otro individuo en el universo”, como asentaría la seminal definición de W. Blackstone (1979 [1765-1769]: 2, II, 1). La definición de propiedad de Blackstone resulta importante, puesto que se convirtió en central en el moderno mundo capitalista, pero, como reconocía (y lamentaba) el mismo Blackstone en sus Comentarios sobre las leyes de Inglaterra, todos los derechos de propiedad estaban, de facto, limitados por la propia ley y las costumbres (Mundó, 2018: 41-43). De forma significativa, el propio momento histórico de Blackstone asistió a la emergencia de formulaciones antagónicas a la del jurista inglés. Podemos destacar aquí el caso de Robespierre, que se expresó de forma meridianamente clara en su famoso discurso sobre las subsistencias, de diciembre de 1792:

¿Cuál es el primer fin de la sociedad? Mantener los derechos imprescriptibles del hombre. ¿Cuál es el primero de esos derechos? El de existir. La primera ley social es, pues, la que asegura a todos los miembros de la sociedad los medios de existir; todas las demás se subordinan a ésta; la propiedad no ha sido instituida, ni ha sido garantizada, sino para cimentar aquella ley; es por lo pronto para vivir que se tienen propiedades. Y no es verdad que la propiedad pueda jamás estar en oposición con la subsistencia de los hombres (Robespierre, 2005 [1792]: 157).

Es en este sentido en el que cabe una justificación republicana de la RB, puesto que esta no sería sino una forma concreta de encarnar o llevar a la práctica el ideal de la independencia socioeconómica tan preciado para el pensamiento republicano. Además, como hemos explicado anteriormente, la vertiente democrática de este pensamiento exige que la libertad llegue a todos los hombres y mujeres que viven en una cierta comunidad. Este requisito encaja a la perfección con la “universalidad” de la RB: de lo que se trataría es de universalizar la condición de “propietarios” –en el sentido de sujetos y grupos que gozan de “control de recursos”– que aquí se sostiene. En esta misma dirección, recordemos la declaración de Robespierre (périssent les colonies plutot que les principes!) que aterró a los colonialistas esclavistas, y recordemos también a Mary Wollstonecraft, quien se hizo eco de las exigencias del “Club de mujeres republicanas” jacobinas, como Claire Lacombe, para exigir la extensión de la libertad republicana a las mujeres (Wollstonecraft, 2012 [1792], véase también Coffee, 2014): de acuerdo con el espíritu que animó y anima el republicanismo democrático, nadie, sea cual sea su género, origen étnico-geográfico y/o extracción social, puede quedar desposeído del acceso o del control de esos recursos que cimentan la libertad efectiva.

Si el republicanismo democrático involucra esta concepción de la propiedad amplia y proteica a nivel jurídico y, sostenemos, constituye una forma ejemplar de justificar la RB, ¿añadió algo novedoso el socialismo, en términos normativos, a este debate?

 

4. La contribución socialista

El socialismo es una tradición política enormemente heterogénea y compleja que actualizó los viejos ideales del republicanismo democrático a las sociedades industrializadas del siglo XIX en adelante, si bien en ese proceso de recepción muchas ideas y prácticas tradicionales quedaron modificadas y otras nuevas pasaron a ocupar un papel central (Domènech, 2004; Gourevitch, 2014; Martínez-Cava, 2020; Scotto, 2019; Thompson, 2012; White, 2011; Arcarons et alter, 2023).

