Ya está en nuestras manos el borrador de la nueva constitución que nos propone la Convención Constituyente. Ahora se está en fase de armonización donde se le están dando sus toques finales para que emerja el texto constitucional que se nos propone y destinado a ser plebiscitado el próximo 4 se septiembre.

Si bien su génesis suele remontarse al estallido social de octubre del 2019, en estricto rigor viene desde hace bastante tiempo atrás. Para algunos desde el mismo minuto que se estructuró la actualmente vigente, la del 80, para otros desde que se inició la transición democrática en 1990. Nos engañamos una y otra vez. En el año 2018, con ocasión de un foro de ICARE ¿Cómo viene el 2018?, el entonces ministro del interior del gobierno de Piñera, Andrés Chadwick, sostuvo que “hay que tener clara la brújula” y remató afirmando que “no queremos que avance el proyecto de nueva constitución presentado por Michelle Bachelet”. El mismo ministro llegó a decir que “tenemos una clase media amplia, sólida y estable…”. Sin embargo todo lo que se veía sólido se volvió líquido y lo estable en inestable.

En cierto modo fue una suerte de cocción a fuego lento hasta que el estallido nos hizo ver que los cauces institucionales estaban siendo desbordados con una parte significativa del país fuera de la sociedad de consumo, resentida, descontenta, enrabiada, vulnerada, endeudada. La institucionalidad política fue incapaz de anticiparse, muy especialmente las fuerzas de la derecha, de asumir la urgencia de lo que se estaba cociendo. Hasta que se hizo imposible seguir estirando la cuerda, esto es,  eludir la necesidad de un nuevo pacto social, de una nueva mirada, de nuevas reglas de juego bajo las cuales pudiésemos vivir en paz.

Es así como se inició todo un proceso que partió por consultarnos si queríamos una nueva constitución o seguir con la constitución actual. Junto con ello, en caso que  optáramos por una nueva constitución, se nos consultó si deseábamos que fuese elaborada con la participación de parlamentarios del congreso nacional o solo por quienes fuesen expresamente elegidos con ese exclusivo propósito. El resultado de entonces fue apabullante en favor de la construcción de una nueva carta constitucional y sin participación de los parlamentarios. Posteriormente se procedió a la elección de los convencionales que tendrían la responsabilidad de proponernos una nueva constitución.

Hoy estos convencionales ya nos han hecho llegar el borrador correspondiente. Ha sido un trabajo no exento de dificultades. Su camino no ha sido un lecho de rosas ni mucho menos, sino que lleno de espinas. Mal que mal, estamos ante una sociedad, un país quebrado, con desigualdades e injusticias que nos están desangrando, en crisis existencial.

Por lo mismo, el desafío de la convención ha sido mayúsculo: que ponga como foco o faro de nuestras actuaciones la necesidad de cohesionarnos, de reducir las desigualdades de todo orden que nos laceran, de dotarnos de un mínimo estado social de derechos, de romper el centralismo reinante, de configurar una nueva relación con nuestros pueblos originarios y de conciliar crecimiento y desarrollo con la protección debida al medio ambiente. En los tiempos que corren, no puede ser que sigan existiendo “zonas de sacrificio”.

Confío que más allá de los dimes y diretes, de voces estridentes, de las falsedades que oscurecen la senda, la nueva constitución que se nos presente sea el marco en el que podamos desenvolvernos en paz y armonía entre iguales, sin privilegios.