Los Hernández pertenecen a un linaje de crianceros afincados desde hace varias generaciones en el paraje Cajón Nuevo, unos kilómetros arriba de la laguna Buraleo. Hasta ésta, se puede acceder por la huella que trepa al costado del río homónimo, no sin antes vadearlo varias veces y con cierta dificultad durante el verano, haciéndose casi imposible el resto del año. La nieve y el río lo hacen casi inaccesible y peligroso. Desde la laguna se necesitan unas dos horas más a lomo de burro, para llegar a la veranada de los Hernández. Pese a todo, el paisaje es increíblemente maravilloso. De hecho, al sol le cuesta esconderse por las tardes y amanece glorioso cada día. La vida, brilla…

Cuenta Hugo, uno de los tres hermanos que aún vive, que su bisabuelo les recordaba que sus ancestros llegaron a América como colonos, acompañando al ejército realista para instalarse en una región de la actual República de Chile a finales del siglo XVII. Y que habían llegado en un viaje que partió originariamente del Valle del Echo en el Reino de Aragón de la península Ibérica. En las naos, además de soldados, colonos, materiales de construcción y armamentos, también venían ovejas, chivos, caballos, perros y vacas con la idea de ocupar tierras sudamericanas en algunos de los virreinatos de la corona española. Sus parientes, cuenta Hugo, se instalaron en una región montañosa con un clima y una geografía algo parecida a los Pirineos de los cuales eran originales y, con los años, se cruzaron con algunos pehuenches que vivían de la cría de guanacos y algunos cultivos cuya descendencia originó, en el actual centro y norte de la provincia de Neuquén y sur de Mendoza, la cultura de la trashumancia argentina, que, aunque aggiornadas a la región, aún mantiene intacta las costumbres originarias de aquel reino Aragonés con más de 4 mil años de historia.

El campo en cuestión tiene una capacidad para alimentar a entre ochocientos y novecientos animales al año en la primavera-verano, cifra que viene descendiendo en función a las escasas lluvias y pocas nevadas que castigan la región desde hace algunos años, consecuencia de la corriente del Niño y el calentamiento global. ¡¡Mire ese río –exclama indignado–¡Da lástima…!

De pequeños, cuenta Hugo, su padre viajaba a Chile en burro a traer bolsas de porotos y azúcar en terrones, al tiempo que su madre les hacía pescar truchas para hacer chasque que más tarde comerían de regreso a su invernada. Su casa era apenas un rancho algo destartalado construido con los pocos elementos que hay por ahí. Piso de tierra, piedras de pared y carrizos por techo. Un solo ingreso y sin ventanas. “Es para dormir” explicaba…” Y la letrina es aquella…” señala con los ojos. Sin energía eléctrica, el agua es de vertiente y la juntaban en tachos que usaban durante el día para tomar mate o lavar algo. Se bañaban de tanto en vez en la vertiente de un arroyo de deshielo con el agua helada. “Se me arrugaban las verijas” aporta, a modo de recuerdo… Tenían una radio a pila que encendían una vez al día para escuchar: “Mensajes al poblador” que radio Nacional trasmitía diariamente “Aurelia, de Cajón Nuevo, le pide a don Ramos que baje con un carnero mañana a la mañana al cruce del arroyo. Ella lo estará esperando en la tranquera. Firma el comunicado: Aurelia.» Entre tantos otros tantos.

Con él, eran 4 hermanos, él es el mayor. Quien le seguía falleció por un agudo cuadro de peritonitis. Fue imposible trasladarlo, recuerda, y cuando llegó la asistencia pública, superando tantas dificultades, ya era tarde.

Él y su hermano más chico dividieron el campo y cada uno continuó con la vieja tradición familiar, aunque Hugo reemplazó algunos chivos por ovejas cara negra porque, según escuchó por ahí, además de su carne, su lana era muy cotizada. Éste, siempre soltero; su hermano, Herminio, se casó. Ninguno de ambos estudió. A Marta, la hermana del medio, de chica le gustaba saber, pero durante muchos años le fue imposible ir al colegio hasta que un día el Estado construyó una escuela albergue en un paraje cercano a la que empezó a asistir. Durante la semana dormía, comía y estudiaba en la escuela con compañeros y compañeras que también eran hijos de familias crianceras. Su padre, o a veces sus hermanos, la llevaba hasta la escuela en burro los domingos por la tarde y la buscaba los viernes. Entre el resto de la familia se turnaron para reemplazarla en las tareas cotidianas, limpieza, lavar ropa, cocinar, juntar leña, señalar, cuidar los animales, atender la parición, encender el fuego, mirar las estrellas, etc. etc.