Visto desde esta perspectiva, la vieja reivindicación socialista en favor de la propiedad colectiva y el control de los (grandes) medios de producción no era sino una forma de expresar la voluntad de ponerlos a disposición de toda la ciudadanía, con el fin de evitar el control privado, privativo y excluyente para beneficio de sus propietarios: sabemos desde los tiempos de Aristóteles que, cuando la concentración de propiedad excede determinado nivel, esta deja de cumplir su “función social” –primeramente, satisfacer las necesidades básicas de la gente y transmitir en buen estado el recurso a las generaciones futuras, y, en segundo lugar, y sólo si es posible, mejorar las condiciones de vida del propietario o propietarios–, razón por la cual se convierte en una grave amenaza para la libertad de la mayoría no estrictamente rica. La tarea de someter los medios de (re)producción al control colectivo implicó, para una parte considerable del socialismo originario, someter también la administración del Estado, en todos los niveles, a un control igualmente democrático[8]. El propio Marx fijaba su objetivo en la construcción de un “sistema republicano para la asociación de productores libres e iguales” (citado en Domènech, 2005: 95), o, por formularlo de manera más amplia, un sistema republicano para la libre asociación de individuos y grupos libres e iguales –en el sentido de “igualmente libres”– que desempeñan diferentes formas de trabajo remunerado y/o no remunerado. En este sentido, la primera contribución normativa del socialismo fue la de “actualizar” los valores republicanos a las condiciones de un mundo en el que la estructura de la propiedad había sido profundamente transformada.

Pero los socialistas fueron más allá y ofrecieron toda una serie de argumentos novedosos sobre las nuevas formas de dominación que se habían generado en la sociedad moderna. Señalaron, así, cómo ser objeto de dominación –esto es, de interferencias arbitrarias, efectivas o potenciales– es algo que no se da sólo cuando somos capaces de identificar específicamente a los agentes (x, y o z) que interfieren de forma consciente en nuestras vidas. Como han apuntado recientemente algunos autores republicano-socialistas (Gourevitch, 2013; W. C. Roberts, 2016), la vida social en el capitalismo es una realidad que cabalga a lomos de otras formas de “dominación estructural”: determinadas instituciones y relaciones sociales están diseñadas de manera tal que no es preciso que el agente (x, y o z) interfiera de un modo intencional y consciente en nuestras vidas, puesto que las “reglas del juego” ya se encargan de que el grueso de los desposeídos y desposeídas nos veamos obligados a terminar llamando a su puerta para que alguno de los potenciales dominadores acabe estableciendo con nosotros relaciones que nos minorizan socialmente, que nos convierten en actores vulnerables a su potencial despotismo. Esta forma de dominación estructural se ve complementada y troquelada por una compulsividad todavía mayor y específica de las sociedades capitalistas que se refuerza mutuamente con la anterior: los propios agentes potencialmente despóticos (esto es, los que controlan el grueso de los recursos productivos) son ellos mismos presa de un entramado socio-institucional que los obliga a comportarse de acuerdo con ciertas “reglas del juego” si lo que quieren es seguir siendo propietarios (incentivándose así hasta el extremo la explotación laboral, las guerras comerciales, la influencia directa de la gran riqueza en el mundo político, etc.). Esta compulsividad “impersonal” no puede simplemente igualarse con la “dominación de clase” o “estructural” que mencionábamos anteriormente (aunque ambas interactúen de formas determinadas y complejas y no operen en paralelo como compartimentos estancos). Cierto es que esas “reglas del juego” que generan las coerciones de mercado no tienen un origen metafísico, sino que son el resultado de decisiones que toman personas de carne y hueso y que van sedimentándose con el paso del tiempo hasta parecer casi naturales (lo cual las diferencia de otras “reglas” que regulan nuestras vidas, como las leyes de la naturaleza)[9], pero ello tampoco puede llevarnos a desatender la evidencia de que la dominación capitalista opera y/o es percibida, en no pocas ocasiones, como algo “estructural” y/o “impersonal”, en el sentido que hemos dado aquí a ambos términos.

En todo caso, lo que la tradición socialista aportó fue un diagnóstico complejo y mejorado de las fuentes de dominación que ponían en peligro la libertad (republicanamente entendida) de los ciudadanos, como también lo harían, por su parte, los movimientos feministas (en muchas ocasiones embridados con el socialista). Es en el marco de estos análisis donde debemos situar los argumentos específicamente socialistas en favor de la RB.

