Cínico discurso de las derechas en Chile: Lo bueno es nuestro y lo malo es de otros.

Su discurso público en Chile y el mundo, frente a la actual crisis del Estado, es culpar de todo a otras fuerzas, eludiendo su evidente responsabilidad. ¿Cómo podría sostenerse que ellos no están detrás del desastre, si llevan casi medio siglo en el poder, en el sentido amplio del término?

Desde Thatcher y Reagan al inicio de los años 80 del siglo pasado, y “los civiles” de la dictadura en Chile, se instaló un modelo antihumanista, conocido como neoliberalismo, que ha llegado hasta nuestros días transformado en “tradición republicana”, que está a la base del quehacer de todos los ámbitos de la sociedad, y del cual ya no se permite cuestionamiento; es “el sumo de la civilización”.

Un mínimo de respeto, incluso a sí mismos, debería ser suficiente para que las derechas asuman las afectaciones en la vida de las personas de su modelo vigente. Es un mal chiste cuando tratan de convencer de que la crisis Estatal tiene relación con los progresismos, los ultras y el feminismo; ¡que jamás han tomado el poder! (otro chiste es denominar de ese modo a los gobiernos de Bachelet y Boric).

El tema número uno de la crisis estatal es la criminalidad galopante y la sensación de terror en la población (ellos usan el eufemismo “inseguridad ciudadana”).

La tasa de delincuencia en Chile, según la última Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana que realiza el INE (datos del 2021), dice que el porcentaje de personas que declaran haber sido víctimas ha reportado una baja histórica con un 16,9% (su nivel más alto estuvo en 2017, con un 28%); sin embargo, la percepción de inseguridad llega a su máximo con 86.9% un récord en percepción de inseguridad en nuestro país. La encuesta reveló que, en el 2022, el miedo de ser víctima de un delito creció 7,6 puntos porcentuales, alcanzando un 28% a nivel nacional: la cifra más alta en 22 años. En particular en las regiones Metropolitana, Valparaíso, Biobío y Maule.

Mientras que, la tasa de homicidios en Tarapacá presenta un asesinato cada 8.500 habitantes, y Antofagasta un asesinato cada 18.000 personas. Los delitos más comunes son: parricidio; homicidio simple y calificado e Infanticidio. De 1.695 en 2016 se pasó a 2.814 casos en 2020, lo cual representa una variación porcentual del 66%. Y si bien en 2021 el número bajó a 2.427, entre enero y septiembre del 2022 ya se contabilizaban 2.187 casos. Las autoridades de gobierno y parlamentarias, están ante un fenómeno que les preocupa electoralmente más que nunca: bajar las cifras de temor ciudadano.

Y vemos la respuesta, en esa línea mental, de la Ministra del Interior (ex concertación) Carolina Tohá, quien valoró el inicio de patrullajes militares en la macrozona norte del país en el marco del combate a la migración irregular. Asimismo, remarcó que «Chile lleva largo tiempo sin hacer lo que debe hacer para tener un control en las fronteras».

Las Fuerzas Armadas (FF.AA.) chilenas se desplegaron en la macrozona norte del país (regiones de Arica y Parinacota, Tarapacá, y Antofagasta), frontera con Bolivia y Perú, para dar apoyo de control fronterizo, orden público y de seguridad en esa zona del país. El operativo es inicialmente por 90 días y los uniformados, de acuerdo con la “Ley de Infraestructura Crítica” emanada hace un mes desde el Congreso Nacional, tienen atribuciones para: controles de identidad, revisión de equipaje en caso de que exista un elemento que indique la comisión de un delito y detención de personas, que serán derivadas a las policías, si ingresan sin papeles de identificación o si están cometiendo un ilícito.

Estos «pasos previos» tienen su detalle en siete reglas para las FFAA para evitar que disparen a la gente. Lo anterior, “especialmente en presencia de menores de edad” especifica el documento emitido por el Ejecutivo.

Usar las armas de fuego es la última opción a la que recurrir, a menos que se encuentren amenazados con armas. No obstante, “cuando las medidas anteriormente señaladas resulten insuficientes”, las FF.AA. podrán hacer uso de sus armas de fuego.

