Por Hugo Behm Rosas*

FRATERNIDAD EN LOS CAMPOS DE CONCENTRACION DE LA DICTADURA

Del prólogo de Miguel Lawner:

Este es un canto de fraternidad por encima del odio.

No abundan los libros escritos sobre las experiencias que sufrieron decenas de miles de chilenos, confinados por la dictadura militar en centros clandestinos de prisión, tortura y/o desaparición.

La mayoría describe, con mayor o menor detalle, los crueles tormentos a los que fueron sometidos.

El libro del doctor Hugo Behm es algo diferente. Pone énfasis en el sentimiento de solidaridad, de confraternidad y ayuda mutua entre los prisioneros políticos, que ayudan a superar las adversidades a que están expuestos. El autor destaca los lazos de compañerismo, que según afirma, no alcanza ningún momento fuera de la prisión.


LA FUGA I

El campo de Concentración de Ritoque era considerado un lugar de reclusión altamente seguro. En un pabellón aislado estaban los prisioneros políticos de más alto rango: jefes de partidos políticos, ex-Ministros de Estado y todos aquellos que habían regresado de la Isla Dawson; frente al pabellón había, encendidos toda la noche, unos focos amarillos especiales.

El campamento de verano que originalmente era Ritoque, había sido fortificado por medio de una alta pared de madera, que terminaba en una alambrada de púas alrededor de
todos los pabellones. Adentro, distante dos metros de esta muralla había otra únicamente de alambre de púas, que tenía más de dos metros de altura. En cada esquina del campamento había una torre de madera con un soldado, de guardia por turnos durante las 24 horas del día, unido por radio con el centro de operaciones de la guardia del Campo, dotada ésta de armamento listo para ser empleado, y en los cerros cercanos había puestos adicionales de ametralladoras poderosas y de largo alcance. Nunca vimos la playa cercana; solamente una vez, cuando nos acercaron a construir el redil rodeado de alambrada de púas donde recibíamos las visitas y, para buscar piedras con ese propósito, nos llevaron a la playa. Me acuerdo que nos tendimos un rato en la playa, porque los soldados a cargo nuestro también estaban con deseos de relajarse un rato. Alguien dijo entonces que bien podía uno haberse lanzado al agua a nadar, y los soldados nos advirtieron que no sólo las aguas eran en esa parte extraordinariamente peligrosas, sino que sus fusiles tenían un alcance de 3.000 metros, así que podrían matarnos a poco que nos alejáramos de la playa.

Sea como fuere, el caso es que predominaba la idea que este era un Campo de Concentración altamente seguro.

Ese mito se vino al suelo con la fuga de un prisionero a quien llamaré solamente Pedro.

Mis relaciones con Pedro fueron muy curiosas y se iniciaron de un modo muy tirante. Hubo un momento en que el comandante dio orden de hacer patrullas de trabajo y elegían para ello a los prisioneros que querían castigar de un modo especial, por su rebeldía o por su jerarquía y los hombres llegaban agotados, después de trabajar horas de horas en acarrear piedras y hacer hoyos al sol. El Consejo de Ancianos consiguió entonces que estas brigadas de trabajo fueran organizadas por los prisioneros; nos comprometimos a poner 10 hombres cada hora y esto permitía repartir este duro trabajo entre todos los prisioneros. Así es que nos organizamos con la lista alfabética para formar estos equipos. Recuerdo que un día, cuando llegó el momento de sacar el turno siguiente, estaba precisamente Pedro en él, pero sucedió que no apareció en el momento en que se le llamó; lo encontré cuando cruzaba el patio y le dije: ¡compañero, tienes que salir a trabajar! Pedro era un hombre físicamente muy bien hecho, muy atlético, un moreno que podría ser un mestizo de raza blanca y negra, con el pelo crespo, ensortijado y brillante y unos ojillos algo oblicuos y vivos. Pero era un hombre de temperamento algo violento -se decía que había sido boina negra en algún momento- lo cierto es que se volvió con fiereza y me dijo que no sabía que tenía que salir a trabajar y que yo era peor que los pacos que nos vigilaban. Naturalmente, la autoridad de los miembros del Consejo de Ancianos -yo era en ese momento uno de ellos- no pasaba de ser puramente formal, nacía de nuestra solidaridad y de la fortaleza de nuestra organización. Así es que no me quedó más que decirle que era una obligación de todos los prisioneros cumplir estos turnos de trabajo para evitar que, so pretexto de este trabajo forzado, se obligara sólo a algunos compañeros a hacerlo en calidad de castigo. El hombre se calmó, horas después vino a decirme que a la mañana siguiente iba a salir a trabajar. Y este incidente paradojalmente lo ligó muy estrechamente a mí; nos hicimos después muy amigos, tuve que atenderle varios asuntos personales y siempre se mostró arrepentido de esta incomprensión inicial suya respecto de la organización solidaria nuestra y de sus fines.

 

ESPORA EDICIONES, Santiago de Chile 2019

*Hugo Behm · Después de obtener su título de médico cirujano en 1936, a partir de 1953, se dedica a la bioestadística, formándose en la Escuela de Salubridad de Chile y en la Johns Hopkins University, profundizando sus estudios en la Columbia University, en Nueva York. Colaboró en temas de salud pública con Salvador Allende, desde los años en que el futuro Presidente era senador de la República. En 1974 es hecho prisionero por el régimen militar. En septiembre de 1975 es trasladado desde el campo de concentración de Ritoque y expulsado del país, gracias a las gestiones realizadas por la Asociación Americana de Salud Pública (APHA) en pro de la liberación de seis trabajadores de la salud detenidos y encarcelados.