 

4.1. Renta básica y poder de negociación

Una RB, por su carácter incondicional, y siempre que su cantidad fuera al menos igual al umbral de la pobreza, aumentaría el poder de negociación de las partes más débiles del “contrato”. El poder de negociación que se deriva de un flujo incondicional de renta permite, tanto a individuos como a grupos, la búsqueda de formas alternativas de trabajo, otros modos de establecer arreglos productivos y reproductivos y nuevas relaciones sociales; en definitiva, un incremento de la libertad republicana o efectiva (Casassas, 2016 y 2018; Raventós, 2021; Raventós y Casassas, 2003).

La RB lleva esto a cabo apartándose de forma diametralmente opuesta a la invasión, estigmatización y disciplina que generan los programas de políticas públicas condicionados (Standing, 2002, 2009). En este sentido, satisface la aspiración republicana de frustrar la dominación entre agentes privados, es decir, permite desbaratar el dominium mediante instituciones públicas. Al mismo tiempo que, por su propia forma incondicional que esquiva largos procesos administrativos donde los funcionarios del Estado pueden convertirse en nuevos agentes dominadores, se compadece bien con la segunda aspiración republicana: que las instituciones públicas que así intervienen queden a salvo de todas las formas de degeneración despótica parasitaria -es decir, de todas las formas de imperium[10]. Los socialistas, sobre todo después de la experiencia abominable del estalinismo, deberían mostrarse particularmente vigilantes ante la posibilidad de dicho imperium.

No por casualidad, distintos autores de filiación socialista han señalado que la RB influiría en el poder de negociación en varios ámbitos:

1. En el trabajo asalariado, individuos y grupos incrementarían su poder de resistencia tanto para salir de aquellos espacios en los que los patronos interfieren de modo arbitrario en su vida diaria como, en caso de que opten por permanecer en ellos, para amenazar de manera creíble a tales patronos con la posibilidad del rompimiento de relaciones y, a partir de ahí, negociar mejores condiciones de trabajo y de vida. En este sentido, pues, una RB reduce los costes de oportunidad de involucrarse en negociaciones para mejorar salarios, horarios o condiciones laborales (Manjarín y Szlinder, 2016; Sculos 2018).

2. Los trabajadores han de tener la posibilidad, si así lo desean, de dejar de realizar trabajo asalariado para otros o, en otras palabras, de desmercantilizar la fuerza de trabajo para emprender otros caminos. Evidentemente, esto incluye crear sus propias pequeñas o medianas empresas, quizás en clave cooperativa. Como han señalado varios autores y autoras (Breitenbach et al., 1990; Howard, 2000; Wright, 2006), la incondicionalidad de la RB favorecería dicha capacidad para “otros emprendimientos”.

3. El poder de negociación de las mujeres se vería también incrementado. Con una RB, las mujeres dispondrían de una capacidad mayor de lograr una división de las tareas más justa en el terreno de la reproducción y los cuidados. Tal como sugiere Carole Pateman (2006), la naturaleza incondicional de la RB permitiría a la gente decidir si entrar o salir de los mercados laborales, del mismo modo que podría constituir una suerte de “contrapeso doméstico” que permitiría a las mujeres cuestionar y discutir la actual división sexual del trabajo y proponer y, si es necesario, imponer arreglos alternativos relativos a los cuidados. Más recientemente, Caitlin McLean ha ofrecido una defensa del papel feminista que podría jugar la RB desde los presupuestos del feminismo socialista de Nancy Fraser (McLean, 2015).

4. Como ha remarcado el conocido marxista alemán Michael Krätke, la RB, al permitir la existencia material de toda la ciudadanía, contribuiría a dar forma a un verdadero principio de ciudadanía, hasta el punto de que se podría convertir en el cimiento de derechos civiles y políticos dignos de dicho nombre para el mundo contemporáneo (Krätke, 2004). En la medida en que fomentase el sentimiento de ciudadanía y la cohesión social, podría contribuir a mitigar las actitudes antipolíticas y las emociones apáticas hacia la esfera pública de la que beben incansables las fuerzas antidemocráticas de ultraderecha.

