Para hablar del actual drama que atraviesa Ecuador, primero me gustaría comenzar expresando la vergüenza ajena que siento cada vez que leo o escucho en estos días opiniones sobre el «gobierno corrupto de Correa». Conozco el Ecuador de antes de Rafael Correa y durante los años de su mandato. Varias veces recorrí este bellísimo país desde la costa hasta las selvas de la Amazonía, compartiendo con sus indígenas, sus negros, sus campesinos y profesores, mis queridos y entrañables amigos que fueron testigos y protagonistas de su historia.

Se puede y seguramente se deberían criticar varios aspectos negativos del gobierno de Correa, que al final dejó el poder en manos de un traidor, Lenin Moreno, que giró el timón político. Pero negar los enormes logros alcanzados durante la presidencia del líder progresista y el gran avance social en interés de las mayorías, que se hizo posible en aquellos tiempos gracias al Estado ecuatoriano, es una aberración, o simplemente una amnesia. En otros términos, bienvenidas todas las críticas a Correa, siempre y cuando se reconozca que su gobierno era, de lejos, el mejor de la historia contemporánea ecuatoriana. Me acuerdo también del lema del Gobierno ecuatoriano de aquel entonces: «Ecuador ama la vida».

¡Cómo han cambiado los tiempos! Viendo las dramáticas imágenes que nos llegaban en estos últimos días y, sobre todo, la reacción de muchos ecuatorianos, sorprendidos, horrorizados y hasta desesperados, recordé la reacción de la sociedad israelí al ataque de Hamas del 7 de octubre. Un enemigo salvaje y despiadado, que aparece de repente, de la nada, y la única reacción natural y emocional que provoca es acudir a las fuerzas del Estado pidiendo su protección, entregándole todo su apoyo y confianza.

Lamentablemente, sabemos muy bien las consecuencias de nuestras emociones, teledirigidas por los medios del poder. No hablaremos ahora de los más de 22.000 palestinos muertos entre los escombros de Franja de Gaza, ni de los cientos de miles de víctimas de la «guerra contra las drogas» en América Latina, declarada por el imperio del norte como muy «necesaria» y «definitiva», tan aplaudida en su momento por millones de televidentes que querían ponerle fin a la delincuencia organizada, lo que obviamente no era ningún invento de los medios, pero sí lo único que hizo, fue aumentar la rentabilidad del narcotráfico y de paso, atacar a los movimientos sociales desobedientes a la lógica del poder.

El gobierno de Daniel Noboa, un presidente «inexperimentado» (que debe leerse seguramente como «ingenuo»), como dicen muchos, emplea muy seguido el término «terroristas» y asegura además que «defiende» al Estado del crimen, que, según este mismo discurso, está siendo «atacado por narcocarteles». Aquí necesitaremos un breve recorrido histórico de solo estos últimos años, para entender la vertiginosa involución del Estado ecuatoriano y su relación con los carteles de la droga. ¿Qué fue lo que pasó con Ecuador, que todavía en el 2016 se consideraba el segundo país más seguro de América Latina y hoy es sin duda el más peligroso (y el quinto en el mundo)?

Hace siete años se inició un rápido desmontaje del Estado ecuatoriano. En 2018, el cambio del modelo económico hacia la restauración del neoliberalismo y sus expresiones concretas, realizado por Lenin  Moreno, supuso una drástica reducción del gasto social, austeridad pública, enorme retroceso en aspectos  educativos y culturales.

Era imposible que esto no generara el aumento de la pobreza y la delincuencia. Como el neoliberalismo exige también libertades financieras para su tesoro más valioso, el capital, la desregularización financiera de par en par abrió las puertas a los dineros de las mafias, que se sintieron atraídas también por una economía dolarizada, o sea, más cómoda para el lavado de activos. Agregándole la creciente debilidad del Estado ecuatoriano y la progresiva corrupción en sus raquíticas instituciones, Ecuador se convertía en un nuevo centro regional para la logística del narcotráfico y todo su abanico de otros rubros ilícitos de la economía latinoamericana. El siguiente gobierno, el del banquero Guillermo Lasso, solo profundizó este abismo, mientras que el de Daniel Noboa, a todas luces, representa la misma línea privatizadora, antisocial y enemiga del Estado, que en estos días jura tanto defender.

Respecto a la «invasión del narcotráfico», los últimos gobiernos ecuatorianos, que sometieron al país por completo al dominio de EE.UU., no pueden ignorar el rol de la DEA, la CIA u otros organismos estadounidenses en la administración mundial y regional del narcotráfico. Hablar de los narcocarteles como de los extraterrestres que desde alguna dimensión desconocida atacaron a Ecuador, es sencillamente ridículo.

Aquí claramente hay otro objetivo, que otras veces ya ha sido probado en otras latitudes con unas consecuencias bastante predecibles. Los movimientos indígenas, campesinos y estudiantiles de Ecuador, por su claridad política y nivel de organización, siguen siendo la principal amenaza para los narcocarteles y los gobiernos neoliberales de la región. Como enseña la reciente historia de la vecina Colombia, la de México y de algunas naciones centroamericanas, «la guerra contra las drogas» o «contra el terrorismo» siempre es la guerra contra los movimientos sociales. En este tipo de conflictos, los Estados y el crimen organizado normalmente trabajan juntos, ya que comparten los mismos valores y sus jefes también suelen ser los mismos.

