Desde la «independencia» de Argelia en 1962, por la que Kabylia invirtió cuerpo y alma consintiendo inmensos sacrificios, creyendo que encontraría su felicidad como la de los demás pueblos que componen Argelia, Kabylia no ha recibido a cambio más que odio, desprecio y la negación intolerable de su propia existencia. No se ha escatimado nada para someter a Kabylia y obligarla a aceptar su desarraigo mediante un sistema de asimilación forzosa. Kabylia ha sufrido, sola y ante la indiferencia de todos, graves agresiones del régimen argelino, que han sido claras y directas, desde 1963 hasta ahora, o más solapadas y permanentes por la negación y falsificación de la historia y la identidad.

El régimen argelino trabaja constante e implacablemente en la disolución de Kabylia a través del conjunto de sus instituciones, empezando por la arabización fanática de las escuelas y la implantación del extremismo religioso; también, por la ocupación progresiva de sus tierras mediante el aumento de brigadas policiales y del ejército, cuarteles y cárceles y ahora proliferan las mezquitas salafistas.

Todo ello con el fin de ahogar al pueblo Kabilio en su propia tierra y, en última instancia, disolverlo en el araboislamismo, aterrorizarlo, amordazarlo y, si es necesario, dominarlo, incluso mediante crímenes políticos individuales y selectivos, o a mayor escala, causando cientos de víctimas.

Kabylia atraviesa actualmente uno de los periodos más peligrosos de su historia, marcado por la represión y el acoso a militantes políticos pacíficos; el sabotaje económico, el terrorismo burocrático y el chantaje fiscal; el sabotaje voluntario y premeditado del ecosistema de su territorio, en particular mediante la quema regular de cientos de miles de hectáreas de bosque.

Los graves perjuicios a la libertad de expresión y de opinión que conllevan las acusaciones de inteligencia con el enemigo contra cualquier opositor o periodista que se atreva a cuestionar la política dictatorial del régimen mediante el encarcelamiento de kabilas que asumen públicamente su diversidad de fe o de opinión, ya sean cristianos o laicistas, militantes de los derechos humanos, activistas del movimiento por la autonomía de Kabylia, a los que se acusa de atentar contra la seguridad del Estado por haberse atrevido a denunciar públicamente los crímenes que éste comete regularmente. En virtud del artículo 87 bis, al prohibir las concentraciones, reuniones y conferencias de los activistas kabilas, que sin embargo actúan en el marco de las leyes argelinas.

Aparte del araboislamismo, ninguna otra ideología-política ha desplegado tantos medios políticos, judiciales y coercitivos para erradicar definitivamente al pueblo amazigh, logrando la proeza de imponerle su propia negación, en favor de una lengua, cultura y una identidad de sustitución vestida con ropajes santificados, todo ello mientras se relega la identidad amazigh de los pueblos del norte de África al rango inferior de «antepasados lejanos arabizados por la conquista islámica», como si las religiones tuvieran «naturalmente» el propósito de borrar las identidades de los pueblos.

La injusticia cometida con los activistas kabilas prisioneros se manifiesta en la indiferencia de los argelinos que cantan «unidad nacional árabe» todo el día. Esta situación de resignación e indiferencia casi generalizada reconforta y alienta el despotismo del régimen argelino que amplifica aún más su política represiva, opresiva y criminal hacia el pueblo kabila que resiste y lucha contra la asimilación. No apoyar a los presos activistas kabilas es fruto de una injusticia histórica e inhumana y, lo que es aún más grave, constituye una condonación inmoral del racismo y del crimen institucionalizado.

Dejar que los activistas políticos pacíficos, y los defensores de los derechos humanos, perezcan en la cárcel, sólo porque son kabilas, es una infamia que ya avergüenza a los pseudodemócratas y a otros humanistas de diversas formas, sobre todo porque varios presos ya han muerto detenidos, en condiciones oscuras.