Por Cristina Bianchi

Siempre le digo a mi hermano que en algún momento llegará alguien desde arriba que nos hará cambiar puesto en la rueda de la vida y nos meterá a limpiar zapatos o a caminar en el medio del desierto en búsqueda de un futuro mejor del que nos tocó por nacimiento. Sólo entonces podremos comprender totalmente qué significa dormir en el desierto, caminar sin zapatos, morirse por disentería, buscar comida en la basura, prostituirse para darle de comer a nuestros hijos, ver nuestros padres morir de abandono. Sólo entonces, nos daremos cuenta de tanta retorica con que llenamos nuestros discursos los que al atardecer tenemos un hogar adonde dormir seguros, con nuestros seres queridos. Hasta aquel momento, tenemos el deber de escuchar y dar voz a los que no tienen voz.

Los movimientos transfronterizos son parte de la historia y de la cultura del norte de Chile, como de muchas áreas que se encuentran divididas por una inconsistente línea imaginaria que separa países, pueblos y familias. Sin embargo, estas líneas en el mapa pueden convertirse en áreas de interés como puentes entre culturas.

Es así para la frontera entre Chile y Bolivia, a la altura de 3.700 metros, en la localidad de Colchane, pueblo de casi 1.400 habitantes, la mayoría de los cuales de origen aymara. La pertenencia a un pueblo originario parece, en estos lugares, un testimonio de interculturalidad que nos obliga a repensar las fronteras, hoy vistas desde el nivel gubernamental como espacios vacíos, lejos y merecedoras de todo menosprecio. Al contrario, fronteras ricas en cultura e historia son las que tiene Chile, no por la defensa que se ha jugado militarmente en esas áreas, más bien por las personas que las habitan y las atraviesan constantemente ayer, hoy y mañana.

Hoy en día, Colchane es el paso fronterizo más caminado por migrantes venezolanos que proceden de su país de origen o de otros países, siguiendo una ruta migratoria que los lleva, supuestamente, a una mejor calidad de vida para los hijos que comparten ese arduo camino junto a ellos. Según datos de la OIM (enero 2022) el 71% de los migrantes de origen venezolano que están llegando a Chile lo hacen junto a menores de edad.

Son historias, son vidas de cientos de personas valientes que no le temen al desierto y que, en situaciones de pobreza y extrema vulnerabilidad, se encuentran caminando con los labios cortados por el sol y pidiendo agua, entre torbellinos de arena a lo lejos, en un contexto digno de una película de Far West de Sergio Leone.

La tragedia que estas personas están obligadas a vivir sólo por haber nacido en un contexto geográfico e histórico desfavorable ya está contada por muchos medios de comunicación alternativos. La gestión de una emergencia migratoria, sanitaria y humana que Chile está viviendo desde ya unos cuatro años y que cada año se ha intensificado más es notoria: el fomento de una migración descontrolada y criminalizada por las esquizofrénicas medidas que el gobierno anterior ha practicado; la ausencia del poder central en la gestión como estrategia para fomentar el descontento en la primera región de recepción de la migración (Región de Tarapacá) y la “venta” de fáciles soluciones que reproducen antiguas lógicas fascistas.

Pero al lado de todo eso, también está el enorme y contundente trabajo que realizan cientos de personas en todo el país, fomentando cadenas de solidaridad entre ciudadanos, proponiendo caminos de convivencia y de gestión de la migración que nacen de las propias organizaciones de migrantes, de académicos, de políticos y de ONGs.

Es el caso de la Asamblea Abierta de migrantes y promigrantes de Tarapacá, que realiza estudios académicos a partir de investigaciones reales y actualizadas con las personas y que es capaz de activar no sólo ayudas, sino cadenas de solidaridad para que familias que hayan sido apoyadas, puedan ser de ayuda a otras recién llegadas, en la orientación a los servicios, en un apoyo humano.

Muchas y coordinadas propuestas se han presentado a la mesa temática de migración de la Asamblea Constituyente en el último año. Un proceso, la reforma de la Constitución, que el pueblo chileno está acompañando con propuestas y comunicación transparente a través de expertos, políticos y sobre todo organizaciones de la sociedad civil.

Es el ejemplo de la Coordinadora Nacional de Inmigrantes Chile, del Instituto Nacional de Derechos Humanos, de UNICEF, del Comité Migrante de la Secretarìa de Mujeres Inmigrantes, del Centreo Estudios de Conflicto y Cohesión Social, del FASIC, del Servicio Jesuita Migrante, de la Pastoral Social de la Iglesia Católica, de ACNUR, de la OIM y de muchas otras realidades a nivel nacional y local que realizan un trabajo incansable no sólo de ayuda humanitaria, sino también presentando propuestas de políticas, de gestión de la migración en favor del respeto y la promoción de los derechos humanos.

“Son seres humanos, son seres humanos!” fue el llamado del nuevo presidente electo Gabriel Boric, el pasado 11 de marzo en el marco de la ceremonia de cambio de mando. La esperanza es que no queden sólo palabras y que este gobierno que viene de los movimientos estudiantiles y de una manera de hacer política que toman las distancias de la antigua burocracia política y de negociación en la casta. Pero la responsabilidad de estos procesos recae en cada uno de nosotros, en los medios de comunicación, en los empresarios y también en el sector político. Por eso es fundamental seguir fomentando escuelas de paz, laboratorios de interculturalidad y prácticas inclusivas que marchan en favor de otra forma de vivir los procesos de convivencia en sociedades en constante cambio.