Por Hugo Behm Rosas*

FRATERNIDAD EN LOS CAMPOS DE CONCENTRACION DE LA DICTADURA

Del prólogo de Miguel Lawner:

Este es un canto de fraternidad por encima del odio.

No abundan los libros escritos sobre las experiencias que sufrieron decenas de miles de chilenos, confinados por la dictadura militar en centros clandestinos de prisión, tortura y/o desaparición.

La mayoría describe, con mayor o menor detalle, los crueles tormentos a los que fueron sometidos.

El libro del doctor Hugo Behm es algo diferente. Pone énfasis en el sentimiento de solidaridad, de confraternidad y ayuda mutua entre los prisioneros políticos, que ayudan a superar las adversidades a que están expuestos. El autor destaca los lazos de compañerismo, que según afirma, no alcanza ningún momento fuera de la prisión.


SOLIDARIDAD ENTRE REJAS

Empezamos a pensar qué hacer, y yo noté que naturalmente la nostalgia, la desesperación nos devoraba de un modo u otro, a lo largo de tantas horas, de tantos días y noches de espera. El prisionero no ha acabado todavía de imaginar su propio rol, no tiene todavía conciencia de que va a estar preso probablemente meses o años, de que tienen un sentido político estar preso, que tiene que prepararse para resistir y organizarse para trabajar. Se está viviendo de la falsa ilusión de que la libertad va a llegar de un momento a otro, que en el caso de uno hay alguna equivocación, que alguien va a hablar por uno y que las cosas se van al aclarar, se va a salir, Esta indecisión, esta falsa imagen de la realidad trae angustias, de tal modo que, en algún momento alguien se quebraba, y hablando de su mujer, de sus hijos, se le llenaban los ojos de lágrimas y se le quebraba la voz. Entonces es cuando entrábamos a actuar nosotros, para ayudarlo, remecerlo, decirlo: ¡arriba hombre! ¡Cómo te vas a quebrar! Todo se va a arreglar, vas a encontrarte con la familia, va a pasar tiempo es cierto, pero ya están trabajando por nosotros, ¡adelante! La solidaridad tenía esa cara de fortaleza, esa cara de ayuda ante un hombre que pocas horas antes era un desconocido, pero que ahora era un compañero, un compañero más, en general con las propias ideas de uno, un compañero que sufría las mismas penalidades y que luchaba por las mismas causas.

Recuerdo que nos servían en la mañana té con un pan, a mediodía una comida caliente, otra vez té y con pan, y en la noche igual cosa que al almuerzo. Decidimos ahorrar un poco de migas y hacernos un dominó; trabajosamente, sacando pedacitos de miga y juntándolos los unos a los otros construimos las piezas de un dominó y comenzamos a jugar. A veces nos aburríamos, a veces nos entreteníamos, el juego nos sacaba de algún modo de ese círculo infernal, de la angustia y la espera siempre prolongada.

Recuerdo igualmente otra escena, tan bella, tan conmovedora. Todos teníamos algunos cigarrillos en el bolsillo en el momento de la detención, los fuimos ahorrando, los fuimos compartiendo, pero finalmente se terminaron. Naturalmente comenzó una angustia grande; soñábamos con un pitillo, soñábamos con el humo y con esa tranquilidad transitoria que da al fumador el acto de fumar. Pues bien, una noche metí distraídamente la mano al abrigo y me encontré con que todavía tenía nada menos que un pequeño bolso con tabaco de pipa.

Fue una tremenda alegría. Compañeros, les dije, ¡tenemos tabaco! Y allí estaba el tabaco pero no estaban los cigarrillos. Fue el caso que un preso, un hombre de campo, dijo: ¡yo sé hacer cigarrillos! Vino el problema de buscar el papel: deshicimos algunas de las cajetillas anteriores, hurgamos en todos nuestros bolsillos hasta encontrar algunos papeles, y el compañero encargado de hacer el cigarrillo se dio a la tarea de cortarlo con mucha meticulosidad y hacer el primero. Acordamos fumarnos cooperativamente un cigarrillo entre los cinco, a las 11 de la mañana y a las 6 de la tarde. Esas horas se convirtieron en un ritual que era algo más que fumar, que era compartir lo poco que teníamos, entre todos y sin distinción. El compañero encargado de hacer el cigarrillo empezaba su ceremonial, sacábamos el bolso con el tabaco, él extendía el papel y comenzaba a enrollarlo con cuidado, de tal modo que ninguna mota de tabaco se perdiera, lo cerraba en los extremos, lo encendía, daba las primeras chupadas, se lo pasaba al de la derecha, éste lo chupaba y seguía la vuelta hasta que volvía el primero. El cigarrillo se iba consumiendo, se iba achicando cada vez más, pero nosotros lo llevábamos al extremo, hasta el punto de que casi se nos quemaban las yemas, se nos pusieron amarillas y cuando finalmente el “pucho” se acababa y todos los habíamos aspirado y gozado, guardábamos esas cenizas – que eran más de papel que de tabaco – en un quicio de la ventana, para futuras necesidades…El tabaco se fue consumiendo, los días fueron pasando,  transcurrieron así tres semanas, fumábamos todos los días esos dos cigarrillos que eran nuestra esperanza del día, el momento de camaradería, el momento de compartir los recursos escasos.

 

ESPORA EDICIONES, Santiago de Chile 2019

*Hugo Behm · Después de obtener su título de médico cirujano en 1936, a partir de 1953, se dedica a la bioestadística, formándose en la Escuela de Salubridad de Chile y en la Johns Hopkins University, profundizando sus estudios en la Columbia University, en Nueva York. Colaboró en temas de salud pública con Salvador Allende, desde los años en que el futuro Presidente era senador de la República. En 1974 es hecho prisionero por el régimen militar. En septiembre de 1975 es trasladado desde el campo de concentración de Ritoque y expulsado del país, gracias a las gestiones realizadas por la Asociación Americana de Salud Pública (APHA) en pro de la liberación de seis trabajadores de la salud detenidos y encarcelados.