5. Finalmente, otros autores sostienen, con argumentos macroeconómicos de filiación marxista inspirados en R. Luxemburgo y M. Kalecki, que una RB financiada redistributivamente supondría aumentar el peso de la masa salarial sobre el producto interior bruto y fortalecería la autonomía de la clase trabajadora, por lo que (si es debidamente articulada) puede ser considerada una medida políticamente anticapitalista (Manjarín y Szlinder, 2016) –algo que, además, no es incompatible con objetivos ecologistas ambiciosos (Sculos, 2018: nota 5)– [11].

 

4.2. Trabajos, libertad y un programa socialista de renta básica

La RB puede ayudar a configurar conglomerados de distintos tipos de trabajo de modo flexible. La “flexibilidad ha sido utilizada a menudo por las patronales de todo el mundo con vistas a reducir costes erosionando las formas de protección legales e institucionales de los trabajadores. Pero la flexibilidad reivindicada por la patronal no es toda la flexibilidad que cabe imaginar. Las personas deben disponer de la posibilidad de realizar de forma autónoma diferentes tareas según sus necesidades y conforme cambien esas necesidades a lo largo de su ciclo vital. ¿Cuándo y cómo realizar trabajo productivo y cuándo y cómo llevar a cabo trabajo de cuidados y reproductivo? ¿Cuándo y cómo abrir las puertas al trabajo artístico o de emprendimiento? ¿Y cuánto de esas formas de trabajo queremos en cada uno de los periodos de nuestra vida? Estas cuestiones han de responderlas individual y/o colectivamente las personas y los grupos, y deberían poder hacerlo sin tener que “pedir permiso” a instancias ajenas.

El capitalismo contrarreformado que empezó a desarrollarse a mediados de la década de los 70 del siglo pasado ya se encargó de poner fin al modelo fordista prevaleciente en décadas anteriores, modelo que incentivaba una sola ocupación para toda la vida. La gran pregunta, pues, no es otra que la siguiente: ¿serán las personas trabajadoras quienes podrán administrar autónomamente la nueva diversidad de actividades que parece abrirse ante nosotros, o las personas trabajadoras tendrán que acatar formas heterónomas, tan a menudo abiertamente estrambóticas, de gestionar esa multiplicidad de tareas y espacios de trabajo que va emergiendo?[12] Nuevamente, un flujo incondicional de renta, gracias al poder de negociación que proporciona,  permitiría a la gente trabajadora controlar la flexibilidad de una manera segura, lo que acrecentaría su libertad efectiva para elegir qué clase de trabajo, y/o qué combinación de diferentes tipos de trabajo, llevar a cabo, y cuándo, y cómo, y en qué proporciones, etc.[13].

En efecto, la RB desempeña un papel crucial cuando se trata de decidir de manera autónoma de qué modo queremos vivir y trabajar, y esto se encuentra muy en consonancia con los valores republicanos y socialistas. Sin embargo, dicha afirmación merece ser precisada a través de tres consideraciones adicionales.

