por Ahmet Kuru, catedrático de Ciencias Sociales de la Universidad de San Diego, California

La decisión de un tribunal turco el 14 de diciembre de 2022 de encarcelar al alcalde de Estambul, Ekrem Imamoglu, durante dos años y siete meses por insultar a funcionarios públicos se debió a comentarios que hizo hace tres años. Pero su impacto se dejará sentir en un acontecimiento que tendrá lugar dentro de unos meses: las elecciones presidenciales turcas.

Si el tribunal de apelación confirma la condena de Imamoglu -basada en un discurso de 2019 en el que supuestamente llamó «tontos» al consejo electoral supremo de Turquía-, el opositor no podrá ocupar ningún cargo político. Con ello, el presidente Recep Tayyip Erdogan gana por partida doble: no solo significa que Erdogan retomaría el control de Estambul, sino que también impediría potencialmente que su contrincante más fuerte se presentara a las elecciones de junio de 2023.

Sea por motivos políticos o no, la sentencia judicial podría no salir como esperan los rivales de Imamoglu, como bien debería saber Erdogan. El largo camino del presidente turco hacia el dominio político comenzó con su elección como alcalde de Estambul en 1994. La élite laicista, que en aquel momento dominaba la política turca y temía el auge del conservadurismo religioso de Erdogan, le prohibió hacer política mediante una decisión judicial que le llevó a la cárcel durante cuatro meses por incitar al odio religioso en un discurso. Esa sentencia, de hecho, no hizo sino reforzar el apoyo a Erdogan. Tal vez de forma similar, la condena de Imamoglu fue seguida de la salida a la calle de miles de seguidores en señal de protesta.

La menguante popularidad de Erdogan

El experimentado presidente es un político pragmático. Durante más de 25 años, Erdogan ha seguido una doble estrategia para afianzar su poder: ganar legitimidad ganando elecciones y, al mismo tiempo, consolidar el poder empleando una larga lista de métodos autoritarios, como encarcelar a periodistas y calificar de «terroristas» a las figuras de la oposición.

Pero las elecciones de 2023 llegan en un momento en que la posición de Erdogan en Turquía parece más débil, con encuestas que sugieren que podría perder ante uno de los pocos posibles aspirantes, sin que la oposición haya anunciado aún quién concurrirá a los comicios.

Las elecciones municipales de Estambul de 2019 supusieron un punto de inflexión en la suerte política de Erdogan. Imamoglu, el principal candidato de la actual oposición, el Partido Republicano del Pueblo, ganó contra el candidato del Partido Justicia y Desarrollo de Erdogan. Erdogan no aceptó la derrota y apoyó la anulación de las elecciones por decisión del consejo electoral supremo, lo que motivó el comentario de «tontos» por parte de Imamoglu.

Sin embargo, Imamoglu volvió a ganar con un margen todavía mayor en la posterior repetición de las elecciones.

Desde 2019, la popularidad de Erdogan ha disminuido cada vez más, según la mayoría de las encuestas públicas. Ahora es menos popular que Imamoglu o el alcalde de Ankara, Mansur Yavas, del mismo partido de la oposición.

Uno de los principales motivos del problema de popularidad de Erdogan es la actual crisis económica. La tasa de inflación anual de Turquía se ha disparado por encima del 80%. En una encuesta nacional de febrero de 2021, el 50% afirmó que la pobreza les llevaba a saltarse comidas.

La crisis económica está directamente asociada al gobierno de Erdogan, que ha provocado una fuga de cerebros y políticas financieras desafortunadas, especialmente su insistencia en bajar los tipos de interés para reducir la inflación, medida que va en contra de lo que aconsejaría la mayoría de los economistas.

Si la oposición sigue una estrategia razonable, Erdogan está destinado a ser derrotado en las elecciones de junio de 2023, si el escrutinio es justo y libre.

Pero los observadores temen que intente jugar con el sistema o cambiar las reglas para ganar las elecciones y mantener sus poderes superpresidenciales durante cinco años más.

Erdogan ya ha trabajado para establecer unos medios de comunicación obedientes, mediante la confiscación, el capitalismo de amiguetes y la represión, incluida la detención y encarcelamiento de periodistas. En octubre, Erdogan promulgó una nueva «ley de censura» para criminalizar aún más a los periodistas y controlar las redes sociales.

También estrechó lazos con el presidente ruso Vladimir Putin, y normalizó las relaciones con los príncipes herederos de Arabia Saudí, Mohammed Bin Salman, y de Emiratos Árabes Unidos, Mohammed Bin Zayed, en un intento de fomentar su apoyo financiero de cara a las elecciones.

¿Se repetirá la historia?

Y luego está el ataque directo a las figuras de la oposición. Si Imamoglu es condenado a prisión, no será el único político importante que languidece en las prisiones turcas.

Selahattin Demirtas, ex copresidente del prokurdo Partido Democrático de los Pueblos, lleva más de seis años entre rejas. Demirtas apoyó a Imamoglu durante las elecciones municipales de 2019 y ha criticado la nueva sentencia judicial contra él.

Esto demuestra lo que convierte a Imamoglu en una amenaza electoral potencialmente potente para Erdogan: su capacidad para atraer a votantes de varios segmentos de la sociedad. Puede conseguir el minoritario pero crucial voto kurdo, al tiempo que mantiene sólidas relaciones con los políticos nacionalistas. Pertenece a un partido laico, pero es capaz de recitar el Corán en público para atraer a los votantes religiosos. Lo que Erdogan teme es una figura de la oposición que pueda servir como un gran «candidato paraguas».

Esto ayudó a Imamoglu a derrotar al partido de Erdogan en Estambul dos veces en 2019. En unos meses, veremos si puede conseguir el mismo logro en el escenario nacional… pero eso solo puede suceder si puede presentarse legalmente.

El peligro para Erdogan es que, si la población turca considera que el encarcelamiento de Imamoglu tiene motivaciones políticas, podría aumentar la popularidad de su rival. De ser así, la historia podría repetirse en Turquía, solo que esta vez para desgracia de Erdogan.

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

 

El artículo original se puede leer en The Conversation