Este mes se cumplen sesenta años de la crisis de los misiles en Cuba. Hoy nos acercamos hacia algo parecido, pero la opinión pública está en la inopia.

Por Rafael Poch

Entre el 14 y el 28 de octubre de 1962, el mundo estuvo al borde de su total perdición. Un profundo y extremo sentido de inseguridad, derivado de la presencia de recursos militares de destrucción masiva del adversario nuclear junto a las propias fronteras, generó aquella crisis.

Todo el mundo entendió entonces los peligros de desplegar misiles y avanzar infraestructuras militares junto a las fronteras de la superpotencia nuclear rival. Entonces, los misiles nucleares de la URSS habrían podido golpear territorio de Estados Unidos desde Cuba, mientras los misiles de Estados Unidos emplazados en Turquía podían hacer lo propio. La solución fue dar un paso atrás y, de paso, inaugurar una línea telefónica directa, el famoso “teléfono rojo”, entre el Kremlin y la Casa Blanca. Hoy Ucrania desempeña el papel de Cuba, pero el mundo está en la inopia.

Las circunstancias son diversas pero el sentido de las advertencias de Moscú es idéntico al formulado entonces por Kennedy: se proclama un “peligro existencial”. A partir de aquí, comienzan las diferencias.

Las advertencias de Putin a Occidente sobre lo que entonces se llamaba “MAD” (“Mutually Assured Destruction”), la mutua destrucción garantizada, no están funcionando. Políticos y medios de comunicación hablan del “chantaje” de Putin, cuando éste no está más que formulando lo que era el consenso al que todos atendían después de 1962. Negociar una desescalada, ante la evidencia del desastre, como se hizo entonces, parece hoy descartado. Atentados como el de Moscú en agosto contra Alexander Dugin, un marginal ideólogo nacionalista, al que los think tanks atlantistas atribuyen una importancia de la que carece, y que acabó matando a su hija, o el cometido en septiembre contra los gaseoductos del Báltico, un atentado contra Alemania, confirman la velocidad con la que Estados Unidos alimenta la espiral.

Hoy se habla de la guerra nuclear como si fuera un videojuego. Parafraseando el título del último libro de Diana Johnston, estamos derivando From MAD to Madness, desde aquel consenso de la Guerra Fría acerca del común peligro a una especie de chaladura suicida.

La advertencia de Putin de que usará “todas las armas disponibles” para defender Rusia de un ataque de la OTAN es genuina, admite el encargado de la política exterior de la UE, Josep Borrell, “pero eso no cambia nuestra determinación y nuestra unidad por sostener a Ucrania”. Solo se atiende a la criminal invasión de Ucrania, iniciada en febrero, sin mencionar siquiera la serie de treinta años que contiene los motivos que la propiciaron.

En el centro de la actual crisis se encuentra la afirmación de Estados Unidos: “Soy la única gran potencia y quiero seguir siéndolo”, y “estoy perdiendo posiciones en el mundo, pero mi superioridad militar es abrumadora y aplastante, así que la utilizo a fondo para compensar esas pérdidas”.

En ese esquema, el dominio de Ucrania y la ruptura del complementario vínculo económico entre Alemania y Rusia (tecnología/energía) es fundamental para dominar Eurasia.

La importancia que para Estados Unidos tiene Ucrania para dominar Eurasia es bien conocida. Washington lleva por lo menos 25 años proclamándolo. Meter a Ucrania en la OTAN, desplegar allí misiles capaces de impactar en Moscú en cinco minutos, anular/interceptar la capacidad misilística rusa, y convertir Sebastopol, ciudad de todas las glorias rusas, en una base de la OTAN en Crimea, era la perspectiva concreta que se abrió con el cambio de régimen en Kiev, en el invierno de 2014. Desde que la gran estrategia china de la Nueva Ruta de la Seda (B&RI) se dispuso, a partir de su formulación en 2013, a integrar Eurasia mediante una tupida red energética y comercial desde Shanghai hasta Hamburgo, la partida estaba planteada con toda claridad: a un lado recursos económico-comerciales chinos y europeos, potencial energético ruso y gigantescas inversiones chinas, al otro lado, recursos militares de Estados Unidos.