1. La RB es un “suelo”, pero ha de ser un “suelo substancial”, igual al menos a una cantidad equivalente al umbral de la pobreza[14]. Si no se llega a este umbral, las potencialidades de la RB disminuyen considerablemente. Por debajo del umbral en el que se puede empezar a decir “no” con el fin de decir “sí” a lo que realmente deseamos para nuestras vidas, las transferencias dinerarias permiten aumentar el bienestar, pero no la libertad o la naturaleza democrática de las relaciones sociales. Si la RB no es lo bastante elevada como para cubrir las mínimas condiciones materiales de existencia, poco poder de negociación se gana. Ello no significa que no se puedan defender programas de RB de bajo nivel, por debajo del umbral de la pobreza, por razones de muy diversa índole, pero siempre dejando meridianamente claro que las “rentas básicas” así establecidas no fomentan la libertad y la democracia de la misma manera que lo haría una RB al nivel de dicho umbral. La emancipación social requiere la garantía incondicional de conjuntos de recursos que sean lo bastante generosos como para asegurar una vida digna y, por tanto, ayudarnos a levantar la cabeza y poder “mirar directamente a los ojos” a cualquiera, superando así lo que Pettit llama el “test de la mirada” (2012: 84 y ss.). Optar por una RB “por-debajo-del-umbral-de-la-pobreza” o por un programa de transferencia de renta “de condicionalidad menor pero todavía condicionado”, todo ello como forma “estratégica” de abrir la puerta al futuro logro de una RB incondicional y substanciosa, es una estrategia que puede o no constituir una senda viable hacia una RB. Las estrategias sólo son estrategias, y pueden conducir a contextos sociales e institucionales en los que la lógica de esos estadios “intermedios” –los de programas de transferencias dinerarias “de nivel bajo” o “menos pero todavía condicionadas”– podría, sencillamente, consolidarse. Hay programas condicionados que con el tiempo se han “alejado” de la RB aún más. Al fin y al cabo, la condicionalidad tiene una lógica y la incondicionalidad tiene otra muy diferente. ¿Estamos seguros de que podemos asumir que lo primero tiende de modo natural a llevar a lo segundo? La amplísima evidencia empírica disponible hasta el momento justifica un racional escepticismo.

2. La segunda consideración tiene que ver con el contexto institucional de la RB. La RB debe verse sólo como parte del suelo, es decir, como una medida que ha de complementarse con otros dispositivos igualmente incondicionales: políticas en especie como atención pública sanitaria, educación, vivienda, políticas de cuidados, y así sucesivamente. Está claro que tener que comprar esos servicios en el mercado podría convertir la RB –incluso una RB elevada– en una medida irrelevante desde el punto de vista de la democratización de las relaciones sociales: así, por ejemplo, sabemos que el precio de los seguros médicos privados crece drásticamente con el riesgo, de modo que, si uno es persona anciana o enferma, el precio del seguro puede crecer rápidamente y agotar la RB, y arruinar, por tanto, el poder de negociación que esta pretende proporcionar.

El telón de fondo de estas cuestiones es que hemos de evitar los programas de RB de carácter neoliberal que aspiren a substituir al Estado del Bienestar, como los que han propuesto autores libertarianos de derechas como Charles Murray (Arcarons et al., 2017; Casassas, 2018; Raventós y Wark, 2018a). Asimismo, hemos de añadir de inmediato que medidas de política pública de carácter incondicional resultan cruciales si aspiramos también a superar el “capitalismo de Estado del Bienestar”. Algo que es poco sabido o, por lo menos, poco mencionado, es que una parte considerable del Estado del Bienestar, tal y como lo hemos conocido, tiene dificultades de ajuste con la tradición republicana, que suele representarse con el ideal jeffersoniano –y robespierriano– de una democracia de pequeños “propietarios” (Edmundson 2017; Rawls 2001), pero que puede tomar también formas concretas de signo socialista en el mundo de hoy –estamos pensando aquí en mecanismos y dispositivos para el control democrático de la vida económica a través de instituciones colectivas ligadas a los Estados y/o vinculadas al mundo del cooperativismo y de la autogestión. De acuerdo con John Rawls “la idea no consiste simplemente en prestar asistencia [ex-post] a quienes sufren pérdidas por causa de accidentes o infortunios” –que es lo que se hace en una parte considerable de las políticas de rentas en la inmensa mayoría de regímenes capitalistas de Estado del Bienestar– sino, por el contrario, “ponerlos [ex-ante, incondicionalmente] en disposición de gestionar sus propios asuntos y participar en la cooperación social en una posición de respeto mutuo en condiciones adecuadamente iguales” (Rawls, 2001: xv).

