24 de enero 2003, El Espectador

El concepto de “tú me importas” debería ser la columna vertebral de la aproximación a esos otros, a esas otras que –en algún momento– hemos sido nosotros mismos. Por ahí debería empezar la protección ética y estética de las sociedades.

El caso de la semana pasada, de un profesor universitario denunciado en redes y entrevistas por temas de acoso sexual, deja una horrible sensación de tristeza y hace que repasemos lo que han significado las relaciones de poder en la historia emocional de las personas.

No hay remiendo que valga ni sutura que sane del todo una piel o un espíritu violentado. Las heridas que más rabia y frustración generan son generalmente esas que nunca debieron suceder, las infringidas por satisfacer un ego o darle rienda suelta a la estúpida manía de asumir las posiciones dominantes como una patente de corso, para maltratar a quien se encuentra en el lugar vulnerable de la ecuación.

Rechazo cualquier tipo de abuso sexual. Por infame, por injusto y porque es una conducta denigrante, que resulta del irrespeto y la cosificación de los seres humanos. Es una señal inequívoca de bajeza y desconsideración llevada al extremo.

Por otro lado, no me sintonizo con algunos y algunas adalides de la moral que se sienten con el derecho de lapidar a los acosadores. Mejor dicho, no me gusta lapidar gente, por equivocada que haya estado. Me siento más bien con la obligación de preguntarme y preguntar cuántas veces por miedo o vergüenza ejercimos un silencio cómplice. Cuántas veces nos quedamos callados y calladas frente a un cura, un jefe o un profesor infame, de esos que se sienten poderosos porque son los dueños de las indulgencias, de los ascensos o de la libreta de calificaciones. Quizá muchos de nosotros debamos reconocer que dejamos de hacer lo debido, porque en su momento (en el nuestro) no levantamos la mano para decir me too.

Admiro, sí, a los hombres y mujeres, a las niñas, niños y adolescentes heroicos que se han atrevido a denunciar la siniestra mezcla de sexo, imposición y poder, y admiro a quienes oyen a las víctimas, investigan, descubren la verdad y alzan la voz y la dignidad sin dejarse intimidar por los victimarios.

Los testimonios y las entrevistas de la semana pasada a raíz de las denuncias contra el profesor me dejan un doloroso balance. No solo por las víctimas de esta historia puntual, sino por todas las mujeres que desde siempre han sido vulneradas, dolor por todos los abusos de todas las épocas, en todas las aulas y habitaciones oscuras y en todos los cuerpos tomados por la fuerza…

Y dolor también porque conozco al profesor del caso que nos ocupa. Desde hace cuatro años hemos compartido causas y manejamos con respeto mutuo diferencias conceptuales, y pensamos muy distinto, pero he valorado su conocimiento geopolítico de Oriente Medio y admiro su coraje para incursionar en el meollo de las guerras internacionales. Celebré públicamente su reciente designación para un cargo diplomático, y me equivoqué. Defiendo el derecho a la presunción de inocencia, pero confieso que de todo lo leído y oído no sé qué me impactó más: si las declaraciones de las víctimas o las respuestas del profesor, llenas de estereotipos machistas y trillados que pretenden justificar lo injustificable. Se necesita valor para atravesar el mundo y entre los escombros tomar fotografías de las viudas afganas y los tanques de guerra. Pero se requiere mucha más valentía para reconocer los errores y pedir perdón.

Lamento mucho todo esto. Toda esta historia es una tristeza. Y una decepción.

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