El modelo es muy sencillo. Primero se destruye el Estado, luego lógicamente aumenta la delincuencia para hacer la vida del ciudadano común simplemente insoportable, y después el ciudadano desesperado convoca las fuerzas del orden (lo único que queda del Estado) para que lo defiendan, legitimando con su voto a los mismos poderes que hace poco destruyeron la nación.

El énfasis principal del discurso oficialista ecuatoriano ahora está puesto en la «salvación del Estado». Es muy difícil salvar o rescatar algo que ya no existe. Creo que a partir de la entrega de Julián Assange a la Justicia británica y el posterior retiro su nacionalidad ecuatoriana, el Estado soberano de Ecuador simplemente dejó de existir, poniéndose a las órdenes de los nuevos dueños extranjeros. Lo que queda de la institucionalidad del país es una carcasa, tan socavada por la corrupción que sigue compitiendo por las tres ramas del poder; ahora simplemente no le queda nada qué rescatar. El Estado ecuatoriano debería ser refundado por otras fuerzas políticas, y no «salvado» por quienes lo destruyeron desde dentro y desde afuera.

Hemos mencionado la experiencia de otros países en estas «guerras». El ejemplo más cercano es Colombia. La guerra colombiana contra el «terror» de los violentos ha sido un terrorismo de Estado desatado por grupos de la oligarquía nacional y los gobiernos norteamericanos. El conflicto se saldó con 450.666 muertos y más 121.768 «detenidos desaparecidos» solo entre 1986 y 2016, donde cerca de un 90 % de las víctimas eran civiles, según las conclusiones del informe de la Comisión de Verdad publicado el 28 de junio de 2022.

La delincuencia organizada durante ese periodo en Colombia no solo que no fue derrotada, sino que penetró profundamente a todo el cuerpo de la sociedad, desde los organismos del Estado hasta los diferentes grupos que se le oponen. Uno de los principales problemas del gobierno de Gustavo Petro es precisamente ese, la misma construcción estatal y social tan podrida y tan violenta, que a cualquier estímulo o intento reformista del Poder Ejecutivo responde con las movidas mafiosas de los grupos del poder a través de otros organismos estatales como Fiscalía, Contraloría, Procuraduría, el Congreso y las Cortes que se supone aplican justicia. Cada una ejecuta un papel para filtrar y hacer imposible que los capos de la droga, el lavado de dinero, la corrupción o las mafias sean desmanteladas.

Eso por un lado, pero también actúan organizaciones no gubernamentales o las llamadas «fuerzas ciudadanas» que han sido educadas por las nefastas prácticas de las ONG, financiadas por «fuerzas progresistas» de «países civilizados», con la misma lógica de los adversarios políticos y vuelve a ser la misma cosa, carente de cualquier sustento ético. Es el caso de muchos verdaderos líderes sociales que, a través de fundaciones como las de Soros y similares, se reeducan de acuerdo a las prioridades del sistema, alejándose de las necesidades de sus comunidades y convirtiéndose en nuevos cuadros de un sistema corrupto que resiste a cualquier cambio de fondo.

Así se cierra la posibilidad para cualquier acción política legal independiente, ya que todos los espacios terminan manipulados y controlados por la delincuencia organizada.

Por otro lado, México, país de una historia y coyuntura interna muy diferentes a la colombiana, sin haber tenido un conflicto armado interno por más de 50 años, bajo la presión estadounidense declaró una «guerra contra las drogas». Por cada muerto debido al consumo de drogas hay 12 muertos por «guerra contra las drogas», donde la mayoría de víctimas son gente común que tuvo mala suerte. Miles de exmilitares han sido reclutados por los carteles, con salarios varias veces superiores a los que tenían antes, mientras que decenas de miles de policías han sido transferidos al Ejército para aumentar su capacidad de combate.

Los asesinatos y secuestros de líderes sociales y periodistas incómodos para las autoridades se atribuyen al crimen organizado. El número de víctimas de la «guerra contra el narcotráfico» en México, lanzada oficialmente por el Gobierno en 2006, según las cifras oficiales de enero de 2006 a mayo de 2021, fueron de unas 350.000 personas. Allí no se incluye a los aproximadamente 72.000 mexicanos que permanecen «desaparecidos», es decir, secuestrados, asesinados y enterrados en secreto. Aquellos cuyos cuerpos se encuentran casi cada semana en un país que se ha convertido en una gigantesca fosa común. Los verdaderos criminales muertos en disputas entre los clanes y enfrentamientos con la Policía no son más del 15 % del total, el resto son transeúntes y presuntos colaboradores de las autoridades.

¿Es este el escenario que se prepara para el Ecuador?

En estos días de tantas tragedias, angustia, incertidumbre y sobre todo tanta manipulación, quiero soñar que, a pesar de todos los traficantes de drogas, de falsos sueños y de olvidos, Ecuador volverá a ser un país que ame la vida.

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