Las desgraciadas consecuencias del imperio del narcotráfico en Paraguay no van a terminar con los asesinatos de un fiscal que hacía bien su trabajo, de un intendente pedrojuanino o de la hija del gobernador del Amambay. Seguramente van a empeorar.

por Víctor Báez Mosqueira

Por ello sería interesante que tomemos en cuenta lo que ha pasado en Colombia y en Honduras,
dos países que, en el tema del comercio y tránsito clandestinos de drogas, son también muy conocidos. Es decir, si cosas tan graves y hasta increíbles, relacionadas con el sicariato, la delincuencia en general y el tráfico de drogas en particular, han sucedido en esos países, no debemos descartarlas en Paraguay.

Las situaciones de Colombia, Honduras y Paraguay son parecidas en muchos aspectos. Los tres países tienen sectores que insisten en que la militarización del combate a la droga y el fortalecimiento del aparato policial para ese mismo fin son las políticas únicas, exclusivas y adecuadas, a pesar de que ya hayan probado ser un fracaso y hayan empeorado las cosas, porque el narcotráfico penetró y corrompió a las fuerzas policiales y militares. Además, con ellas solamente se combaten muy penosamente las consecuencias y no las causas que generan el problema.

Es evidente que esta política es impuesta a los países de América Latina. Hace poco, en una entrevista que le hizo una emisora de radio de Asunción a una senadora colombiana, el entrevistador le preguntó cuál era el problema para cambiar de estrategia en el combate al narcotráfico, buscando lograr mejores resultados. La senadora respondió muy claramente que ni Estados Unidos ni la Unión Europea van a permitirlo. Esta imposición foránea puede ser a la vez usada como pretexto para evitar medidas o políticas que pueden resultar eficaces pero que irían en contra de los intereses de los sectores más pudientes.

Asimismo, el narcotráfico ya ha reclutado figuras principales en los poderes del Estado. Citemos el caso del expresidente Hernández, de Honduras, quien fue extraditado a Estados Unidos recientemente. Si eso sucedió en el país centroamericano, no descartemos que pueda pasar en otro, como ya ocurrió en Paraguay con algunos miembros del parlamento.

Indudablemente estamos empeorando porque estamos utilizando políticas parciales, concentrando todo en el factor seguridad, soslayando de forma adrede otras cuestiones que son de vital importancia y que sí pueden gravitar para superar las causas del sicariato, de la penetración de la mafia, del hundimiento de nuestras sociedades en la violencia.

Por ello quiero relatar algunas cosas que se sucedieron en Colombia y Honduras, a las cuales la sociedad paraguaya no será inmune si se continúa insistiendo en el antídoto policial o militar exclusivamente. Aquí debo reconocer que algunos políticos locales tienen ya un enfoque más amplio, relacionando el contrabando de gran escala y el lavado de dinero con el narcotráfico.

Algunos de los casos mencionados en los siguientes párrafos pueden hacer creer que estamos
frente a una novela de realismo mágico:

1En Colombia han asesinado a miles de dirigentes sociales, sindicales y políticos, así como a funcionarios del poder judicial. Por orden del cartel de Cali fue incluso asesinado un candidato presidencial que tenía grandes posibilidades de llegar a la Casa de Nariño (Palacio de gobierno).
Nos referimos a Luis Carlos Galán quien fue baleado en Bogotá el 19 de agosto de 1989.

2En Colombia también hay muchas denuncias sobre falsos positivos. Es decir, la policía y los militares son acusados de asesinar inocentes para después decir que son delincuentes muertos en enfrentamientos armados con las fuerzas del orden, justificando así su “lucha” contra el “terrorismo” y el narcotráfico.

3Quienes aman el fútbol deben saber que los deportes no están exentos de la influencia de las mafias y mucho menos aquéllos que mueven mucho dinero, como el balompié. En la década de 1980, el club América estaba manejado por el cartel de Cali encabezado por los hermanos Rodríguez Orejuela, mientras Pablo Escobar era el amo y señor del club Nacional y del cartel de Medellín. El gangster Rodríguez Gacha controlaba el club Millonarios.

4En Honduras he pasado por una situación increíble. Para ir de la capital Tegucigalpa a otra ciudad importante llamada San Pedro Sula, 251 kilómetros, en ómnibus, hemos debido pasar por un detector de metales, como si fuéramos a subir a un avión. El ómnibus se cerró y nunca paró hasta llegar a destino.

5Quizás este sea el caso más sorprendente. Obviamente, sus protagonistas son reales. Es más, el 2 de junio estuve entrevistando a mi amiga y colega sindicalista Ligia Inés Alzate, de Medellín, para escribir estas líneas. Ella es profesora. Entre los años 1998 y 2004 fue directora del Instituto Camilo Torres Restrepo de esa ciudad. Allí estudiaban adolescentes que pertenecían a bandas enemigas entre sí, apodadas “La Terraza” y “Los Mondongueros”. Había un tercer grupo que era comandado por los sucesores de Pablo Escobar, quien había muerto en 1993.

Iban al colegio con armas y se resistían a entregarlas, porque alegaban que tenían derecho a defenderse si eran atacados. Chicos de entre 14 y 16 años. Se negoció con ellos y siguieron resistiéndose hasta que uno de ellos fue asesinado en la puerta de la institución educativa. Ahí pidieron que las profesoras visitaran en la cárcel a un recluso llamado don Berna, que ellos depositarían sus armas en la dirección de la escuela a la entrada y las retirarían al salir si ese señor lo autorizaba.

Don Berna aceptó. A partir de ahí se negoció un área de tregua de cuatro calles alrededor de la escuela, donde los chiquillos de las bandas no podían atacarse. La historia es mucho más larga, pero fue el punto de partida para iniciar procesos de inclusión de los jovencitos y jovencitas, construyendo, por ejemplo, áreas deportivas, haciendo miembros de ellas a quienes entregaban sus armas, etc.

La pregunta que corresponde hacer aquí es: En Paraguay, vamos a esperar a que lleguemos a cosas parecidas a éstas para reaccionar? Ya estamos en un pozo profundo pero podemos ir más hondo si no hacemos nada. Evitémoslo! Medellín era una de las ciudades más violentas del mundo y se ha ido pacificando desde que un alcalde de apellido Fajardo implementó políticas sociales que fueron incluyendo a más y más sectores.

A propósito de Medellín, he tenido la ocasión de hablar con uno de los responsables de la pacificación. Lo primero que hice fue preguntarle cómo lo lograron. Se entabló el siguiente diálogo:

Él: Qué es lo contrario de la inseguridad?
La seguridad le respondí automáticamente.

Él: Error. Es la convivencia. La seguridad mete solamente a los militares, policías y guardias
privados que son cada vez más numerosos y no resuelven nada. La convivencia incluye al otro,
no lo deja fuera, reconoce que la otra persona también tiene derechos.

Otro día podemos hablar de dónde sacaremos los recursos para construir la convivencia. ¡Porque los hay! Y ése es precisamente el debate que los poderosos quieren evitar.