Algunos actores políticos sostienen que la militarización, entendida como el uso de las FF.AA. para combatir las amenazas internas de carácter no militar en un país, resuelve los problemas del delito y la violencia, sin considerar que se transforma en un obstáculo para pensar y articular políticas democráticas e inclusivas que den soluciones reales a problemáticas de las sociedades actuales.

Intentan convencer a las autoridades y a la opinión pública sobre la existencia de “nuevas amenazas” ante el debilitamiento de conflictos bélicos entre países vecinos, cómo consecuencia de los procesos de democratización de los países y que conllevan una pérdida de relevancia de las fuerzas armadas como actores políticos.

Esta lógica sostiene que, ante la ausencia de conflictos bélicos en la región, las amenazas principales a la estabilidad de los Estados provienen ahora de la criminalidad organizada transnacional, especialmente el narcotráfico, y se utiliza la preocupación social por la violencia y el delito como justificación de esta medida; “fórmula mágica” de políticas electorales cortoplacistas.

Los Estados que recurren a esta fórmula aumentan exponencialmente los niveles de violencia, refuerzan las lógicas de control poblacional, que afectan sobre todo a los sectores más pobres, y alimentan el endurecimiento de la respuesta estatal a fenómenos criminales diversos, e incluso, a problemas sociales que no están relacionados con dinámicas delictivas, legitimado todo tipo de medidas de “combate”. (México y Colombia tras décadas de estas políticas, y según estudios realizados, tiene como resultado “la restricción de derechos fundamentales; la militarización del poder público; además de la aparición y consolidación de una justicia penal de excepción”).

Las imprecisiones en conceptos, acciones y facultades permiten que problemas socioeconómicos como las migraciones pasen a formar parte de la agenda de seguridad de los países y, si además se la asocia con cuestiones como el narcotráfico o el terrorismo, la migración deja de ser un derecho humano y pasa a convertirse en un potencial delito, agravando aún más la situación de vulnerabilidad de las y los migrantes, casi siempre personas pobres que buscan escapar de la miseria y la violencia.

Si sumamos que el patrullaje constante en algún territorio, la instalación repentina de infraestructura militar, los procedimientos, detenciones y requisas en espacio público y privado, configuran un paisaje propio de una ocupación militar que provocan impactos graves en derechos humanos: vulneraciones que van desde la terrible afectación del derecho a la vida hasta variadas formas preocupantes de limitación de derechos políticos y sociales fundamentales.

Y obviamente, las respuestas necesarias no podrán ser implementadas, a saber, aumento de la dotación y especialización de policías, de fiscales y de la defensoría penal pública; modificación radical del obsoleto poder judicial; así como el financiamiento real y suficiente a la Defensoría de la Niñez, del Instituto Nacional de DDHH; el financiamiento para la descentralización hacia el poder local, de las gobernaciones regionales y los Municipios del país, etc.

Porque estas respuestas ineludibles, requieren de acciones que chocan con el modelo neoliberal imperante, a saber, cargas impositivas reales a las personas y empresas más ricas, royalties que no sean una broma de mal gusto; freno decidido a la corrupción con condenas ejemplares a los delincuentes de cuello y corbata, toma de préstamos por el Estado, al menos en los niveles de deuda de los países de la OCDE, etc.) Ni hablar de aplicar respuestas estructurales como la propuesta de renta básica universal e incondicional (RBUI).

Estas respuestas no son tema en “la lógica” del modelo, que describió en su momento la Thatcher: «No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias».

El negacionismo de lo gregario en este modelo, es la base de la destrucción del Estado, y su imposibilidad para avanzar hacia una sociedad de iguales derechos y oportunidades para todas y todos. Y en esta crisis, lo mínimo que se pide es que los defensores del modelo admitan para sí las consecuencias y los daños que éste conlleva; y que, a partir de ese reconocimiento, se allanen a un diálogo ciudadano que permita superar la práctica de bandos y de polarización, para encontrar las puertas de escape posibles para el futuro inmediato. Que así sea.

 

Redacción colaborativa de M. Angélica Alvear Montecinos; Sandra Arriola Oporto; Cesar Anguita Sanhueza y Guillermo Garcés Parada. Comisión de Opinión Política