3. La tercera y última consideración se refiere a que el suelo debería ir de la mano de “techos”, a saber, de formas de evitar grandes acumulaciones de poder económico, sea recortando directamente la gama de desigualdades económicas por medio de una política de “renta máxima” (Pizzigati, 2018; Bertomeu y Raventós, 2020) y programas de impuestos y transferencias, sea introduciendo un “techo regulatorio” que impida a los actores más poderosos llevar a cabo prácticas económicas orientadas a la limitación de las libertades, tal como propugnaba Roosevelt (Casassas y De Wispelaere, 2016) –o a través de una combinación de ambas vías. ¿Por qué? Porque aún en el caso de que individuos y grupos se hayan visto provistos de un conjunto relevante de recursos, las perspectivas de la democracia son limitadas cuando esos individuos y grupos tratan de desarrollar sus proyectos en contextos socioeconómicos –los mercados, sin ir más lejos– que han sido destruidos e incapacitados por la voracidad de poderosos actores económicos con la capacidad de introducir barreras de entrada y de convertir el espacio económico en un terreno privado, exclusivo y excluyente, y preparado para el más descubierto rentismo. La RB sería sólo una medida de política económica, no “toda” una política económica. Pues bien, la imbricación del suelo y el techo constituye otra forma más –para nada la única– de expresar republicanamente lo que con ello queremos poner de manifiesto.

A pesar de estos argumentos, debe señalarse que la RB no ha suscitado consenso en el heterogéneo campo del socialismo. No son pocas las críticas a la propuesta que se fundamentan en argumentos en clave socialista. Por poner solo unos ejemplos destacados: el economista marxista Michael Roberts sostiene que la RB supondría un respaldo al capitalismo porque no implica una amenaza directa a la cuestión de la propiedad de los recursos productivos. A su entender, la RB no es “lo suficientemente radical” (Roberts, 2019). El republicano-socialista Alex Gourevitch ha mostrado su escepticismo señalando los posibles efectos individualizadores (Gourevitch, 2016). El filósofo republicano Stuart White mostró una postura muy cercana a la medida, pero criticó la incondicionalidad con el argumento de que la ciudadanía se sustenta en derechos, pero también en obligaciones (White, 2003). La historiadora marxista y feminista Silvia Federicci no se ha mostrado hostil a las versiones “de izquierdas” de la idea, pero criticó que la RB ignoraba el trabajo de cuidados realizado por las mujeres y que no existe actualmente una fuerza organizativa capaz de defender una propuesta tan radical (Federicci, 2019). Por acabar por algún sitio nuestra lista de ejemplos, la revista socialista Jacobin ha acogido un interesante debate sobre la RB que incluye críticas de diferentes tipos (Zamora, 2017; Sawicky, 2019). Nuestra apuesta, en todo caso, es que estas objeciones son todas ellas sorteables si la propuesta de RB se articula con los mimbres que hemos expuesto hasta aquí[15].

 

5. Los retos de futuro. Capitalismo y renta básica

En fechas recientes, desde la crisis que se desató en 2008 y especialmente a raíz de las condiciones sociales y económicas producidas por la pandemia del Covid-19, los más diversos movimientos sociales presentaron “planes de rescate ciudadano” o “planes de choque social” que amparaban paquetes de derechos sociales, entre ellos la RB. Ni que decir tiene, la lucha de hoy se encuentra en la tradición de movimientos sociales anticapitalistas anteriores a 2008 que trataron y siguen tratando de combatir las “locuras financieras” y las “catástrofes” societarias que han ido de la mano del capitalismo neoliberal (Casassas et al., 2015). Sin embargo, no parece desatinado sugerir que el modo en que la RB encuentra cabida dentro de tales “planes de rescate ciudadano”, así como la forma en que éstos se hallan formulados, otorgan a dicha medida un potencial “destituyente-constituyente” que la convierte en parte de una estrategia transformadora de naturaleza anti o postcapitalista (Casassas, Raventós y Szlinder, 2019).

