Uno de los mayores mitos de la sociedad occidental moderna está basado en la libertad individual de la conciencia y del pensamiento, que se le ofreció a cada uno de sus habitantes como un valor supremo de las democracias de nuestros tiempos. Fue la tarjeta de presentación del ‘primer mundo’, el de los libres, el de los privilegiados.

En los tiempos de la perestroika ese mundo nos sedujo con la frase de la escritora inglesa Ewelyn Holl, que decía «yo no comparto sus ideas, pero estoy dispuesta a morir por su derecho a expresarlas», y tal vez para asegurar el efecto de estas palabras, se le adjudican normalmente a Voltaire. Criados por el sistema soviético y quejándonos de la excesiva censura estatal, aprendimos sin embargo a creer en la palabra impresa.

Pensamos que sabíamos leer entre líneas, pero no teníamos elementos para entender la lógica de la propaganda occidental y fácilmente, caímos en la trampa de la ‘libertad del pensamiento’ de la prensa y la cultura que, manejada por los mejores expertos, resultaron ser el disfraz perfecto de los mil matices de un solo color, que se definen siempre por el mismo poder. Saliendo de otra lógica discursiva simplemente no teníamos cómo descifrarlo.

Es curioso que nos enamoramos del cuento de la libertad de las ideas, justamente en el tiempo en que el pensamiento todavía representaba un valor y cuando en el mundo entero no existían espacios más críticos y analíticos que las cocinas soviéticas, donde hasta altas horas de la noche se cocinaban nuestras dudas y certezas con mil aliños, que les daba la buena educación que teníamos y un saborcillo picante, de la fruta prohibida. Pasábamos noches enteras allí, fumando, tomando té, café, vodka o lo que fuera, discutiendo entre amigos sobre lo humano y lo divino. Sí, en la parte institucional de nuestras vidas sí hubo censura política. También hubo restricciones para viajar fuera del país. Pero el acceso a la cultura, al conocimiento y a la historia de la humanidad era tan amplio, que todos recorrimos el mundo devorando los mejores libros de los grandes autores y viajamos en el tiempo, curiosísimos por la historia del ser humano y supimos que, junto con otros pueblos del planeta, estábamos por salir a conquistar las estrellas lejanas.

Las libertades que nos canjearon por nuestros sueños, resultaron ser collares de vidrio, como les sucedió a los inocentes aborígenes frente a los conquistadores.

Le ofrecieron al mundo, sin rumbo y sin una mínima base educativa, un océano de información, tendiéndonos una trampa donde cualquier pensamiento se ahoga mucho antes de que aprenda a nadar. Ya nadie está dispuesto a combatir las ideas con las ideas. Se silencian, se anulan, se disuelven en el ruido. Una dictadura mundial de lugares comunes en el discurso y de ‘no lugares’ en el espacio público se perfila como algo limpio, aséptico y futurista, despojado de cultura, de memoria, de un pasado, del aprendizaje y de lo humano. La humanidad en este mundo sobra.

Para asegurar el triunfo de la máquina transhumana, al mejor estilo Elon Musk, lleno de chips, dólares y ambiciones, el sistema preparándose para su zarpazo final, gira sus promesas 180 grados y empieza a prohibirnos todo con lo que hace tan poco tiempo nos sedujo. Las redes sociales publicitadas como un espacio de libertad sin límite, del encuentro entre diversas culturas, se someten a una censura política, cultural y estética total, entendiendo que las tres en el fondo son siempre la misma cosa: la ideología. Me acuerdo que hace solo un par de años, en las protestas masivas en las calles de Colombia, cuando las autoridades democráticamente electas, reprimían brutalmente a los manifestantes, torturando, asesinando y desapareciendo, cientos de imágenes grabadas por los compañeros de las víctimas en las calles, no duraban en YouTube más de 10 minutos antes de ser eliminadas. Y mientras tanto, la prensa mundial seguía con su eterna preocupación por las democracias en Cuba, Venezuela y Bielorrusia. Todavía nos parecía sorprendente, así como nos asombró el bloqueo que Twitter le hizo a Donald Trump y a sus partidarios. No es que seamos admiradores del exmandatario estadounidense, pero no coincidía con nuestras rudimentarias creencias acerca de la libertad de expresión, sobre todo en un país que abajo la amenaza de las armas económicas y militares, se lo exige al mundo entero. El conflicto armado en Ucrania lo develó todo.

En el mundo civilizado de ahora, está prohibido pensar. Es aceptado un solo punto de vista, es proyectado solo un tipo de imágenes, en gran medida ‘fake news’, que ya es lo de menos, y cualquiera que trate de cuestionar las verdades superiores dictadas por los dueños de los grandes medios, en el mejor de los casos, solo perderán sus trabajos de periodistas y serán así cancelados.

Los puntos de vista no explícitamente antirrusos son totalmente eliminados del espacio mediático. Criticar a la OTAN en estos tiempos es como poner en duda la existencia de Dios en tiempos de la Inquisición. Las hogueras para los herejes están ardiendo en todas las pantallas del planeta.

Usted puede conmoverse ante las víctimas civiles ucranianas y cuestionar la guerra como método, pero si con eso usted se atreve a reconocer la existencia de nazis en el Ejército ucraniano, usted automáticamente se convertirá en un agente de Putin, sin derecho a réplica ni a rehabilitación.

Los poderosos medios de comunicación internacionales, que tan solo hace unos años se pudieron considerar serios y respetables, en cuestión de meses se transformaron en una especie de Goebbels colectivo, que apoyado por las últimas tecnologías de la imagen y de los estudios sicológicos se vuelven una verdadera arma de destrucción masiva de conciencias sin precedentes.

Cada vez en más países, como parte de tu currículum, te piden tus redes sociales. Antes de opinar debes saber que esto puede tener un costo. Como sucede en México o en Colombia, donde las mafias narcotraficantes ofrecen a los políticos recién electos, decidir entre plomo o plata, así, la tiranía mundial de los medios exige a los periodistas, la complicidad o el silencio.

 

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