Ella siguió estudiando hasta recibirse de maestra. Mientras lo hacía, el tirano tiempo era flash, sin espacios para replanteos. Recibida, se trasladó al pueblo a trabajar de docente y casó con un buen hombre empleado en el municipio local con una historia familiar muy parecida. El tiempo, que antes era una ilimitada dimensión por la que navegaba como un cóndor, empezó a compartimentarse en celdas de estrictos horarios antes desconocidos, obligándola a familiarizarse con el reloj y el calendario que había aprendido en la escuela. Y empezaron los planteos y replanteos, pero ya no había vuelta atrás. Con los años, crédito de por medio, terminaron su casa en un terreno que les dio el estado a pagar en cuotas. Esta era mucho más segura, cómoda y bonita que la de su infancia. Con luz eléctrica, gas y agua corriente. Puertas y ventanas por las que entraba el universo. Una parte de sus salarios mensuales iban a cubrir el crédito, los servicios, los impuestos, la comida, la ropa, imprevistos y una intensa vida social que antes no tenía. Extrañaba el paisaje, a sus padres, la montaña, el río, la nieve y los animales. Ninguno dejó de estar presente en su memoria. Su marido aprovechó unos talleres que le ayudaron a matricularse en un sistema de administración que ayudó mucho a las finanzas municipales. Jerarquizando su condición de dependiente a un cargo más alto, la diferencia salarial terminó financiando un autito que les ayudó a conocer otras provincias cada vez que tenían vacaciones o algún feriado largo. De hecho, fueron hasta el mar, al que solo habían visto en fotos o en la TV. Nacieron sin inconvenientes tres hijos varones que, además de dicha, también aumentaron considerablemente sus gastos exigiéndoles un esfuerzo mayor para el mantenimiento del hogar y la familia. Los chicos crecieron, estudiaron y se recibieron en distintas especialidades profesionales, lo que insumió un inimaginable gasto extra. Dos de ellos se radicaron en el extranjero y el otro en la capital del estado nacional. El del medio se les declaró gay. “…Hay una mujer adentro de este cuerpo” les dijo una mañana. Y fue todo un problema sobrellevar la carga de algo que jamás imaginaron. Los roles de sus padres, allá en el campo, estaban bien definidos. Al principio no supieron que hacer. Una o dos veces al año iban a las veranadas a pasar un finde y evocar la historia de sus vidas. Debían transitar con la mochila de sus historias grabadas en las neuronas por el asfalto del pueblo. Sus vidas no eran ni mejor ni peor. Eran distintas. Inexplicablemente distintas. En la última carta que les escribió su nieto desde el extranjero les contaba que había visitado la tierra de sus ancestros en el norte de España. Inclusive les envió una foto con algunos parientes que descubrió en su búsqueda, prolongando así una historia casi eterna.  Meses más tarde fallecieron ambos y la foto quedó estampada en su tumba compartida junto a un ramo de plásticas violetas.

Herminio, algo más inquieto que Hugo y siguiendo varios consejos y algunas charlas a las que asistió en el pueblo, mejoró mucho su producción animal aprovechando mejor las aguadas y canales que aumentaron la producción del pasto natural de los mallines y emprendió una artesanal fabrica de quesos de cabra que vendía muy bien en los pueblos de la zona. Abandonando, así, la economía de subsistencia y con importantes ingresos extras, Herminio y su mujer no hicieron otra cosa que la que hacen todas las especies cuando abunda la comida: multiplicarse. Tuvieron 4 hijos y uno que le apareció por ahí y dieron a su cuidado luego de la muerte de su madre. Ninguno estudió. Apenas si sabían los números y alguna que otra operación elemental. Eran casi analfabetos. Trabajaban en el campo y el emprendimiento de su padre. Algunos lugareños empezaron con el mismo tipo de productos saborizado con yuyos de la zona, aumentando la competencia. Eso, sumado a una letal combinación de cada vez menos lluvias y más bocas que alimentar –luego de los hijos que nacieron de las parejas que tuvieron sus hijos, que además repitieron la historia de sus padres con el dinero extra del emprendimiento–, terminó agotando las pocas reservas que aún quedaban… La espada malthusiana, cual profecía, cayó sobre los 5 hermanos. El proyecto se pulverizó. Y, los 5, con parejas e hijos dejaron,de un día para el otro, de ser trashumantes para convertirse en pobres y migraron a donde fuera, a hacer lo que saliera. Viviendo en desvencijadas casuchas, pero sin la dignidad de la de sus padres. Jamás volvieron a verse.

Hugo, con arrugas en las arrugas, además de comprarle los animales a sus sobrinos, no dejó, siempre de la misma manera, de hacer lo de siempre que además, siempre hicieron sus ancestros allá en el reino de Aragón desde hace más de 4 mil años. De la veranada a la invernada y otra vez a la veranada. En los últimos años, cambió unas cuantas veces el carrizo del techo, 4 veces de monta y 3 burros y cambió 2 veces la letrina de lugar. Falleció sin dejar descendencia a los 83 años de una caída del caballo que fracturó su columna. Lo encontraron hace unos pocos días junto a sus perros y su caballo pastando a orillas del arroyo en el que se bañaba muy de cuando en vez.