Los emperadores romanos no olvidaban adoptar el titulo de Tribuno del pueblo, porque esta función era considerada santa y sagrada; establecida para la defensa y la protección del pueblo, gozaba de una gran consideración en el Estado. Por ese medio se aseguraban de que el pueblo se fiara mejor a ellos, como si le bastase con escuchar ese nombre sin la necesidad de sentir los efectos. Pero no lo hacen mejor los de ahora que, antes de cometer sus crímenes más graves, los hacen preceder por algunos lindos discursos sobre el bien público y el consuelo de los desdichados. Conocemos la fórmula que usan con tanta finura; ¿pero se puede hablar de finura allí donde hay tanta impudencia?
(Étienne de la Boétie. Discurso de la servidumbre voluntaria. 1576).

Por Luis Casado

Étienne de la Boétie escribió su célebre texto cuando tenía apenas 16 años. Su reflexión recurrente tiene que ver con una cuestión muy simple: ¿qué es lo que hace que millones de seres humanos se dejen sojuzgar y esclavizar sin apenas intentar recuperar su libertad?

El autor señala que cualquier animal capturado vive su cautiverio como una desdicha y en muchos casos prefiere morir a perder su libertad. La reacción de los seres humanos, según Étienne de la Boétie, suele ser muy distinta:

“Es increíble ver como el pueblo, apenas se le somete, cae repentinamente en un olvido tan profundo de su libertad que le es imposible despertarse para reconquistarla: sirve tan bien y de tan buen grado, que al verlo se diría que perdió no solo su libertad sino que al mismo tiempo ganó su servidumbre.”

Estoy convencido de que el pueblo de Chile no se inscribe en este desdichado comportamiento. Por el contrario, retengo la lección del propio Étienne de la Boétie:

“mientras un pueblo se ve obligado a obedecer y obedece, hace bien; mas en el momento en que puede sacudir el yugo, y lo sacude, hace todavía mejor…”.

Lo mismo dijo Salvador Allende el aciago día del 11 de septiembre de 1973:

“El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse… (…) Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.”

Cuatro siglos separan la gesta del Compañero Presidente de la obra de ese genial adolescente que le advirtió a la Humanidad del peligro que corre habituándose a la esclavitud y la ausencia de derechos.

En el Chile de hoy, desafortunadamente, prolifera una casta muy inclinada a la servidumbre, que declara entusiastamente ser partidaria del yugo de la Constitución impuesta en dictadura, Ley maldita que durante 42 años ha privado al pueblo de Chile de sus derechos ciudadanos, convirtiéndolo en el objeto de las depredaciones de un puñado de oligarcas.

La infame gestación de este esperpento, su simple existencia, es motivo de vergüenza para todo ser humano bien nacido. ¿Quién pudiese evocar sin náuseas un texto cuyo principal objetivo consiste en privar a todo un pueblo de los derechos humanos consagrados en 1793 por la Revolución Francesa y adoptados luego por la Organización de las Naciones Unidas?

Cuando se trata de eliminar de la faz de la Tierra este atentado a la Humanidad y a la inteligencia cometido por la dictadura cívico-militar, nuestra principal preocupación no está centrada en la versión del procesador de texto, ni en la fuente de caracteres utilizada para imprimirlo. Basta con saber que la gestación del nuevo texto constitucional fue democrática.

Ese detalle molesta. En particular a los autoproclamados amarillos tinte caca de oca, y a numerosos cadáveres ambulantes con pretensiones de zombis de cinemascope.

El texto importa desde luego. Y si me apuran, diría que abundan quienes piensan (pensamos) que si les (me) hubiesen confiado la redacción de la Nueva Constitución, esta sería una maravilla de precisión, concisión, pertinencia y Humanidad.

Pero la realidad de los procesos sociales, esos que “no se detienen ni con el crimen ni con la fuerza” designó a los miembros de la Convención Constitucional para tan eminente tarea. Su trabajo, el texto de la Nueva Constitución, es una puerta abierta hacia el futuro.

Cada cual puede señalar defectos, imperfecciones, ausencias y descuidos. Pero este texto tiene el inmenso mérito de hacer desaparecer de una plumada el agravio infame de la Constitución pinochetesco-laguienta.

Sumado a la oportunidad de construir un país en el que sus ciudadanos recuperarán, tras casi 50 años de odiosa servidumbre, sus libertades y derechos más elementales.

«La historia es nuestra y la hacen los pueblos…» dijo mi (único) Presidente.

Por eso votaré Apruebo.