Por Margarita Labarca Goddard

Los judíos que vivían en España fueron expulsados en 1492 por los muy católicos reyes Fernando e Isabel. Las razones de esa expulsión han dado origen a polémicas, pero al parecer fue a pedido de la Inquisición. Los judíos españoles se diseminaron por el mundo, por Europa, por la Turquía asiática y quizás también llegaron a esta América recién “descubierta”. Pero para ellos España, a la que llamaban Sefarad, siempre fue su patria perdida. De ahí la expresión “sefarditas” para designar a estos judíos, diferentes de los asquenazitas, provenientes de Alemania y del este europeo.

Una de las cosas más conmovedoras de la historia de los sefarditas es que ellos conservaron el idioma. Cualquiera que fuera el país en que llegaran a vivir, su idioma era el castellano. Lo hablaban y lo siguen hablando todavía en el hogar, se lo enseñan a sus hijos, lo hablan entre ellos, pero el castellano que hablan es del siglo XV, con algunos agregados de polaco, ruso, o turco. Eso es inevitable, uno va adquiriendo en parte el lenguaje del país en que vive, a veces sin darse cuenta.

Entonces se ha creado un idioma nuevo, el ladino, formado en lo principal por el castellano antiguo y adornado con otras palabras. Es una lengua muy dulce, muy tierna y algo triste, como la añoranza y la nostalgia. Así, ellos mismos explican que “El djudeo-espanyol, djudezmo o ladino es la lingua favlada por los sefardim, djudios ekspulsados de la Espanya en el 1492”.
Los sefarditas guardaron las llaves de sus casas en España y las trasmitieron como un tesoro de padres a hijos, aunque sabían que muchas de ellas iban a ser demolidas. “Eran las llaves de su memoria, de su corazón, de su pasado” comenta el escritor Julio Llamazares. Las abuelas judías se llevaron también en sus bolsos de viaje sus recetas de cocina, que fueron heredadas de generación en generación. Es una de las formas que encontraron en el exilio para no olvidar nunca su tierra.

Pienso que los chilenos que tuvimos que salir al exilio y allí nos quedamos, nos parecemos un poco a los judíos sefarditas expulsados de España. Conservamos un idioma que ya no se habla en Chile. Las veces que vamos para allá la gente no nos entiende y nosotros entendemos menos. Ya no sabemos cómo se llaman las cosas más corrientes, cómo hablan los jóvenes de ahora, cómo se compran los cigarrillos.

Guardamos también las empanadas, las humitas, las cazuelas, el caldillo de congrio, el pebre, los porotos con riendas y tantos otros platos que forman parte del patriotismo y que, al igual que el idioma, es la llave que llevamos en los bolsillos, la llave de nuestro Sefarad.

En Chile la arquitectura ha cambiado, las ciudades no son las mismas, la casa que buscamos no la encontramos porque ya no existe. Las provincias tienen ahora números, en Santiago sólo reconocemos algunos lugares y sólo muy pocos lugares nos reconocen. Las personas han cambiado, los que eran nuestros amigos ya no están: o se fueron o murieron. Aquellos a quienes asesinó la dictadura cuando eran muy jovencitos, han permanecido eternamente jóvenes mientras nosotros envejecemos.

Es cierto que el idioma castellano es muy diferente en cada país de América Latina. He vivido en varios y todavía se me arman tremendas confusiones. Los chilenos se comen muchas letras. En lugar de decir universidad dicen “universiá”, en lugar de verdad, “verdá”, en lugar de trabajar, “traajar” y así muchas cosas. Los que estamos fuera y nos hemos acostumbrado a otra manera de hablar el castellano, percibimos más esos defectos.

A veces hay detalles simpáticos en todo esto. Yo tengo a un sobrino casado con una muchacha francesa. Otra vez el exilio… Ellos han vivido casi siempre en Francia, con un intervalo de unos cinco años en Chile. La chica aprendió muy bien a hablar castellano, pero con modismos absolutamente chilenos -y chilenos bien populares-, porque trabajó de maestra en Cerro Navia. Y oírla hablar ese chileno proletario con acento francés, es un encanto.

Los exiliados somos los guardianes de un idioma hermoso, enriquecido con algunas expresiones venezolanas, mexicanas, cubanas, argentinas. Pero el tronco de este ladino-chilensis es el antiguo castellano rico y variado que se hablaba en nuestro país hace 40 años. Desde luego, también vamos abandonando algunas expresiones que en otros lugares no significan nada o significan cosas distintas o groseras, aunque a menudo nos equivocamos y metemos la pata.

Ahora en Chile el idioma se ha empobrecido. En todo caso son pocos los que hablan y menos los que escriben sin engolamientos, en un lenguaje sobrio y claro. Será la influencia de los economistas, pero se ha convertido en una costumbre el decir las cosas fáciles de manera difícil, el hacer complicado lo que es sencillo.

Y decía que nosotros, los exiliados para siempre -que quizás nunca volvamos porque el espacio y el tiempo se han vuelto insalvables- conservamos, sin embargo, un idioma que ya se fue. Empleamos palabras y expresiones antiguas para preservarlas y protegerlas del olvido. Y también las usan nuestros hijos y nuestros nietos, porque las han aprendido de nosotros y no saben que en Chile ya nadie las conoce. Es nuestro ladino.