A pocos días de la segunda vuelta, la ciudadanía ya tiene claro lo bueno, lo malo y lo feo de los candidatos y sus programas, el dilema detrás de cada voto en blanco y la irresponsabilidad implícita en la abstención. Así es que en esta columna no intentaré dar elementos que puedan inclinar la balanza de algún indeciso. El tiempo es un gigante de patas largas y pesadas que ya se nos vino encima; la suerte, la empatía, la lógica o la pasión ya están echadas. Hoy simplemente quiero recordar que el 20 de junio la vida sigue y de nada bueno habrán servido los mensajes que se han dedicado a manipular la salud mental de los votantes, llenándonos de falacias, infiltraciones y revelaciones sacadas de contexto.

Según un estudio de inteligencia artificial divulgado en W Radio, se han producido más de 26 millones de mensajes en contra de los candidatos presidenciales. El 67 % contra Petro y el 25 % contra Hernández. Estamos saturados; las líneas rojas se volvieron unas pálidas curvas de caucho y la práctica de la política se degradó entre estrategias de desinformación y una infortunada versión de comunicaciones y mercadeo encargada de manosear a su antojo la mente de los electores. No me consuela que en otros países sea igual o peor. Esta campaña ha creado distancias innecesarias, ofensas y tristezas que nos habríamos podido evitar si nos hubiéramos concentrado más en analizar los programas que en odiar a los candidatos. Nos faltó generosidad y nos sobró vehemencia, nos faltó preocuparnos más por el futuro de los vulnerables que por nuestros propios riesgos, nos faltó priorizar la dimensión nacional sobre el milímetro personal. Para desarmar los espíritus y las palabras hay que ser valientes, humildes y serenos. ¿“Quién va a curar el corazón partío” de este país fracturado por nosotros mismos?

El próximo presidente deberá traer un gran botiquín de primeros auxilios; encontrará un país desvertebrado por la debacle del cuatrienio y desgastado por la torpe insistencia de convertir en enemigos a los contendores. Insisto: nombrar al psiquiatra general de la nación —cargo magistralmente propuesto por Ricardo Silva— es una emergencia. Me pregunto: ¿qué dirían las cartas y los arcanos si mi amiga filósofa Mavé le hiciera hoy un tarot a Colombia? ¿Qué estarán sintiendo —donde estén— Carlos Gaviria, Galán el Grande o Carlos Pizarro, pensadores de una política y de una justicia social que no hemos logrado?

En cualquier escenario el camino será difícil y el primer desafío es que los seguidores de quien pierda respeten los resultados. Ninguno de los dos candidatos ha podido controlar la ferocidad de muchos de sus acólitos, y a los bodegueros les sobra veneno y les falta sensatez. Eso, sensatez, es lo que será imprescindible el 19 de junio a las 6:00 p.m. cuando tengamos un ganador y medio país sienta que le arrebataron el triunfo. Necesitaremos entonces líderes con mayúscula, cauce para la causa y electores capaces de ejercer en paz la frustración o la victoria, porque la peor derrota para todos sería la violencia.

El corazón y la razón me dan para distinguir entre lo personal y lo plural, por eso —sin ser petrista y con muchas reservas— asumo el riesgo (dije riesgo, no felicidad) de votar por Gustavo Petro: pesa más lo que creo que él puede hacer bien por mi país que lo que pueda hacer mal por mis intereses personales. Me comprometo e invito a respetar los resultados y a respaldar o hacer oposición siempre con independencia y firmeza, con honestidad y en democracia. No ofrezco ni pido más… ni menos.

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