6 de septiembre 2022, El Espectador

Hace un mes Colombia vivió la posesión presidencial más simbólica de su historia. En 30 días se han planteado cambios de fondo, que no se habían esbozado en 30 ni en 300 años; pero nosotros somos un país pendular, que oscila entre la lentitud y el afán, y muchos le están diciendo al gobierno que ya debería haber pasado de los símbolos a los hechos, y de las propuestas a las respuestas. Claro, hay temas especialmente sensibles, como el hambre o la infancia, sin tiempo para lo estático.

Por ejemplo, a la hora de enviar esta columna sigue vacante la dirección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar; en un país agobiado por el maltrato, el trabajo infantil y la violencia intrafamiliar, el ICBF no puede estar acéfalo, y esperemos que ya nadie lo vuelva a ver como la joya de la corona de la primera dama de turno, o un fortín político y/o financiero con chequera y cargos destinados a pagar favores y premiar amistades. El ICBF debe ser una instancia seria, eficiente y transparente, que vele por los derechos de niños, niñas y adolescentes colombianos o extranjeros que se encuentren en nuestro territorio, y más aún cuando están en condiciones de vulnerabilidad extrema. Debe trabajar de la mano con entidades nacionales e internacionales que velan por la niñez migrante; y propiciar la creación de entornos protectores, comenzando por la familia. El gobierno de la vida tiene ahora la oportunidad de saldar una deuda histórica y garantizarles a nuestra infancia y adolescencia, honestidad, respeto y protección integral.

En temas de seguridad alimentaria, un grupo de expertos trabajó cerca de dos meses e hizo propuestas a conciencia; sin embargo, no se han visto acciones encaminadas a erradicar la desnutrición y garantizar que ningún colombiano se acueste con hambre. Esa fue una de las banderas de Petro candidato, así es que seguramente cumplirá. Apenas llevamos un mes de gobierno, pero uno entiende la impaciencia: el reloj del hambre corre a un ritmo acelerado, y el de las soluciones se percibe lento.

Quizá donde hay más avances visibles es en el legislativo. La reforma de la ley 418 (orden público) suscitará críticas, respaldos y debates, pero hay un punto que me encanta, no solo por lo que es sino por lo que significa: la creación de un servicio alternativo al servicio militar obligatorio, y que plantea cinco líneas de acción: alfabetización digital en zonas urbanas, trabajo con las víctimas del conflicto armado, promoción del cumplimiento de los acuerdos de paz, de la política pública de paz y reconciliación, y un servicio destinado a la conservación y protección del medio ambiente y la biodiversidad.

Es justo que al terminar el colegio nuestros jóvenes no tengan que irse a lavar baños en las guarniciones militares, ni a limpiar fusiles ni lustrarle las botas a nadie. Es lógico y física y emocionalmente sano, que desarrollen su juventud cuidando la cultura de la vida y no alimentando la rutina de las emboscadas; que hagan suyas las aulas y los campos, no las trincheras ni los cementerios. Que tengan alumnos y no enemigos; que no sean carne de cañón y que las únicas armas que empuñen sean lápices, computadores y azadones. Que en vez de entrenarse en recibir órdenes para las disciplinas de la guerra, se formen en pensamiento y acciones que ayuden a borrar las secuelas de la violencia. Ahí hay un avance significativo, realizable y positivo. Un avance que encaja perfectamente, con la paz como política de estado, y la protección de la vida, como precepto no negociable.

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