No existe un capitalismo que haya existido de manera más o menos inmutable a lo largo de los dos últimos siglos. Lo que existen son capitalismos históricamente indexados. El capitalismo anterior a la Primera Guerra Mundial tenía unas características determinadas, como también las tenía el capitalismo posterior a la Segunda Guerra Mundial y como las tiene el capitalismo re-regularizado actual[16]. Un capitalismo como el actual, con una RB, seguiría siendo indudablemente capitalismo, pero sería un capitalismo notablemente diferente al capitalismo que hoy conocemos. En efecto, aspiramos a defender que la RB nos ayudaría a recuperar algo que las poblaciones trabajadoras perdieron como consecuencia del viejo pacto fordista realizado en un capitalismo muy diferente al actual: nos referimos al pacto a través del cual las clases trabajadoras renunciaron a la socialización de los activos productivos gestionados bajo formas democráticas para conseguir que las patronales asumieran grandes dosis de planificación estatal con organismos tripartitos (sindicatos-patronal-Estado), el compromiso con el pleno empleo o los novedosos Estados de Bienestar. En cambio, al garantizar incondicionalmente la existencia social de las personas, la RB otorgaría a los agentes sociales la capacidad de “decir no” a vidas que no desean vivir, es decir, les permitiría establecer relaciones sociales y de trabajo de modos que realmente puedan sentir como algo verdaderamente propio. Al menos así ha tomado forma el debate de la RB en movimientos sociales posteriores a la crisis en países como el Reino de España (Casassas y Manjarín, 2013), y hay que añadir que otros actores de otros países se están refiriendo también a la RB como forma “polanyiana” de “rearraigar” la economía en la esfera política, es decir, de reabrir la discusión (y la lucha) política sobre cómo configurar la vida social y económica a procesos decisionales colectivos y no excluyentes (Casassas et al., 2015; Standing, 2014, 2018; Stern, 2016). Esta es la razón por la que la RB, verdadera palanca de activación (y también de desmontaje) de proyectos individuales y colectivos, cobra tanto sentido hoy en día y se hace más necesaria que nunca.

La naturaleza obligatoria del trabajo asalariado (una parte de esa “dominación estructural capitalista” que mencionábamos anteriormente) ha constituido siempre el mecanismo principal de disciplinamiento de los trabajadores en el capitalismo, incluido el capitalismo tardío con Estados del Bienestar. Y la naturaleza obligatoria del trabajo asalariado ha bloqueado siempre multitud de posibles arreglos y dispositivos productivos y reproductivos que surgen sólo cuando se desconectan trabajo e ingresos y cuando recursos incondicionales sirven de detonante de muchos tipos de proyectos vitales propios (remunerados o no). Como hemos mencionado, algunos movimientos sociales han apreciado el potencial de la RB en tiempos de angustias económicas como los presentes, cuando las élites han roto el viejo pacto social fordista de modo unilateral, y una indignación que echa sus raíces en un sentimiento profundo de traición alimenta ambiciones sociales y políticas sin precedentes. Al fin y al cabo, en eso consistía el proyecto revolucionario-moderno de la inundación democrática del demos, proyecto que algunos socialismos supieron heredar y reinterpretar: en hacer posible que la libertad republicana, que permite escoger individual y colectivamente una vida propia lejos de cualquier forma de despotismo y arbitrariedad (y en ir moldeándola sin “tener que pedir permiso cotidianamente”), sea una realidad para el conjunto de los moradores de un mundo, el contemporáneo, que pide a gritos mayores niveles de democratización de las relaciones económicas y sociales y una mirada de larga distancia que posibilite comprender y abordar los grandes retos a los que nos enfrentamos, también como especie que aspira a seguir habitando este planeta.

 

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Una versión anterior de este artículo se publicó en Revista Internacional de Pensamiento Político – I Época – vol. 15 – 2020 – [37-56] (https://www.upo.es/revistas/index.php/ripp/article/view/5592/4865).

