8 de noviembre 2022, El Espectador

Wingo —según dice en su página— es “la aerolínea más cool de Latinoamérica”, ofrece una experiencia “buena onda”, cuenta con “robustos procesos operacionales” y trabaja para mantener precios bajos y hacer a la gente feliz. En serio, así dice y uno no sabe si están hablando de un chicle o de un curso de aeróbicos, de una pelota antiestrés o de una empresa medianamente seria, en la que el respeto brilla por su ausencia. Dejemos claro que en ningún lenguaje corporativo decente bajo costo puede significar baja dignidad, baja calidad y baja consideración.

El jueves 3 de noviembre, entre las 4:00 y las 7:00 p.m., una tormenta monumental partió el cielo de Santa Marta, ciudad colombiana a orillas del mar Caribe, donde murió nuestro libertador Simón Bolívar. Era obvio que esa tempestad de marca mayor retrasaría los horarios de los vuelos. Todos en el aeropuerto estábamos dispuestos a esperar un tiempo razonable y a entender sin protestar que habría demoras.

Lo inadmisible es que nos hayan tenido seis horas en una sala de espera (a la que gradualmente le fueron quitando el aire acondicionado), diciéndonos cada 20 minutos una mentira distinta. Mientras los wingos —como ellos se autodenominan— sudaban y mentían, llegaban y salían aviones de otras aerolíneas porque Avianca y Latam tienen una flota suficiente y se ocuparon de respetar los derechos de sus viajeros.

Precisemos, señores de Wingo: sus compradores no somos “pasajeritos” (como nos llamó una de sus funcionarias). Somos pasajeros completos: niños, jóvenes, adultos y ancianos de diferentes géneros, procedencias, etnias, regiones y condiciones físicas, económicas y emocionales. Personas con derechos adquiridos, no brazos de un muñeco desarmable que ustedes deciden ensamblar o desechar a su antojo.

Los wingos de turno anunciaron no sé cuántas veces un avión fantasma que nunca llegó, porque nunca existió; hoy uno puede ver en su celular el plano del cielo con las rutas aéreas y el movimiento de los aeropuertos, así es que sabíamos que los funcionarios no estaban diciendo la verdad.

Después del ir y venir de policías y gritos enardecidos de varios viajeros, poco antes de la medianoche los tableros anunciaron que el vuelo 7287 quedaba cancelado.

No dieron dinero para alimentación, transporte o alojamiento; las instrucciones fueron terminantes: retírense y esperen una llamada del call center (que en mi caso llegó 23 horas después y sin ninguna solución), no les podemos ofrecer embarque en ningún otro vuelo… mejor será que compren otro pasaje.

No traigo esta historia para desahogarme contra una aerolínea que simplemente no volveré a usar. Comparto con los lectores esta experiencia porque me agreden las empresas y las personas que juegan con el tiempo y con la dignidad de los demás. Me agrede el diminutivo que no se dice por cariño sino por menosprecio. Me agreden la desconsideración y el abuso.

Sabemos que las tormentas alteran la dinámica de los aeropuertos y que una flota de ocho aviones no da para cubrir emergencias. Lo horrible es la indolencia frente a la condición de los más vulnerables.

Esa noche, una mujer campesina que tendría unos 85 años lloraba desconsolada y decía que no tenía dinero para dormir en ninguna parte.

—Señora, ¿podemos ayudarla? —le pregunté.

—¡No, señorita! Yo no quiero que nadie me ayude. Lo que necesito es que me den lo que con tanto esfuerzo compré. No quiero ayuda sino justicia.

No supe su nombre, pero me dio una lección de dignidad; esta columna va por ella, por su indefensión frente al autoritarismo y por ese llanto suyo, que nadie pudo calmar.

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