RELATO 

 

 

 

 

Cuando subí en el barco desde el puerto de Oran, nunca pensé que iba a pasar tanto tiempo y solo volvería a ver a mi familia después de trece largos años. Otro continente, otra isla me iba a acoger durante todo ese tiempo. Parte de mi infancia había transcurrido en la Hammada de Tinduf entre aquellas colinas desnudas de aspecto casi lunar. Era el desierto de los desiertos, las incesantes tormentas de arena y el caluroso viento del este que soplaba durante los meses de verano. Aquel clima iba a marcar mis primeros pasos en esos campamentos de refugiados.

Es la historia de mi pueblo, el pueblo saharaui que perdió su tierra y tenía que enviar a sus niños a otro continente, lejos de sus ciudades, de kilómetros de playas vírgenes y del océano Atlántico. La isla de Cuba sería un nuevo hogar.

Entre lágrimas me despedí de mi madre y abuelo, después de tres años de estancia en la escuela internado, donde aprendí mis primeras lecciones de geografía y redacción. Mi abuelo me preparó un poco de gofio mezclado con azúcar como hacen los nómadas cuando atraviesan el Sahara, mientras mi madre doblaba la ropa en una mochila de color verde que había traído de las vacaciones que pasé en la ciudad de Mostaganem, Argelia. Allí íbamos a pasar los meses más calurosos del año cerca del mar Mediterráneo.

Mi madre y mi abuelo me acompañaron hasta aquel camión, mientras yo observaba las colinas que rodeaban el campamento. Un grupo de mujeres y niños salían de una tienda de campaña que habían improvisado como centro escolar.

̶  ¿Abuelo adónde vamos?  ̶  pregunté con cierta tristeza.

̶  Irás a un lugar parecido al mar de nuestra tierra  ̶  contestó con cierta resignación.

Mi madre susurraba pequeñas frases y luego pronunciaba mi nombre. Empecé a recordar el pequeño huerto que estaba al norte de la ciudad de Dajla, allí había un cementerio donde íbamos a rezar en memoria de los antepasados.

̶  ¿Abuelo por qué no vas conmigo? ̶  volví a preguntar.

̶  Hijo, solo pueden ir los niños y niñas acompañados de los maestros, nosotros tenemos que cuidar el campamento ̶ .

Miré de nuevo el campamento, las oscuras colinas que se mezclaban con las piedras y de nuevo recordé la inmensa pradera poblada de acacias espinosas, de árboles de Atil[1] y enormes montañas. Sabía que mi abuelo estaba triste, mientras mi madre seguía pronunciando mi nombre entre pequeñas frases.

Me despedí de ellos aquella tarde entre lágrimas, mientras el viento del este cargado de arena empezaba a soplar.

Fueron miles de kilómetros. Desde el camión del campamento hasta el autobús y después el barco.

Cuando vi las luces y el mar, recordé la ciudad de Dajla, la mirada de mi abuelo y las lágrimas de mi madre. Era entonces el puerto de la Habana, otro país, otra mirada y un paisaje verde que desbordaba mis ojos.

Saqué de mí bolsillo un puñado de arena que había guardado mi madre en el interior de un pequeño trozo de tela. Allí estaban las frases, aquellas mágicas palabras que ella me susurró mientras caminaba.

Volví a oler el trozo de tela donde reposaban las palabras y encontré la humedad de unas lágrimas, la lejanía de una mirada.

La isla de Cuba me abrió sus brazos en medio de la lluvia, mientras el Sahara se quedó entre montañas y granos de arena.

 

[1] Árbol común en el  Sahara Occidental, muy importante para los nómadas por sus propiedades medicinales y por las propiedades de su madera para hacer utensilios y carbón. Los saharauis restriegan por sus dientes con palitos de atil, mesuak, para limpiarlos y fortalecerlos.