Respecto a la ruptura del vínculo energético entre Alemania (Unión Europea) y Rusia, la historia también es conocida. No comienza con el Nord Stream 2, sino mucho antes, con los acuerdos entre Bonn y Moscú de 1981 para construir gaseoductos y exportar gas ruso. Aquel hito de la gran política alemana de distensión a través del comercio fue combatido sin piedad por Washington desde sus mismos inicios, con todo tipo de argumentos de “defensa” y chantajes. La respuesta del canciller Helmut Schmidt ante aquellas presiones fue clara: “Que canten misa, el proyecto se mantiene”. La reacción de Estados Unidos, después de amenazar con retirar sus tropas estacionadas en Alemania y otros recursos fallidos, fue desenfundar la pistola.

Como algunos de los componentes de la obra se producían en Estados Unidos, la CIA introdujo en ellos un software de control de la presión de las tuberías capaz de volarlas. En el verano de 1982, las obras del gaseoducto se volaron así en territorio soviético, algo que reveló en sus memorias, en 2004, Thomas Reed, un militar de la fuerza aérea y exmiembro del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Los atentados de septiembre contra los gaseoductos, en una de las zonas marítimas del mundo más controladas por la OTAN, no han sido, por tanto, los primeros de la acción de Estados Unidos contra el vínculo energético entre Alemania y Rusia.

“Nuestro principal aliado, ese al que la mayoría de los alemanes y la Alemania oficial, tanto en la política como en los medios, considera un amigo, destruye los canales de transporte de nuestro suministro energético que es la base de la actividad industrial de nuestro país” ¿y no pasa nada?, se pregunta Albrecht Müller, editor del principal medio de comunicación independiente alemán (NachDenkSeiten, medio millón de lectores, más del doble que la tirada del principal diario del establishment alemán, el Frankfurter Allgemeine Zeitung).

Aún más grave, porque denota una manifiesta ausencia de anticuerpos: la posibilidad de una guerra nuclear, que en los años ochenta sacó a la calle a centenares de miles de ciudadanos, especialmente en Alemania, no parece inquietar hoy a la opinión pública. ¿Qué está pasando? Vivimos, ciertamente, en un “medio ambiente cultural” bien distinto al de los años ochenta, particularmente en Alemania. Uno de los aspectos de esa diferencia hay que buscarlo en la corrupción estructural de los medios de comunicación europeos, particularmente flagrante en Alemania.

Los medios de comunicación del establishment nos explican cada día los crímenes del ejército ruso en Ucrania, sin soltar prenda sobre el abultado cúmulo de crímenes ucranianos. Explican, con la ayuda del Organismo Internacional de la Energía Atómica (IAEA), controlado por Occidente, que la central nuclear de Zaporiyia está siendo bombardeada, sin explicar quién la está bombardeando, se hacen los tontos sobre los atentados del Báltico y banalizan el riesgo de un conflicto nuclear que puede irse de las manos con gran facilidad.

“Los diarios más influyentes del mundo están haciendo propaganda para la tercera guerra mundial, mientras que las voces que empujan hacia la verdad, la transparencia y la paz son marginalizadas, silenciadas, rechazadas y encarceladas”, dice la periodista australiana Caitlin Johnston, sin relación con la autora del libro antes mencionado.

En el aniversario de la crisis de Cuba de 1962, estamos más cerca que nunca de un peligro que crece día a día. Por la combinación del militarismo estructural de su economía, por la ausencia de derrotas militares en su territorio, por su reputada predisposición a la violencia desde su misma formación como Estado y por la completa falta de experiencias directas y en carne propia del sufrimiento humano de la guerra, Estados Unidos está en el epicentro de ese peligro mundial. Dejo para los ciegos la calificación de “antiamericanismo” por esta constatación: todos los imperios venidos a menos son peligrosos cuando son descabalgados, pero aquí y ahora no hay nada más peligroso que la actual reacción de Estados Unidos a su relativo declive como potencia hegemónica.

 

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