Por Ricardo Baeza Weinmann
Un estallido o explosión sucede cuando una mezcla de compuestos químicos reacciona y los compuestos resultantes ocupan un volumen significativamente mayor que los primeros. Entonces ocurre una expansión violenta con el fin de reacomodar los elementos y darle el espacio necesario a esa nueva configuración. En octubre de 2019 la acumulación del malestar de la ciudadanía estalló en este país; buena prueba de que la estructura existente ya no era capaz de dar respuesta a las crecientes demandas sociales y que se requería de un cambio radical en ella para dar cabida a las necesidades de un Chile distinto. El sistema no sólo no satisfacía esas necesidades sino que se le percibía además como un abusador sistemático de los derechos ciudadanos, favoreciendo a los más poderosos en desmedro del resto.
La respuesta que dio el sistema político para intentar reducir tal presión social fue abrir el espacio para un cambio constitucional. Dicho tema había estado siempre latente en la discusión pública desde hacía mucho tiempo, pero lo cierto es que no había sido parte central de las demandas explícitas en las últimas y masivas marchas ciudadanas, focalizadas más bien en temas muy concretos como la salud, las pensiones y la educación, entre muchos otros.
¿Era el cambio constitucional una respuesta pertinente a las razones del estallido? al menos me resulta dudoso. Creo que sólo fue la mejor respuesta que una clase política desesperada pudo dar en ese minuto. Un gesto de ceder algo de poder a la ciudadanía, pero que en la práctica consistía en postergar una respuesta a los problemas concretos. Pasarle la pelota a un grupo de constituyentes y que, de paso, operara como una suerte de válvula de escape de la presión ciudadana. Y la estrategia resultó, porque la ciudadanía no sólo aceptó la propuesta sino que se aferró a ella con desesperación y la convirtió en la gran esperanza de solución a las demandas ciudadanas y la conflictividad social. Tanto así que la opción fue aprobada con casi un 80% de apoyo, lo que incluía a parte importante del llamado “tercio histórico” más conservador.
Que la Convención Constitucional se convirtió en un espacio tremendamente complejo, qué duda cabe. Se mezclaron en ella motivaciones muy diversas, desde los entendibles afanes revanchistas y/o refundacionales de algunos, pasando por la esperanza de otros de obtener el reconocimiento de sectores postergados, también los que intentaban solucionar con el escrito todas las demandas concretas de la calle mientras que otros apuntaban a dimensiones más globales. Y por supuesto también aquel grupo conservador más minoritario que no pretendía seriamente participar y que se limitó a desacreditar el trabajo de la Convención. Todo ello en un inédito contexto de pandemia, que borró las manifestaciones ciudadanas de las calles e instaló un ambiente de necesidades económicas apremiantes en buena parte de la población.
Notando el cariz que iba adquiriendo el ánimo convencional y la orientación de cambios radicales que se avizoraba en el futuro texto, los sectores más conservadores iniciaron una campaña feroz de desprestigio, facilitada también por la falta de criterio y el comportamiento inmoral de algunos de los participantes. La cobertura de los medios, manejados por líneas editoriales de marcada tendencia conservadora y la aparición descarada de numerosas fake news, contribuyeron de manera notable a desprestigiar un texto cuya versión final, si bien adolecía de algunos errores e inconsistencias, al menos tenía la virtud de proponer un marco estructural que podía servir de base para sustentar cambios sustantivos que pudieran apuntar a resolver efectivamente las demandas históricas ciudadanas.
El rechazo final al texto, con un rotundo 62% en contra, generó una suerte de vacío político. Nadie se había imaginado de verdad que dicha opción pudiera darse. El pequeño sector ultra conservador alegaba que con eso el tema de cambio constitucional se había cerrado y se validaba así el marco de 1980, mientras que la gran mayoría creía que no y que debía volver a realizarse un nuevo proceso. Y aunque dicha tesis finalmente ganó, el escenario político y social era muy diferente del de octubre de 2019. Un país sufriendo las consecuencias de una pandemia, con impactos enormes en lo emocional, lo económico, lo laboral; sumado a una percepción ciudadana de extrema inseguridad… y sin manifestaciones en las calles.
El proceso entonces fue capturado por la clase política de siempre y diseñado a conveniencia bajo sus propios términos. Mucho ayudó también el golpe emocional que el rechazo tuvo en los sectores más activos por el cambio y que los llevó a una suerte de inacción traumática, de la que muchos aún no se recuperan. Y en este nuevo escenario, sin contrapeso real en el discurso público y ya centrado casi exclusivamente en el tema de la inseguridad ciudadana, la nueva conformación del colectivo redactor quedó inéditamente en manos del sector más ultra conservador y explícitamente contrario al cambio constitucional: el partido republicano.
¿Qué cabe esperar como resultado del trabajo de un grupo donde quienes no quieren y nunca han querido cambios tienen el poder de veto absoluto? Aún en el mejor de los escenarios, por ejemplo, que dicho grupo apunte a una flexibilización de posturas y un mejoramiento de imagen en vistas a ampliar el apoyo a una futura postulación presidencial, es lógico pensar que su límite estará en no transar en temas fundamentales que garanticen la mantención de un sistema que han considerado idóneo desde siempre. Es decir, el resultado será absolutamente conservador y mantenedor de la base estructural del sistema.
La opinión generalizada apunta a que este segundo intento de cambio constitucional sería el último posible de sostener sin caer en un estado de inestabilidad política permanente de graves consecuencias para el país. Y yo me pregunto ¿existe alguna posibilidad real de que el resultado apunte siquiera a solucionar las demandas del estallido social, las que claramente siguen ahí, latentes y esperando su momento para continuar? Me parece obvio que no. Ni mantener la constitución del 80, ni establecer esta nueva con marcado foco conservador se hace cargo de la profunda necesidad de cambio que urge a la ciudadanía.
Aquietadas las aguas de este proceso constitucional, reflotarán las demandas de siempre. Y posiblemente agravadas por la vivencia de esta última pasada de máquina estructural del mundo político de siempre. Un estallido necesita de una estructura que de cabida real a sus elementos resultantes y pretender contenerlo mediante un marco constitucional que sólo mantenga los límites de siempre, resultaría completamente impertinente, por lo que auguro un futuro despertar del malestar ciudadano de insospechadas consecuencias