12 de junio 2023, El Espectador

Alguna conjunción astral sucedió el 9 de junio. Hacia el mediodía se firmó en La Habana el acuerdo de cese al fuego bilateral con el ELN y luego de la transmisión muchos nos comprometimos a acompañar los preparativos, el desarrollo y el cumplimiento de lo pactado; celebramos la esperanza y estar un paso más cerca de la paz y quizá cientos de tumbas más lejos de la muerte; y confiamos, sobre todo, en que este acuerdo traerá un alivio a las comunidades que llevan años bajo el fuego y la intimidación. Algunos no creen nada de nada y otros reclaman tiempos más ágiles, garantías y mecanismos de verificación. Paso a paso: ni una legión de magos resolvería 60 años de combates en 39 días de diálogo.

Después de oír las respuestas de Pablo Beltrán a los periodistas, más admiro el esfuerzo de paciencia de los negociadores. La arrogancia del comandante, la naturalidad al anunciar que mantendrán el “cobro de impuestos” en las regiones y la puerta que le dejó abierta al secuestro, al decir que las retenciones solo se harán “si son necesarias”, fueron un epílogo disonante en el último minuto de un gran logro.

Tomen aire.

Al final de la tarde llegó la noticia del milagro: habían encontrado con vida a los cuatro niños indígenas desaparecidos desde el 1º de mayo —cuando se accidentó la avioneta en la que la familia Mucutuy huía de la violencia—. La madre selva protegió a los niños y sobrevivieron a los duendes malvados, al miedo, a los aguaceros y a la ley de probabilidades. Indígenas y militares, juntos y heroicos, no descansaron hasta encontrarlos vivos. Ayudaron los ancestros, la decisión presidencial de no desistir, Wilson y sus colegas de cuatro patas, la voz de la abuela, el padre y los mensajes del yagé. La vida ganó esa batalla.

En la noche de ese mismo viernes se informó la muerte del coronel Dávila, subjefe de seguridad del presidente. Con el tiro en la sien vuelve la historia de la niñera y el ex embajador, la exjefa del gabinete, las chuzadas y una turbia madeja de púas.

Finalmente amaneció y el sábado fuimos a Fragmentos, un lugar para pensar con el corazón. Los pisos de metal y memoria se hicieron con 37 toneladas de armas fundidas que utilizaron 13.000 exguerrilleros de las extintas FARC. Láminas de claroscuro con la textura del dolor, la reconciliación y el valor de volver a comenzar.

En la exposición Desamadas, 52 víctimas que sufrieron violencia sexual durante el conflicto armado escriben en las paredes sus testimonios; la violencia las desgarró por dentro y el arte las abraza.

“Pensé que ser niña iba a ser la mejor de las experiencias, pero te conocí a ti, oscuridad”. “Mi llanura me mostró la fiereza y crueldad del hombre de la guerra, cuando un arma empaló mis sueños y alma de niña. Mi cuerpo es un sepulcro, vivo o muerto, no sé”.

Este homenaje de reparación simbólica es el resultado de un proyecto colectivo de Fragmentos, la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP, la Universidad Nacional y la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales. Todo empezó con el poema “Los heraldos negros” de César Vallejo, un taller de escritura y una premisa: el arte y la literatura alivian, permiten la sublimación del dolor y pueden convertir en poesía el estruendo de la violencia; les devuelve a las víctimas lo sagrado que hay en ellas y que la guerra pretendió arrebatarles. La exposición estará abierta del 14 de junio al 23 de julio, no dejen de ir… Nuestro país es un espejo, una confrontación con nosotros mismos. Somos 50 millones de fragmentos y un todo que anhelamos reconstruir sin matarnos, sin herirnos más.