30 de noviembre 2021. El Espectador

 

“En Bogotá uno abre la llave y sale agua”, pero en la vereda Vuelta Acuña —en Cimitarra, entre Yondó, Puerto Parra, Puerto Berrío y el río Carare— no hay acueducto, y si uno tiene sed hay que abrir el río Magdalena. Así han vivido por generaciones los habitantes de la vereda: 70 familias de hijos, hermanos, padres, abuelos y vecinos “de una negra hermosa” a la que estigmatizaron y persiguieron porque su hijo Pastor Alape era guerrillero; y porque antes del proceso de paz era más fácil caer en la tentación de partir el mundo entre inocentes y culpables; éramos más ignorantes y era tendencia dejar las causas del conflicto anestesiadas, para no remover las placas tectónicas de una estructura social perversa y decadente.

Hoy Pastor, el hijo de “la negra hermosa”, es un excomandante que jamás volverá a la guerra; un incansable abuelo, líder y amigo que sabe cómo estar presente; es un constructor de paz que durante 5 años ha recorrido el país contando la verdad y ha pedido perdón en la JEP, en Bojayá, en Villavicencio, en los municipios y carreteras donde las Farc cometieron delitos atroces, ahí donde soldados, insurgentes y paramilitares se perforaron la vida con balas y rencores devastadores.

Tuvieron que pasar 6 décadas para comprender que los muertos a lado y lado son los mismos hijos del mismo campo, los mismos niños de hace 20 o 50 años a los que el Estado siempre ha tenido abandonados, y gran parte de la sociedad ha ignorado.

Pasaron 9 millones de víctimas, varios procesos de paz fallidos, y uno firmado y aclamado por el mundo; por fin nos despertamos de la amnesia, de la intimidación y la indiferencia. Por fin entendimos que la muerte natural es la que a uno le llega cuando ha recogido todas las cosechas, y no esa cosa violenta que sale de las bocas de los fusiles y de los bombarderos.

La semana pasada, en la celebración del 5º aniversario de la firma del Acuerdo, el coro “Hijos de la Paz” se presentó en la plaza de Bolívar, y allá llegó el secretario general de las Naciones Unidas, el mismo que lamentó públicamente la muerte de líderes sociales y excombatientes, y dijo que “hay muchos temas sobre los cuales se puede estar en desacuerdo en una democracia, pero la paz ya no puede ser uno de ellos”. (Ojalá así lo entendamos en las urnas, y seamos capaces de elegir un equipo director de país que no perpetúe el desastre que deja este gobierno agotado y agotador).

Hubo foros, sesiones formales, discursos de todas las categorías, presencia diplomática, teatro, sopranos y tambores; vimos que las instancias nacidas del Acuerdo se han fortalecido y han puesto la verdad sobre la mesa. Vimos un presidente en ejercicio estático, que nos sigue mintiendo como si tuviéramos las neuronas inmersas en gelatina. Y vimos al expresidente Juan Manuel Santos y a Rodrigo Londoño, juntos —convocados por el movimiento Defendamos la Paz— en un diálogo de palabras sencillas y contenido profundo; brindaron con unas polas hechas por excombatientes y se reconocieron mutuamente el valor de no haber abandonado la barca de la paz.

Y el viernes en Lubianka -un espacio, un bar creado para que suceda lo imposible y se tejan conversaciones entre antagonistas- fue el lanzamiento de Alapaz, cerveza artesanal con una causa social. Y así volvemos al principio de esta historia: Alapaz nace para que en la vereda Vuelta Acuña -código rural 686058 y código de reconciliación sin número ni fecha de caducidad- la vida y el agua sean potables, y haya perdón por todo el dolor que causó la guerra.