David Casassas Marqués, Julio Martínez-Cava Aguilar y Daniel Raventós Pañella


[1] Una parte de esta pequeña enumeración puede verse en Standing (2018: 21-24) y Van Parijs y Vanderborght (2017: 189-194). Sobra decir que las justificaciones socialistas han sido y son diversas en grado sumo. Hasta una parte considerable de esa corriente comunista tan escéptica del aparato estatal como fue el postoperaísmo llegó a defender un “salario social” al que denominaron “ingreso de ciudadanía”. Así lo hicieron figuras como Andrea Fumagalli, Carlo Vercellone, Maurizio Lazzarato o Toni Negri, que sostuvo que una RB “se le debe a todo miembro de la sociedad” (Negri y Hardt, 2005: 423). Agradecemos a Rubén Martínez la discusión sobre este último punto y a Alberto Tena por ayudarnos a perfilar la lista de defensores históricos de la RB desde el socialismo.

[2] “Liberalismo es palabra inventada en España en las Cortes de Cádiz de 1812. El liberalismo es un fenómeno histórico del siglo xix, y es un anacronismo —nada inocente, por cierto, y preñado de consecuencias político-ideológicas— calificar de liberales a autores del xvii o del xviii” (Domènech, 2009). El Oxford English Dictionary registra ejemplos de “liberalism” solo a partir de comienzos del siglo XIX —la primera en 1819, en la autobiografía de Lady Morgan (OED, 2009).

[3] Para valorar el peso de la corriente conocida como “liberalismo doctrinario” francés (diferente del liberalismo de J. Bentham o de los liberales “exaltados” españoles), puede verse el clásico de Díez del Corral (1956).

[4] “Cuando en la república, el poder soberano reside en el pueblo entero, es una democracia. Cuando el poder soberano está en manos de una parte del pueblo, es una aristocracia” (Del espíritu de las leyes, II (2) en Montesquieu, 2003 [1748]).

[5] Aquí “libres” debe entenderse únicamente como no esclavos.

[6] Como también lo dejó dicho Crisipo: “Un esclavo debe ser tratado como un trabajador contratado de por vida” (Sabine, 1980: 119).

[7] La propiedad privada no es sinónimo de propiedad personal. Una empresa puede ser propiedad privada de una persona, de dos o de mil.

[8] Asimismo, la propiedad colectiva y el control de los grandes medios de producción no es sinónimo de control antidemocrático y burocratizado de estos medios por parte del Estado. Entre otros muchos marxistas, Ernest Mandel lo explicó con detenido análisis, por ejemplo, en Mandel (1975, tomo II, 161-212).

[9] Este punto se desarrolla con mayor profundidad en Martínez-Cava (2020: 81-87).

[10] Para la diferencia entre dominium e imperium, puede verse Pettit (1999 [1997]: 227; 2012: 6).

[11] Para una defensa de la RB en términos del socialismo ecologista puede verse Howard, Pinto y Schachtschneider (2019).

[12] Puede verse una reflexión en profundidad sobre este tema, que toma pie en trabajo empírico de entrevistas, en Casassas, D. y Martínez-Cava, J. (2021).

[13] Por “tipos de trabajo” aquí entendemos trabajo remunerado, trabajo doméstico o de reproducción y trabajo voluntario (para esta distinción, puede consultarse Raventós, 2007).

[14] Para un reciente y detallado modelo de financiación de una RB de una cantidad igual al umbral de la pobreza, tanto para el reino de España como para la Unión Europea, a partir de una reforma del IRPF y un impuesto a la riqueza, puede consultarse Arcarons et alter, 2023.

[15] Pueden consultarse varias respuestas a estas y otras objeciones en Calnitsky (2023), Casassas (2018: 102-104), Martínez-Cava y Raventós (2017) y Raventós y Wark (2018b), además de las obras de estos autores ya citadas.

[16] Para un análisis de las muchas diferencias en lo que respecta a las desigualdades entre los capitalismos históricos citados, entre otros, el libro de Piketty (2019) constituye un compendio estadístico y analítico realmente útil.

 

David Casassas, Julio Martínez-Cava y Daniel Raventós son miembros del comité de redacción de Sin Permiso

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