Una escalada se enrosca en la otra. ¿Hasta cuándo tanta insensatez?

Por Rafael Poch/ctxt

Con la próxima anexión a Rusia de los distritos ucranianos de Jersón, Zaporozhie y los territorios del Donbás, y con la movilización parcial decretada, el Kremlin lanza una señal inequívoca: “Ante una amenaza existencial, no tenemos nada que perder y no vamos a ceder”.

Que Ucrania, a la que la OTAN quiere convertir en una temible potencia militar directamente enfocada contra Rusia, constituya una “amenaza existencial” para Rusia es discutible. De lo que no hay duda es de que para el régimen ruso perder la actual guerra es perderse irremisiblemente. Una cuestión de vida o muerte para Putin. Y cuando Putin dice que para evitarlo “utilizaremos, sin duda, todos los medios de que disponemos” y que “esto no es un bluf”, hay que tomárselo en serio. Porque la opción de tomarse a broma una amenaza nuclear no existe.

Durante las crisis de la Guerra Fría la discusión sobre si las amenazas de usar el armamento nuclear (“todos los medios de que disponemos”) eran farol o no, no tenía cabida: siempre se tomaba muy en serio. Así se evitó el desastre.

Independientemente del juicio que tengamos sobre esta guerra, hay algo en lo que debemos estar de acuerdo: situar infraestructuras militares, misiles incluidos, junto a las fronteras de una superpotencia nuclear es una provocación. Y eso es lo que se ha venido haciendo en Europa desde hace años. Los políticos occidentales prefieren jugar a la ruleta rusa en una situación en la que geográficamente Ucrania juega el papel de Cuba en 1962.

La anexión de esas regiones ucranianas a Rusia significa que lo que el Kremlin denomina “operación militar especial” pasa a ser una guerra. Una guerra en territorio ruso. Eso quiere decir dos cosas. Que aumentará la intensidad de la campaña, que hasta ahora ha sido muy comedida de parte rusa. No ha habido destrucción de infraestructuras fundamentales, ni misiles contra los centros de poder en Kiev, que es lo primero que se hizo en Belgrado y Bagdad. Seguramente, ahora se atacarán objetivos hasta ahora preservados. Pero sobre todo se concreta la amenaza nuclear, pues una guerra en Rusia, según la doctrina rusa, permite utilizar armas de último recurso para defender la integridad del país. Pronto, para Rusia, el sureste de Ucrania formará parte de la Federación Rusa, así que por quimérico que parezca, el mensaje es inequívoco.

La “movilización parcial” decretada por el Kremlin incrementará la carne de cañón para una guerra que tiene un frente de mil kilómetros, cuya fragilidad ha evidenciado la ofensiva ucraniana en Járkov. Emigrantes del entorno soviético atraídos por la promesa de papeles y gente pobre en general necesitada de dinero acudirán a la llamada, tal como ocurre en el ejército de Estados Unidos. Por ahí nada extraordinario. Respecto a los reservistas rusos y juventud en general, muchos de los que pueden optarían por marcharse del país. Lamentablemente, nuestros genios en Bruselas impiden esa estampida de sentido común, con su estúpida política de restricción de visados que, en algunos países, es prohibición total a rusos, lo que confirma que hay en marcha un castigo colectivo contra la población rusa, cuyo entusiasmo por combatir es mínimo.

A la despolitizada y pragmáticamente conformista sociedad rusa, que consiente la autocracia a cambio de estabilidad, se le va a pedir sacrificios, patriótica movilización y economía de guerra. Eso quiere decir que se rompe el contrato social entre poder y sociedad que ha funcionado en Rusia los últimos años. Ese contrato decía: “Tú haces lo que te dé la gana, siempre y cuando no nos devuelvas a los desastres de los años noventa”. Ahora, si el Kremlin quiere sobrevivir a esa ruptura deberá formular un nuevo contrato con la sociedad, compensando a los de abajo.

Si el Kremlin no propicia un cambio y no sale del actual esquema socioeconómico al servicio de una minoría privilegiada, si, además de más autoritario, no se hace más “social”, la represión no bastará para encauzar el descontento de la población.

Según cifras oficiales, la guerra ya ha producido 6.000 muertos, sin contar las unidades “Wagner” ni las milicias del Donbás. La cifra real puede ser, por tanto, el doble. ¿En nombre de qué esa sangría?

La movilización parcial y la anexión es respuesta a los más de 60.000 millones en ayuda occidental a Ucrania (equivalente al presupuesto militar ruso) y a la implicación militar directa de la OTAN en la guerra, con armas, cuadros, inteligencia, ataques a territorio ruso y atentados en Moscú y en las zonas ocupadas de Ucrania. Una escalada se enrosca en la otra. ¿Hasta cuándo tanta insensatez?

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