Los ojos se me dan vuelta, en mi entrecejo se encuentran, forman imágenes icónicas, desgarradoras, encuentran su foco de inflexión, la unión del amor, como si se reunieran después de un largo tiempo separados, aunque cerrara los párpados, me temblaban, se seguían moviendo como diapositivas intermitentes de arriba hacia abajo,  ebrias del encuentro, se movían formando fractales en mi coronilla, mi cuerpo obediente, solo respondía a los estímulos de esos ojos disparatados que no paraban de jugar a su piacere, de repente, mi boca se abrió y mi lengua intentó tocar con su punta a mi nariz, aggg, todavía sentía el ácido guardadito en un rincón de la boca, qué asco, no me había pegado nada como yo pensaba, me repetía la mente sin parar. ¿Dónde estaban los colores? ¿Dónde estaban las flores lloviendo del techo? ¿Dónde estaban las metamorfosis de las personas y de los objetos? ¿Un techo derritiéndose? ¿Una persona convirtiéndose en animal? Mientras mi mente me pasaba imágenes de la infancia y me subía a una hamaca en el parque de la vuelta de la casa de mis viejos, los flashes de las luces del boliche entraban como bocanadas de aire frío. Go siempre prometía y pocas veces cumplía. Vayamos a la pista de arriba, ahora, a la de electrónica, alguien, mi amiga me estaba agarrando del brazo y arrastrando hacia la escalerita oscura que llevaba a la última pista violetosa de ese edificio viejo pero extasiado de ruido, donde todos los sábados repetíamos el ritual de previa con Gin Tonic en la casa de Mar, y luego caminata en zig zag por las calles empedradas. Por suerte, ese camino lo sabíamos de memoria porque nunca teníamos la vista fija en esas cuadras, siempre eran diapositivas de lo que veíamos y nos movíamos por inercia entre risas y gritos. Pero esta vez había sido diferente. Sarasa había traído una partida de cartones con la ilustración de una bicicleta y un chico riéndose arriba, lleno de colores estaba el chico, como en la portada de un álbum pero en un cartón plegado que prometía un viaje especial, diferente. No había probado un LCD antes más allá de las historias de los músicos que me gustaba mirar, y ahora me encontraba en el último ventilador del boliche de siempre como imantado como si fuese una abeja en busca de la miel, pegado, casi sin poder respirar pero bailando hasta sudar el piso alguna música que desconocía, de los pies me nacían flores, sentía cómo brotaban esencias de azahar, vahos de luz, un ambiente de perlas, miles de triangulitos se formaban en mis manos y me daban la aureola precisa para desplegar el polvo de su forma, mis caderas se contornearon lenta y fuertemente  como nunca, recordé el cuerpo de mi madre, el de mis hermanas, envidié sus curvas, ahora las tenía, las había conquistado, no sé qué extraño hechizo sudado en ácido me daba movimientos de cadera, de pechos, de polleras, de todo lo arquetípicamente femenino  se me hubiera ocurrido en ese momento, todo estaba sucediendo allí: el ventilador era mi espejo, giraba como yo mismo, y mi mente que se daba vuelta frente a mi tercer ojo, cuando prendieron la luz yo ya estaba encendida por dentro; la luz se había prendido pero mi cabeza había obtenido la iluminación muchas horas antes, fui al baño, me vestí con la flor que se formaba en mi entrecejo, me coloqué cada uno de los pétalos pacientemente por mis hombros, cerré el tallo hasta mis rodillas, prometí que la guardaría para siempre, a la noche y a la flor y a todas las flores que se empezaban a atragantar en mi boca, salí a la noche fría del post sudor, post cachengue, post cuerpos pegoteados, salí a las luces incandescentes, ya sin encontrar a nadie alrededor mío. Esta noche volvía solo caminando por el empedrado, pero me acompañaba esa flor que estaba creciendo en mi interior.