30 de enero 1014, El Espectador

Dice Mauricio García Villegas, autor de «El país de las emociones tristes» que así como las redes son vertiginosas en ritmo y lenguaje, la verdadera conversación democrática necesita lentitud para oír los argumentos del otro. Lo entiendo como un tiempo bendito, una pausa para comprender y tomar aire entre el raciocinio y los impulsos, y recuperar el tiempo que no le hemos dado a escucharnos y hablar sin pisarnos talones y expresiones. Por distintos que seamos y por rotos que estemos, ¿cuándo aprenderemos a no caer en la tentación de los agravios?

Nos ha faltado ser y sentirnos más humanos que predestinados, más adversarios que enemigos; copartidarios de la vida y no consuetas de la violencia. Admitir que entre persona y perdona sólo hay una letra de diferencia, que podría haber evitado miles de resentimientos y kfires.

Desde el 25 de enero en el Hay Festival de Cartagena, la cultura se toma sorbo a sorbo calles, teatros y árboles y la brisa no viene del mar sino de los libros.

Es tiempo de festival y de comprendernos; de agradecer cada página en blanco que se convierte en declaración y denuncia, en un puente colgante entre culturas y esperanzas, entre soledades y resurrecciones. Y trasciende.

Llegaron de noche los testimonios de Héctor Abad, Catalina Gómez y Volodymyr Yermolenko sobre ese día fatal, en el que un misil ruso destruyó la vida de Victoria Amelina y de 12 ucranianos más. Con Héctor llegó su abrazo como una montaña de afectos, sembrada de duelos, balcones y atardeceres, y veo cómo en él las palabras se quitan sus propias letras para vestirse de nostalgias insalvables.

El día siguiente nos trajo a Adania Shibli, escritora palestina que no se define como escritora. No se autodefine. Punto. Es. Es una mujer valiente, una voz, una denuncia que responde con sencillez y mesura las preguntas de John Lee Anderson, uno de los mejores periodistas del mundo. Por dura que sea la realidad hay que contarla y uno tiene que saberla.

Luego Velia Vidal, gestora cultural del Chocó, de las entrañas de Colombia, desafiante, llena de firmeza y con indeclinable capacidad de no tragar entero y no dejarse vencer por burocracias ni exclusiones, ni por esa estúpida mirada paternalista propia de los círculos viciosos de la discriminación.

Por la tarde llegaron los Danieles y su rompecabezas en el que encajan deliciosamente el conocimiento histórico de Daniel Samper Pizano, la brillante irreverencia de su hijo Daniel Samper Ospina, Ana Bejarano y su escritura que mezcla sin cálculos, valentía y sensibilidad; y mis maestros Daniel Coronell el hombre del rigor periodístico y Enrique Santos Calderón, a quien le debo —hace más de 25 años— haberme lanzado al agua de los columnistas… él me dio la primera mano periodística, me encauzó y encausó con generosidad y cariño, y siento que de alguna manera, no me ha abandonado.

Al día siguiente llegaron la ternura y la literatura, en las palabras de mi escritor colombiano actual, preferido: Ricardo Silva. Y luego hablaron (cada uno en horas y escenarios distintos) quienes hicieron posible —por parte del gobierno de entonces— ponerle fin al conflicto armado con las FARC: el expresidente Santos, Humberto De La Calle y Sergio Jaramillo. En caso de emergencia rompa el vidrio del olvido, porque en la memoria y en la verdad están los cimientos de la no repetición. Y eso aplica para los temas que trajo cada uno: erradicación de la pobreza, justicia transicional y ¡Aguanta, Ucrania!.

A la hora de enviar esta columna sigue el Festival. Una línea de espuma se diluye en el mar y salgo ilusionada y alucinada a ver qué me depara el día.

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