1 de noviembre 2022, El Espectador

¿A los cuántos años se es viejo? El Auditorio Nacional de Ciudad de México tiene 9.366 sillas. Es decir, el jueves de la semana pasada más de 18.000 manos en esa hermosura de lugar aplaudieron a María Icíar Amaya Uranga Amézaga, Amaya, “nuestra” Amaya de la adolescencia; Amaya, la estrella que en Bilbao hace más de medio siglo le dio vida a Mocedades. Hoy tiene 75 años y no ha perdido ni un átomo de su capacidad de conmover con su ángel y sus canciones de amor y soledad. Amaya les dio voz a los quiebres sencillos de la vida, a los talismanes que cruzan el mar y a los romances que crecen en secreto; les prestó su voz a las emociones que hablan en claroscuro, a los encuentros y desencuentros que nos mantienen vivo, fuerte o cansado, eufórico o adolorido, este nudo que llamamos corazón. Amaya nos cantó la vida cuando aún no sabíamos lo que era una noche de amor y la guerra se llamaba Vietnam.

El jueves 27 de octubre Amaya entró al escenario del Auditorio Nacional apoyada en sus amigos, en su bastón y en los aplausos; la hacen fuerte los acordes de los músicos, 55 años dando conciertos y esa ternura infinita que ¡cuántas veces! nos ha inundado los ojos de lágrimas, promesas y recuerdos. Amaya. Mis respetos y mi nostalgia y una emoción intacta. Su aita y su ama le regalaron la música desde antes de nacer, y ella nos regaló sus “palabras de amor sencillas y tiernas”.

Y vuelvo a preguntar: ¿a partir de qué edad se es viejo? No me hablen de células con sed ni de pieles marcadas por el tiempo. Cada arruga es una historia, un hijo, un triunfo o un duelo. Cada arruga quiere decir que no hemos estado de espaldas a la vida, no que estemos viejos. No me hablen de los huesos de arena. Mejor hablemos de las 9.000 personas que de pie aplaudimos a Amaya, una mujer tejida con hilos de luna.

Isidro tiene 74 años, cuatro hijos, 12 nietos, una mujer y seis hermanos. Maneja un taxi y se conoce casi todas las calles de una ciudad de 24 millones de habitantes; trabaja ocho horas diarias y tres veces al año recorre 360 kilómetros para llegar a un pueblito en Michoacán y visitar a Carmela, su mamá, 97 años. Dice Isidro que ella prepara mejor que los dioses el tamal de ceniza con masa de maíz.

Mientras una orquesta toca en medio de la plaza de San Jacinto, en San Ángel, y la ciudad se llena de colores y catrinas y flores anaranjadas y altares para honrar a los muertos, converso con un pintor de barbas blancas y 85 años guardados en el bolsillo de su guayabera. Heredó de su padre sus ojos de pintor, y mientras su mujer cose canasticas de pan, él vende sus cuadros y compra pinceladas de tiempo. A las seis empieza a desmontar los atriles; repasa los compradores del día: un cuadro empacado para Holanda, tres para Suramérica y otros para la provincia mexicana. Un muchacho le ayuda a cargar en la camioneta las obras que volverá a traer el próximo sábado. No tiene hijos, tiene años, pero no vejez. Tiene una paleta de colores y unas manos preciosas.

Quizá estamos viejos cuando sentimos que ya no habrá un próximo sábado y guardamos en el desván los cuadros y las historias, como si fuera la última vez. Estamos viejos cuando, en lugar de paleta de colores y escenarios y corundas en salsa roja, nos vestimos un pijama gris y sentimos que el mundo tiene más cortinas que ventanas. Estaremos viejos cuando se nos canse el alma con solo respirar y empecemos a creer que “ilusionar” es un verbo imposible. Hasta la víspera de ese día, vivir seguirá siendo la más grandiosa y retadora palabra de amor.