La entrega del archivo documental de la Comisión de la Verdad fue un evento impecable, mezcla de sismo y sensibilidad, datos, advertencias y emociones.

El escenario fue el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, que es un hogar para la verdad, un lugar donde entre hilos y palabras se tejen pasado y futuro, dolor y esperanza, porque allí todos los encuentros son posibles. Un edificio rodeado de espejos de agua, grandes escaleras y árboles que parecen clavarse en las nubes, y al oriente, el Cementerio Central, con sus huecos y sus fantasmas, sus muertos asesinados, los que se murieron de viejos, los huérfanos de ellos mismos, los muertos centenarios…

La ceremonia empezó con el coro, un excombatiente rapeando la no violencia y César López (el cantautor de la paz) con su guitarra y sus himnos para desarmarnos y “realmarnos”.

Por su forma humana y directa de plantear las cosas, me impactó la intervención de la historiadora Ivonne Suárez, directora del Archivo General de la Nación. Siento que ella ve más allá de lo que dura la mirada, más allá del movimiento de la gente y las paredes de los recintos, “como perdonando el viento”, diría Piero. Después de oírla, me dio tranquilidad saber que la memoria y los archivos de mi país están en sus manos.

Y Pacho… el inmenso Francisco de Roux, presidente (no digo ex) de la Comisión de la Verdad. El Pacho cada día más menudo y más sabio, más dulce y más firme. El sacerdote que ha sobrevivido a todos estos años recorriendo testimonios, pueblos, fosas y ríos —que en Colombia no son sustantivos normales, sino distintas palabras para nombrar las huellas de la guerra—. Ovación al padre De Roux, el padre de la verdad. Ovación a su gestión y a los comisionados. Aplausos entre lágrimas porque sus ojos son la sublimación de la tristeza, del logro y la transparencia; les dan fuerza y ternura a esos abrazos suyos que siempre buscaré.

Tomos, confesiones, desgarros de cuerpos y almas. Campos manchados de sangre y sangre que —de no ser por la Comisión y la JEP— se habría secado entre charcos y grandes costras de impunidad.

Al final de la ceremonia habló Gustavo Petro, sin notas ni demagogia: 36 minutos de consistencia y contundencia. Dejó claro su rechazo por quienes intentan manipular la verdad y la justicia. Habló de los errores-horrores que no seguirá tolerando y de la construcción a largo plazo de un país que necesita articulación y compromiso de la sociedad. Habló del “coraje de la verdad” y de cómo la verdad debe transformar el poder y combatir a los tiranos. Habló de los paramilitares, los genocidios y la cooptación de la justicia. Invitó a no evadir las discusiones centrales y, sobre todo, a no burlarnos de las promesas, de la historia, de los muertos y los desplazados. Insistió en la urgencia de un pacto social y exhortó a convertir en hechos políticos los informes y las recomendaciones de la Comisión de la Verdad.

Agradecí tener presidente y confirmé que “en el país de la belleza” es preciso elegir entre el suicidio colectivo o comprender que el tiempo de la burla se agotó.

Presidente, yo le creo y le pregunto: ¿ese tiempo horrendo también se acabará para las disidencias de las FARC, si no abandonan su manía de asesinar y amenazar, cierto? A todos los generadores de violencia, a los de antes y a los de ahora, a todos aquellos que desprecien la mano tendida de su Gobierno y sigan contestando con fusil y dinamita a la generosidad de una mesa de diálogo debería quedarles claro que el tiempo de la burla, el tiempo de la infamia, por fin se acabó. Y entonces sí habrá cesado la horrible noche.

El artículo original se puede leer aquí